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lunes, 16 de marzo de 2020

¡Qué pasada, rojas y de encaje!



   ¡Qué pasada, rojas y de encaje!


Tomás, junto a un grupo de compañeros de clase, entre los que se encontraba uno mismo, íbamos a esperar a la señorita Noelia a la estación del ferrocarril Santurce-Bilbao para venir todos a continuación en su compañía hacia la academia, e inmediatamente, nada más que llegaba el cortejo peripatético al aula, comenzar a las tres de la tarde la cantinela rutinaria de las clases. Esta expedición cotidiana, gratificante para todos nosotros, sólo la realizábamos dotados de la pretensión, tan vana como inocua, de aspirar con ambrosía la fragancia femenina que exhalaba la atractiva profesora, sorbiendo sus efluvios etéreos con intensidad exploradora, aún con puerilidad, sin morbo, y embriagarnos hasta el éxtasis de ese olor inconfundible a mujer recién aseada, durante los escasos diez minutos que mediaba el chocante recorrido hasta las aulas. Entonces cursábamos el 2º año de bachillerato, que fue superado por mi compañero Tomás sin dificultades excesivas, tras los temidos exámenes de junio y después los de septiembre, mes en el que aprobó las dos asignaturas cateadas al comienzo del estío.
A veces, la pedagoga, esbelta y rubia, aparecía en minifalda a la salida de la estación de Santurce, cuestión deliciosa que se nos traducía en una lotería gratuita afortunada y permitía a los mocitos imberbes: primero contemplar con claridad sus piernas, esculturales, a pesar de venir muchos días enfundadas en unas medias negras de malla tentadoras a más no poder; también solía aparecer exhibiéndolas lisas, colmadas de arabescos enrevesados u otras volutas más o menos cubistas; o, mejor, las traía lisas, de las que nuestras sufridas madres decían de espuma, de color carne, finas y transparentes, y nuestros padres denominaban medias de cristal. Acto seguido, embelesados, admirábamos sus cachas, torneadas, con disimulo nervioso, desde su comienzo en el calcáneo, sugestivo, bien asentado en el interior de los zapatos, refulgentes y charolados, de tacón de aguja; eso sí, sin dejar de perderlas de vista hasta un palmo por encima de las femíneas rodillas. Así y todo, si por inercia visual nos habíamos pasado de punto de mira, de rebote, balanceando nuestros flequillos, mustios, y bajando nuestras escleróticas, absortas, podíamos verlas aún a una cuarta por debajo de la falda, escueta, negra, de cuero, e imaginar, o mejor, intentar vislumbrar con sofoco el resto de su trayectoria ascendente, libidinosa, donde las medias, golosas, se colgaban de las pinzas del liguero, prenda de la que los avisados alumnos teníamos algunas referencias topográficas y de diseño muy concretas, ya que al lado de la academia estaba ubicada una excelente mercería, en cuyo escaparate, surtido e iluminado, siempre campeaban varios modelos y colores de ligueros prendidos de maniquíes decapitados, estólidos, de cartón piedra, dispuestos cual atrevidas fallas valencianas, en pura pose provocativa, esperando su depuración ígnea.
No bien se apeaba del tren la admirada profesora, al empollón más afortunado, eminente y contumaz pelotudo del grupo, siempre le ofrecía su mano, lánguida y delicada, con cierta prosopopeya de dama cortesana, haciendo tintinear de forma simultánea la bisutería, sobrecargada, que de continuo circundaba sus muñecas: extremidades sublimes provistas de dedos suaves, largos, de pianista, repletos a su vez por un sinnúmero de anillos tan más sofisticados cuanto más flamantes, ensartados casi en toda la decena de aquellos apéndices tan delicados, de los cuales sólo los pulgares se salvaban del asedio pertinaz y metálico; antes bien, todos ellos se mostraban genialmente rematados por una docena de uñas, prominentes, esculpidas con forma ojival perfecta: femenina, laboriosa, impecable…, y cómo no, esmaltadas de rouge.
Una vez que los componentes del séquito histriónico, pintorescos, habíamos empezado el paseo peripatético hacia la academia, a otro de los rapaces lampiños, acaso no tan aplicado en clase, quizás la atildada seño le revolviese su pelambrera, lacia, por espacio de treinta segundos largos; ahora bien, sin dejar de imprimir al mohín diario no sólo un garbo inusitado sino también una dedicación absoluta... E, imperativamente, a los diez metros de recorrido, nada más que atravesábamos el semáforo del parque del Generalísimo y dejábamos atrás la Casa Torre, donde en su oscura fachada aún campeaban los símbolos más recalcitrantes de la victoria facciosa (25 años de paz, F.E.T. y de las J.O.N.S.), el arrapiezo ilustre menos agraciado por el abanico limitado de cucamonas, mamolas y otros dengues y perendengues que había dispensado gratis la profesora a los discípulos anteriores, siempre le transportaba el bolso, grávido. Cuando lo porteaba Mielgo, este aprendiz de judoka avanzaba hierático con aire marcial y alegría ampulosa, marcando el paso con cadencia castrense al lado de Tomás, balanceándolo incansable de sus correas, asido con fuerza por su mano siniestra durante toda la procesión, como si fuera el botafumeiro de la catedral de Santiago. Sin embargo, de vez en cuando, ella, enfadada, con perfecta vocalización apuntaba muy seria a su alegre porteador:
