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lunes, 9 de marzo de 2020

Las calderas de Pedro Botero

Las calderas de Pedro Botero


Tomás tenía cuatro años la primera vez que vino a Euzkadi. Viajó en tren con su abuela paterna, desde Venta de Baños hasta Bilbao y viceversa, para conocer ambos a su nuevo nieto: Iñaki, recién venido a la vida, primo de Tomasín. Dos años después se trasladará la familia al completo, ya definitivamente, a Santurce, Santurtzi, como decimos ahora.
De aquella lejana época, en su más tierna niñez, recuerda nítidamente el efecto de terror que le causaban los altos hornos cuando, por la noche, en Sestao, contemplaba las terribles, fantasmagóricas llamaradas de tonos ambarinos, azafranados, azulados, bermejos... y los tétricos resplandores del grandioso y dantesco espectáculo proporcionado gratuitamente por el perenne cielo metalúrgico... Escuchaba ruidos metálicos de maquinaria; sirenas intempestivas y roncas de navíos carboneros surcando las sucias aguas de la ría; agudos y penetrantes silbidos de pequeñas, pero muy nerviosas locomotoras a vapor. Percibía soplidos fuertes, sobrecogedores, intempestivos, extemporáneos: de válvulas de seguridad por efecto de la presión excesiva de los gases o fluidos que contenían, al dejarles libres en la irrespirable atmósfera. Adivinaba, con su carita asustada, no sin cierto temor, entremetida a presión, hasta las orejas, entre los vanos de los sucios balaustres de la escuela de aprendices de la ex autárquica empresa metalúrgica AHV[1], los clamores desabridos de calderas y utillajes diversos, tiznándose las sienes y rosáceos pómulos, ya que los rechonchos apoyos del barandal estaban casi negros, tapizados por una gruesa costra de polvo industrial. El infante permanecía apostado en el elevado observatorio durante interminables horas, haciendo guardia junto a la parada de aquellos mastodónticos autobuses rojos de dos pisos, que entonces tanto le asombraban. Oía un continuo retintín isócrono y, atónito, al orientar la mirada hacia lo más alto del oxidado y fuliginoso monstruo metálico, notaba al mismo tiempo un estrepitoso giro mecánico. Esta particular sinfonía –lo sabría con el paso de los años– era causada por el ludimiento de los cojinetes de las roldanas del infatigable cabrestante, que a su vez izaba el montacargas lleno de castina, cok y mineral: materias primas imprescindibles, que serán descargadas continuamente por aquél sobre el insaciable tragante del horno alto para la posterior elaboración de la colada del acero...
Le decían, haciéndole mirar a la fuerza hacia las ígneas volutas del nocturno espectáculo metalúrgico –él aterrorizado–, que éstas eran nada menos que las llamas del fuego de las calderas de Pedro Botero, y, si no se portaba bien, le arrojarían sin más ni más dentro de ellas, con lo que el pueril e incontenible pánico aumentaba. Súbitamente, hacían acto de presencia dos amargas lágrimas en sus atemorizados ojitos, que resbalaban suavemente por los cauces exiguos de sus mejillas, tiernas y sonrosadas, dando paso enseguida a un llanto prolongado, pleno de sollozos, cuyas flemas se mezclaban de continuo en el paladar con el gusto salobre de los lloros. Este incipiente recital cesaba automáticamente con la entrega de un caramelo, dulce o pastel de merengue por algún familiar o presente, previa limpieza del rostro afligido del querubín con un gran pañuelo de cuadros azules. Sólo así se conseguía apaciguar lo que, sin ninguna duda, hubiera degenerado en un concierto de pucheritos impetuoso, testarudo e inextinguible: un genuino y soberbio recital al que siempre acompañaba con los gemidos más conmovedores e inevitables berridos, mostrándose éstos tan más altisonantes cuanto aquéllos más deliciosamente infantiles.
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Ahora, al vernos ayer, cuando han pasado muchos años, demasiados lustros de su llegada a la tierra prometida, Tomás, en plena madurez, no dejó de recordarme la vetusta industria, con sus persistentes humos y gases deletéreos; además de los ruidos onomatopéyicos, que con el tiempo –no bien él se iba formando en la duras disciplinas pedagógicas, cívicas y laborales–, al percibirlos, siempre le han delatado a los utillajes específicos empleados por un sinnúmero de menestrales extremadamente hábiles y fuertes que, a lo largo de sus aguerridas existencias, lo dieron todo prácticamente a cambio de nada, tanto en sus activas usinas y talleres especializados como en la gran factoría de la Vida. Me insiste que su padre le decía muchas veces que la mano era la herramienta de las herramientas y, aún más, le añadía enfático que, cuando necesitase ayuda, la buscase al final de sus jóvenes brazos; a pesar de que cuando llegaban las ocasiones propicias para solicitarle dicho auxilio, jamás le negó la de los suyos: venosos y fuertes como columnas corintias.


[1] Altos Hornos de Vizcaya.

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