Esplendor gris en la autarquía
Durante aquel invierno inacabable y húmedo de la década de los años
70, mis huesos salían de casa de noche en dirección al trabajo y volvían al
redil en plena oscuridad. No bien me aseaba e irrumpía en la cocina, cenaba presto
y agarraba la cama aún más veloz, ya que el despertador sonaba estridente con tenaz insistencia a la seis y quince de
la madrugada, y, aunque las sábanas intentaban retenerme con su tibia calidez
sobre el lecho desordenado, no me quedaba más remedio que vestirme en un
santiamén para caminar medio sonámbulo hacia el aseo y espabilarme sobre la
loza del lavabo realizando unas abluciones espartanas, en plan minino.
Seguidamente, tras el desayuno, frugal y rápido, echaba mano al sustancioso
bocadillo que me había preparado mi madre por la noche, antes de acostarnos
ambos, y, al cabo, salía de casa disparado como un cohete: bajaba las escaleras
de dos en dos, y hasta de tres en tres, para no perder el tren de las siete
menos veinte que me transportará –vengo
por toda la orilla, igual que a las sardineras de la canción homónima–
desde Santurce-Antiguo hasta Bilbao-La Naja, estación terminal a la que mi body llegaba medio dormido, a las siete
y diez minutos, tras haber sido acunado sin descanso en el asiento, espartano, forrado
de escai glauco –si había conseguido sentarme–, a lo largo de una media hora de
recorrido traqueteante, montado en aquellos convoyes eléctricos vetustos que
avanzaban ruidosos, abarrotados de menestrales de todas las edades y
profesiones. Todas estas piñas humanas, sin soltar de la mano diestra el
envoltorio alimenticio, que asimismo viajaba liado en papel prensa, no dejaban
de comentar las jugadas de los futbolistas, los fichajes de los equipos, o
meterse con la madre que parió al señor de negro, mientras fumaban sin parar
con la siniestra y eran vomitados sin compasión por el abarrotado monstruo
mecánico nada más irrumpir escandaloso en las estaciones industriosas de La
Iberia, Sestao-Urbínaga, Desierto-Barakaldo, Luchana, Zorroza, Olaveaga, Puente
del Generalísimo y Bilbao-La Naja. Dichos trenes se desplazaban a lo largo de
un recorrido ferroviario entrañable –ahora, al teclear estas líneas, si me
empeño consigo recordarlo casi todo, pero dichas escenas únicamente se me
presentan en blanco y negro– en el que horadaban tres lóbregos túneles. El
primero de ellos resultaba el más largo, situado entre el apeadero de Peñota y
la estación de Portugalete: primera y segunda parada del recorrido. Los trenes
también cruzaban, con estruendo espectacular, dos puentes de estructura metálica,
vibrantes y sonoros, erigidos sobre los cauces tan hediondos como encenagados
de los ríos Galindo y Cadagua. Desde La Iberia hasta casi Zorroza, circulaban
al lado de un sinnúmero de redes de tuberías aéreas muy densas: saturadas de
gases deletéreos, colgadas de soportes de acero, interminables y laberínticas,
patinadas de arrobas y más arrobas de polvo industrial. Los convoyes, aún abarrotados
de viajeros, dejaban atrás la siderurgia, dantesca y ruidosa, de Altos Hornos
de Vizcaya, funcionado con mucha prisa y sin ninguna pausa, accionada por miles
y miles de motores de sangre anodinos,
la mayoría inmigrantes vernáculos, envenenando aún más el espeluznante hábitat;
rebasaban confluencias de ríos en las que se apreciaban pecios viejos de madera
incrustados en el limo solidificado que recubría riberas, tan hediondas como
emponzoñadas, con sus costillares de roble emergiendo patéticos, acaso cual esqueletos
arcaicos de antílope batidos por el simún. Los viajeros, madrugadores, con cara
y torpes ademanes que delataban pocas horas de sueño y mucha televisión
nocturna, contemplaban derrelictos añosos abandonados a su suerte, amarrados en
las boyas mugrientas y oxidadas de las dársenas, que eran mecidos con
indiferencia grosera por las fétidas crecientes y vaciantes del Nervión.
Aparecían desguaces de barcos, grasientos y fuliginosos, a veces en llamas, al
hacer combustión restos de combustibles antiguos, seguramente olvidados en
tanques abtrusos mal drenados, cuando habían entrado en contacto con las llamas
voraces de los sopletes de propano; factorías químicas apestosas e insufribles;
rimeros enormes de carbón al lado de cientos de toneladas de chatarra; fábricas
de explosivos amenazadoras y siniestras; en Burceña aparecía una central
térmica, asentada en la ribera izquierda del Cadagua, al lado de los
astilleros, que hacía lo que podía con la enorme caldera B&W, quemando fuel
oil al por mayor, así generaba vapor a espuertas, e incansable volteaba la
turbina acoplada al alternador, ayudando a satisfacer la demanda energética
desmesurada que entonces demandaba esta provincia tan baqueteada. A los
viajeros también se nos mostraban mataderos industriales, mefíticos y de
dudosas condiciones higiénico-sanitarias; y astilleros muy solicitados y
activos que construían los navíos más dispares: desde grandes mercantes y
superpetroleros, hasta veleros esbeltos de casco de acero y jarcia elaborada y
buques escuela de guardiamarinas, destinados no sólo a armadores y clientes de
diversos países sino también a algunas repúblicas bananeras del centro y cono sur americano.
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