¡Qué pasada, rojas y de encaje!
Tomás, junto a un grupo de
compañeros de clase, entre los que se encontraba uno mismo, íbamos a esperar a
la señorita Noelia a la estación del ferrocarril Santurce-Bilbao para venir
todos a continuación en su compañía hacia la academia, e inmediatamente, nada
más que llegaba el cortejo peripatético al aula, comenzar a las tres de la
tarde la cantinela rutinaria de las clases. Esta expedición cotidiana,
gratificante para todos nosotros, sólo la realizábamos dotados de la
pretensión, tan vana como inocua, de aspirar con ambrosía la fragancia femenina
que exhalaba la atractiva profesora, sorbiendo sus efluvios etéreos con
intensidad exploradora, aún con puerilidad, sin morbo, y embriagarnos hasta el
éxtasis de ese olor inconfundible a mujer recién aseada, durante los escasos
diez minutos que mediaba el chocante recorrido hasta las aulas. Entonces
cursábamos el 2º año de bachillerato, que fue superado por mi compañero Tomás
sin dificultades excesivas, tras los temidos exámenes de junio y después los de
septiembre, mes en el que aprobó las dos asignaturas cateadas al comienzo del
estío.
A veces, la
pedagoga, esbelta y rubia, aparecía en minifalda a la salida de la estación de
Santurce, cuestión deliciosa que se nos traducía en una lotería gratuita afortunada
y permitía a los mocitos imberbes: primero contemplar con claridad sus piernas,
esculturales, a pesar de venir muchos días enfundadas en unas medias negras de
malla tentadoras a más no poder; también solía aparecer exhibiéndolas lisas,
colmadas de arabescos enrevesados u otras volutas más o menos cubistas; o,
mejor, las traía lisas, de las que nuestras sufridas madres decían de espuma, de color carne, finas y
transparentes, y nuestros padres denominaban medias de cristal. Acto seguido, embelesados, admirábamos sus
cachas, torneadas, con disimulo nervioso, desde su comienzo en el calcáneo,
sugestivo, bien asentado en el interior de los zapatos, refulgentes y
charolados, de tacón de aguja; eso sí, sin dejar de perderlas de vista hasta un
palmo por encima de las femíneas rodillas. Así y todo, si por inercia visual
nos habíamos pasado de punto de mira, de rebote, balanceando nuestros
flequillos, mustios, y bajando nuestras escleróticas, absortas, podíamos verlas
aún a una cuarta por debajo de la falda, escueta, negra, de cuero, e imaginar,
o mejor, intentar vislumbrar con sofoco el resto de su trayectoria ascendente,
libidinosa, donde las medias, golosas,
se colgaban de las pinzas del liguero, prenda de la que los avisados alumnos
teníamos algunas referencias topográficas
y de diseño muy concretas, ya que al lado de la academia estaba ubicada una
excelente mercería, en cuyo escaparate, surtido e iluminado, siempre campeaban
varios modelos y colores de ligueros prendidos de maniquíes decapitados,
estólidos, de cartón piedra, dispuestos cual atrevidas fallas valencianas, en
pura pose provocativa, esperando su depuración ígnea.
No bien se apeaba del tren la
admirada profesora, al empollón más afortunado, eminente y contumaz pelotudo del
grupo, siempre le ofrecía su mano, lánguida y delicada, con cierta prosopopeya
de dama cortesana, haciendo tintinear de forma simultánea la bisutería,
sobrecargada, que de continuo circundaba sus muñecas: extremidades sublimes
provistas de dedos suaves, largos, de pianista, repletos a su vez por un
sinnúmero de anillos tan más sofisticados cuanto más flamantes, ensartados casi
en toda la decena de aquellos apéndices tan delicados, de los cuales sólo los
pulgares se salvaban del asedio pertinaz y metálico; antes bien, todos ellos se
mostraban genialmente rematados por una docena de uñas, prominentes, esculpidas
con forma ojival perfecta: femenina, laboriosa, impecable…, y cómo no,
esmaltadas de rouge.
Una vez que los componentes del
séquito histriónico, pintorescos, habíamos empezado el paseo peripatético hacia
la academia, a otro de los rapaces lampiños, acaso no tan aplicado en clase,
quizás la atildada seño le revolviese
su pelambrera, lacia, por espacio de treinta segundos largos; ahora bien, sin
dejar de imprimir al mohín diario no sólo un garbo inusitado sino también una
dedicación absoluta... E, imperativamente, a los diez metros de recorrido, nada
más que atravesábamos el semáforo del parque del Generalísimo y dejábamos atrás
la Casa Torre, donde en su oscura fachada aún campeaban los símbolos más
recalcitrantes de la victoria facciosa (25 años de paz, F.E.T. y de las J.O.N.S.),
el arrapiezo ilustre menos agraciado
por el abanico limitado de cucamonas, mamolas y otros dengues y perendengues
que había dispensado gratis la profesora a los discípulos anteriores, siempre
le transportaba el bolso, grávido. Cuando lo porteaba Mielgo, este aprendiz de
judoka avanzaba hierático con aire marcial y alegría ampulosa, marcando el paso
con cadencia castrense al lado de Tomás, balanceándolo incansable de sus
correas, asido con fuerza por su mano siniestra durante toda la procesión, como si fuera el botafumeiro
de la catedral de Santiago. Sin embargo, de vez en cuando, ella, enfadada, con
perfecta vocalización apuntaba muy seria a su alegre porteador:
–Ten mucho cuidado con el transporte
tan fino, ya que su marsupio, insondable, contiene objetos tan más cuantiosos,
valiosos y sutiles cuanto más delicados.