–Ten mucho cuidado con el transporte tan fino, ya que su marsupio, insondable, contiene objetos tan más cuantiosos, valiosos y sutiles cuanto más delicados.
Esta cuestión, inabordable y enigmática, siempre nos mantenía obnubilados; pero, además, nos tenía revestidos en todo momento por una pátina de intriga desasosegante. Es más, ésta se tornaba en una circunstancia fatídica, catartizadora, que, al mismo tiempo, nos hacía permanecer siempre paralizados respecto al bolso misterioso y, si acaso, en un momento dado, aprovechando un descuido fortuito o posible ausencia de la señorita Noelia, haber emprendido la aventura osada de esclarecer la diversidad, tamaño y textura del contenido alojado en el cotizado e inseparable complemento femenil: adminículo elegante, de auténtica piel de aligator, firmado por Poewe; no fuera a ser que, tras la intromisión arriesgada de los dátiles ávidos de los infantes en sus fauces secretas, nos sorprendiese una camada de ofidios venenosos, camuflada con astucia de mujer fatal entre los recovecos más sinuosos y laberínticos de su abultado interior.
En otras ocasiones, muy airada, le espetaba la bellísima institutriz al porteador tozudo:
–¡Cuidado con el bolso, Pedro Carlos María! Imagínate que transportas el capazo de tu ama cuando vuelve cansada del mercado; pero cargado con dos docenas de huevos... No me lo agites tanto, por favor, pedazo de trozo de ornitorrinco, que me lo vas desencajar de las costuras más frágiles.
Después, en el aula, abarrotada durante las clases, el alumno más intrépido que conseguía saber a ciencia cierta el color de sus bragas se convertía, a posteriori, en el más admirado y homenajeado por todos sus compañeros, que permanecíamos en un estado de regocijo próximo al paroxismo (alguno de nosotros, se llegó a mear de gusto al no poder aguantar la tensión morbosa). Aunque esta circunstancia, graciosa, sólo se mantenía por espacio de un intervalo de veinticuatro, o, a lo sumo, de cuarenta y ocho horas, que mediaban hasta el siguiente hallazgo de cambio de prenda y, a lo mejor, de coloración; y otro estudiante, tan pícaro y atrevido como el anterior, entreviese y denunciase con sigilo a sus colegas otra braguita de diferente calidad y matiz. El día más afortunado, picante y memorable fue cuando Núñez, avispado, descubrió que las llevaba rojas, y, ¡ahí es nada!, de encaje.
Así, de suertes aleatorias entre unos y otros colegas: Ulloas, Sáncheces, Aguirres, Expósitos, Mielgos, Moyas, Hijarrubias, Habas, Amilibias, Gorroños, Martínez, Bareas, Callejos, Obregones..., se sucedían estas escaramuzas atrevidas y otras escenas aun más divertidas durante las intensas jornadas lectivas.
Ahora bien, la institutriz, atractiva a rabiar, totalmente ajena a las miradas artificiosas y procaces de sus sagaces mancebos, ya en plenas horas escolares, si lo consideraba necesario, también nos arreaba algún que otro tortazo u oportuno cachete, ambos sonoros, sin miramientos ni paliativos si no nos portábamos bien, de forma especial cuando nos ordenaba leer en voz alta la lección correspondiente de francés, y no encontrábamos la pronunciación correcta:
–Tomasín, mendrugo, pedazo de trozo de acémila...: Eau se pronuncia o, eu se dice e –le reprendía con vehemencia bucolabiodental, deliciosa, la señorita Noelia, moldeando sus labios carmesíes, carnosos, en forma de cráter; al mismo tiempo que le arreaba la toñeja consabida, contundente, con garbo femenino. Eso sí, se la propinaba con el envés de la mano diestra, extremidad que había extraído con disimulo de su alojamiento normal, oculta bajo la axila siniestra, y de súbito, le había dado el impulso conveniente para bascular con mucho tino las sortijas, innumerables, cuyas aristas, a veces, aterrizaban sobre la mollera u occipucio de los tercos alumnos, provocándonos un daño profundo, si bien pasajero; y, cómo no, obligándonos a empezar de nuevo la lectura donde nos había detectado el fallo de dicción flagrante.
De esta forma transcurrían las jornadas lectivas, que se nos hacían cortas; pero, aun así, indefectibles, daban paso a los meses, largos y monótonos, del ciclo académico, hasta que las fechas de los exámenes, tan temidos, de fin de curso se avizoraban ya cercanas e insalvables. Unas semanas antes de su llegada, bajo el apremio incesante de don Apolonio: Chiviritao Chiviritero, como le llamaba el compañero Callejo al educador mocho– preparaba toda la documentación referente a los alumnos, provista del juego de fotos respectivo, en blanco y negro, tamaño carné, para su presentación posterior junto con los expedientes de los alumnos, y así dar vía libre a su matriculación inmediata por libre en el instituto de Baracaldo.
Posteriormente, las jornadas de los exámenes, intensas hasta la saciedad, se convertían en unos días de fiesta especiales para nosotros; aunque todos, empollones y menos empollones, nos sentíamos preocupados e incluso nerviosos en exceso ante la gran responsabilidad que se nos avecinaba. Y es que se trataba de una tentativa grave y dramática en la que los bachilleres, ahora sin trampa ni cartón, daremos cuenta a nuestras familias, ilusionadas, que tan confiadas habían presenciado el normal transcurso del año lectivo, del aprovechamiento completo de los estudios de sus afanados vástagos.

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