Las
calderas de Pedro Botero
Tomás tenía
cuatro años la primera vez que vino a Euzkadi.
Viajó en tren con su abuela paterna, desde Venta de Baños hasta Bilbao y
viceversa, para conocer ambos a su nuevo nieto: Iñaki, recién venido a la vida,
primo de Tomasín. Dos años después se trasladará la familia al completo, ya
definitivamente, a Santurce, Santurtzi, como decimos ahora.
De aquella
lejana época, en su más tierna niñez, recuerda nítidamente el efecto de terror
que le causaban los altos hornos cuando, por la noche, en Sestao, contemplaba
las terribles, fantasmagóricas llamaradas de tonos ambarinos, azafranados,
azulados, bermejos... y los tétricos resplandores del grandioso y dantesco
espectáculo proporcionado gratuitamente por el perenne cielo metalúrgico...
Escuchaba ruidos metálicos de maquinaria; sirenas intempestivas y roncas de
navíos carboneros surcando las sucias aguas de la ría; agudos y penetrantes
silbidos de pequeñas, pero muy nerviosas locomotoras a vapor. Percibía soplidos
fuertes, sobrecogedores, intempestivos, extemporáneos: de válvulas de seguridad
por efecto de la presión excesiva de los gases o fluidos que contenían, al
dejarles libres en la irrespirable atmósfera. Adivinaba, con su carita
asustada, no sin cierto temor, entremetida a presión, hasta las orejas, entre
los vanos de los sucios balaustres de la escuela de aprendices de la ex
autárquica empresa metalúrgica AHV[1], los
clamores desabridos de calderas y utillajes diversos, tiznándose las sienes y
rosáceos pómulos, ya que los rechonchos apoyos del barandal estaban casi negros,
tapizados por una gruesa costra de polvo industrial. El infante permanecía
apostado en el elevado observatorio durante interminables horas, haciendo guardia junto a la parada de
aquellos mastodónticos autobuses rojos de dos pisos, que entonces tanto le
asombraban. Oía un continuo retintín isócrono y, atónito, al orientar la mirada
hacia lo más alto del oxidado y fuliginoso monstruo metálico, notaba al mismo
tiempo un estrepitoso giro mecánico. Esta particular sinfonía –lo sabría con el paso de los años– era causada por el
ludimiento de los cojinetes de las roldanas del infatigable cabrestante, que a
su vez izaba el montacargas lleno de castina, cok y mineral: materias primas
imprescindibles, que serán descargadas continuamente por aquél sobre el insaciable
tragante del horno alto para la posterior elaboración de la colada del acero...
Le decían,
haciéndole mirar a la fuerza hacia las ígneas volutas del nocturno espectáculo
metalúrgico –él aterrorizado–, que éstas eran nada menos que las llamas del
fuego de las calderas de Pedro Botero,
y, si no se portaba bien, le arrojarían sin más ni más dentro de ellas, con lo
que el pueril e incontenible pánico aumentaba. Súbitamente, hacían acto de
presencia dos amargas lágrimas en sus atemorizados ojitos, que resbalaban
suavemente por los cauces exiguos de sus mejillas, tiernas y sonrosadas, dando
paso enseguida a un llanto prolongado, pleno de sollozos, cuyas flemas se
mezclaban de continuo en el paladar con el gusto salobre de los lloros. Este
incipiente recital cesaba automáticamente con la entrega de un caramelo, dulce
o pastel de merengue por algún familiar o presente, previa limpieza del rostro afligido
del querubín con un gran pañuelo de cuadros azules. Sólo así se conseguía
apaciguar lo que, sin ninguna duda, hubiera degenerado en un concierto de
pucheritos impetuoso, testarudo e inextinguible: un genuino y soberbio recital
al que siempre acompañaba con los gemidos más conmovedores e inevitables
berridos, mostrándose éstos tan más altisonantes cuanto aquéllos más
deliciosamente infantiles.
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Ahora, al
vernos ayer, cuando han pasado muchos años, demasiados lustros de su llegada a
la tierra prometida, Tomás, en plena
madurez, no dejó de recordarme la
vetusta industria, con sus
persistentes humos y gases deletéreos; además
de los ruidos onomatopéyicos, que con el tiempo –no bien él se iba formando en
la duras disciplinas pedagógicas, cívicas y laborales–, al percibirlos, siempre
le han delatado a los utillajes específicos empleados por un sinnúmero de
menestrales extremadamente hábiles y fuertes que, a lo largo de sus aguerridas
existencias, lo dieron todo prácticamente a cambio de nada, tanto en sus
activas usinas y talleres especializados como en la gran factoría de la Vida. Me
insiste que su padre le decía muchas veces que la mano era la herramienta de
las herramientas y, aún más, le añadía enfático que, cuando necesitase ayuda,
la buscase al final de sus jóvenes brazos; a pesar de que cuando llegaban las
ocasiones propicias para solicitarle dicho auxilio, jamás le negó la de los
suyos: venosos y fuertes como columnas corintias.
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