Kaláshnikov
y cris malayo
Después del radio, le tocó el turno
al nostramo, contramaestre, el cual hablaba con respeto funesto de los piratas
malayos, peligrosísimos: una verdadera plaga que infestaba, y me temo que aún
seguirá infestando los piélagos más exóticos del sur asiático. Se trataba de
docenas de individuos cobrizos, que aparecían hieráticos, con la vista anegada
por la ira y la mirada perdida, vidriosa, a veces disuelta por el sadismo
cicatero, sanguinario y amargado que incubaban sus pasiones más bajas,
acicateadas, sin ninguna duda, por la miseria que siempre ha campeado en sus
países de origen. Asomaban cuando uno menos se lo esperaba, preferentemente al
anochecer, a bordo de embarcaciones vernáculas sólidas dotadas de motores fuera
borda potentes, armados hasta los dientes. Portaban ametralladoras modernas e
incluso algún que otro fusil de asalto AK–47 o Kaláshnikov. Exhibían el tórax
musculoso, broncíneo, repleto de peines de proyectiles amenazadores, cruzados
en aspa, y el cris serpenteante colgado al cinto, al lado de un rosario de
bombas de mano. Algunas veces, en las primeras actuaciones, estos kamikazes facinerosos
lograron sus objetivos, sembrando el pánico entre todos los asustados
tripulantes, cuando conseguían abordarlos; e incluso antes, en el momento de
verlos trepar rápidamente como primates a lo largo de cabos anudados que,
unidos a los garfios tridentes, una vez lanzados y afianzados en los recios candeleros
de las barandillas de los buques, facilitaban a los piratas el acceso,
arriesgado, a las cubiertas elevadas. Una vez a bordo, siempre a punta de
ametralladora, arramblaban con todo el dinero, normalmente muchos miles de
dólares, del arca de caudales ubicada en el despacho del capitán. Continuaban
con todas las cajas de güisqui, cajones de tabaco del sello y todos los objetos
menudos que podían: joyas, relojes, pequeños aparatos ópticos y electrónicos y
diversa pacotilla de a bordo, casi todo lo que podían transportar, bien
organizados, los doce forajidos; y, posteriormente, estibarlo en sus
embarcaciones espartanas. Ahora bien, una vez que dichas acciones se empezaron
a masificar, los armadores y capitanes de los buques que surcaban las rutas
conflictivas empezaron a tomar precauciones, aplicando medidas contundentes:
redoblando al personal de guardia y aun armando hasta los dientes a sus
dotaciones. De esta forma, los miembros de la tripulación disparaban al aire
una ráfaga conminatoria de ametralladora en cuanto aparecían las hordas
intrépidas de filibusteros, consiguiendo amedrentarlos casi con la misma
facilidad que lo hacían los invasores cuando en otras ocasiones lograban
ascender raudos a la cubierta.
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