Esta cuestión, inabordable y
enigmática, siempre nos mantenía obnubilados; pero, además, nos tenía
revestidos en todo momento por una pátina de intriga desasosegante. Es más,
ésta se tornaba en una circunstancia fatídica, catartizadora, que, al mismo
tiempo, nos hacía permanecer siempre paralizados respecto al bolso misterioso
y, si acaso, en un momento dado, aprovechando un descuido fortuito o posible
ausencia de la señorita Noelia, haber emprendido la aventura osada de
esclarecer la diversidad, tamaño y textura del contenido alojado en el cotizado
e inseparable complemento femenil: adminículo elegante, de auténtica piel de
aligator, firmado por Poewe; no fuera a ser que, tras la intromisión arriesgada
de los dátiles ávidos de los infantes
en sus fauces secretas, nos sorprendiese una camada de ofidios venenosos,
camuflada con astucia de mujer fatal entre los recovecos más sinuosos y
laberínticos de su abultado interior.
En otras ocasiones, muy airada, le
espetaba la bellísima institutriz al porteador tozudo:
–¡Cuidado con el bolso, Pedro Carlos
María! Imagínate que transportas el capazo de tu ama cuando vuelve cansada del
mercado; pero cargado con dos docenas de huevos... No me lo agites tanto, por
favor, pedazo de trozo de ornitorrinco, que me lo vas desencajar de las
costuras más frágiles.
Después, en el aula, abarrotada
durante las clases, el alumno más intrépido que conseguía saber a ciencia
cierta el color de sus bragas se convertía, a
posteriori, en el más admirado y homenajeado por todos sus compañeros, que
permanecíamos en un estado de regocijo próximo al paroxismo (alguno de
nosotros, se llegó a mear de gusto al no poder aguantar la tensión morbosa).
Aunque esta circunstancia, graciosa, sólo se mantenía por espacio de un
intervalo de veinticuatro, o, a lo sumo, de cuarenta y ocho horas, que mediaban
hasta el siguiente hallazgo de cambio de prenda y, a lo mejor, de coloración; y
otro estudiante, tan pícaro y atrevido como el anterior, entreviese y
denunciase con sigilo a sus colegas otra braguita
de diferente calidad y matiz. El día más afortunado, picante y memorable fue
cuando Núñez, avispado, descubrió que las llevaba rojas, y, ¡ahí es nada!, de
encaje.
Así, de suertes aleatorias entre
unos y otros colegas: Ulloas, Sáncheces, Aguirres, Expósitos, Mielgos, Moyas, Hijarrubias, Habas, Amilibias, Gorroños, Martínez, Bareas, Callejos, Obregones...,
se sucedían estas escaramuzas atrevidas y otras escenas aun más divertidas
durante las intensas jornadas lectivas.
Ahora bien, la institutriz,
atractiva a rabiar, totalmente ajena a las miradas artificiosas y procaces de
sus sagaces mancebos, ya en plenas
horas escolares, si lo consideraba necesario, también nos arreaba algún que
otro tortazo u oportuno cachete, ambos sonoros, sin miramientos ni paliativos
si no nos portábamos bien, de forma especial cuando nos ordenaba leer en voz
alta la lección correspondiente de francés, y no encontrábamos la pronunciación
correcta:
–Tomasín, mendrugo, pedazo de trozo
de acémila...: Eau se pronuncia o, eu se dice e –le reprendía con
vehemencia bucolabiodental, deliciosa, la señorita Noelia, moldeando sus labios
carmesíes, carnosos, en forma de cráter; al mismo tiempo que le arreaba la
toñeja consabida, contundente, con garbo femenino. Eso sí, se la propinaba con
el envés de la mano diestra, extremidad que había extraído con disimulo de su
alojamiento normal, oculta bajo la axila siniestra, y de súbito, le había dado
el impulso conveniente para bascular con mucho tino las sortijas, innumerables,
cuyas aristas, a veces, aterrizaban sobre la mollera u occipucio de los tercos
alumnos, provocándonos un daño profundo, si bien pasajero; y, cómo no,
obligándonos a empezar de nuevo la lectura donde nos había detectado el fallo
de dicción flagrante.
De esta forma transcurrían las
jornadas lectivas, que se nos hacían cortas; pero, aun así, indefectibles,
daban paso a los meses, largos y monótonos, del ciclo académico, hasta que las
fechas de los exámenes, tan temidos, de fin de curso se avizoraban ya cercanas
e insalvables. Unas semanas antes de su llegada, bajo el apremio incesante de
don Apolonio: Chivirita –o
Chiviritero, como le
llamaba el compañero Callejo al educador mocho– preparaba toda la documentación
referente a los alumnos, provista del juego de fotos respectivo, en blanco y
negro, tamaño carné, para su presentación posterior junto con los expedientes
de los alumnos, y así dar vía libre a su matriculación inmediata por libre en
el instituto de Baracaldo.
Posteriormente, las jornadas de los
exámenes, intensas hasta la saciedad, se convertían en unos días de fiesta
especiales para nosotros; aunque todos, empollones y menos empollones, nos
sentíamos preocupados e incluso nerviosos en exceso ante la gran
responsabilidad que se nos avecinaba. Y es que se trataba de una tentativa
grave y dramática en la que los bachilleres, ahora sin trampa ni cartón,
daremos cuenta a nuestras familias, ilusionadas, que tan confiadas habían
presenciado el normal transcurso del
año lectivo, del aprovechamiento completo de los estudios de sus afanados vástagos.
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