El llanto
de la empollona
Tomás recuerda que cuando empezó a
aplicarse, y, en consecuencia, sacar buenas notas, no se lo creía; ya llevaba
pantalones largos, fumaba algún que otro cigarrillo, y estaba enamorado de Begoña, una compañera de
clase, empollona compulsiva; pero de escasa inteligencia, lo más parecido a un loro de repetición: a la que ni se le
declaró, ni ha vuelto a ver desde entonces, aunque ahora, por mera curiosidad,
acaso le gustase saber algo de ella. Se trataba de una morena linda, una alumna
muy aplicada, de seno turgente y largos cabellos castaños, cepillados con
pulcritud. Unas veces aparecía con la melena suelta, otras recogida en cola de
caballo. Una vez presenció, atónito, como lloraba Bego de rabia e impotencia en
plena clase. Fue un día indeterminado de primavera, por la tarde, no bien los
alumnos finalizaron un examen de control rutinario, después de la comprobación
exhaustiva de los aciertos de la prueba que los profesores, pendencieros, ponían de cuando en cuando
y en plan competición entre los estudiantes, fomentando así las rivalidades
típicas y enconadas que tenían por costumbre los estudiantes en clase. Aquel test consistía en cincuenta preguntas,
en clase de Literatura, y se tornó aciago para la mayoría, salvo la clara
excepción de Tomás, el cual resultó ganador, con un porcentaje muy alto de
aciertos. Ahora bien, ese día, la prueba susodicha concluyó con pésimos
resultados para ella.
Dicha situación dio paso a un llanto
patético, caudaloso y sonoro a la fémina; aunque, al final, la totalidad de la
clase habíamos comprobado que para ella fue muy gratificante y, asimismo,
reparador, tras el acto anterior de histeria protagonizado por la linda mocita,
al comprobar los límites más peligrosos de su capacidad memorística, a menudo
prodigiosa, que le falló de un modo estrepitoso, a pesar de que sus recursos de
grabación eran muy superiores, con mucha holgura, a los del resto de los
alumnos del aula común y mixta para los cursos 3º y 4º, en donde cohabitábamos
unos cuarenta estudiantes en total.
Transcurrían unas fechas indelebles,
aún inmersos en la década de los setenta, intensa e industrial. Cursábamos el
cuarto año, obstáculo muy difícil de superar. Ya teníamos todos las miras
puestas en la Prueba de Conjunto, escollo irrevocable y esencial a superar de
cara a la consecución posterior y definitiva del título anhelado: Bachillerato
Elemental. Resultó un curso maravilloso y fructífero para Tomás; culpable del
descubrimiento del mundo de la Literatura, infinito y fascinante, cuyas garras, desde los trece años, le
atraparon para siempre. Desde entonces comenzó a devorar todo lo que caía en
sus manos. Ahorraba las pagas escuetas que le daban los domingos para poder
comprar, de vez en vez, algún ejemplar de la colección RTV de Salvat: los
conocidos Australes, diferenciados por colores temáticos en sus portadas,
sencillas, o, asimismo, los libros Reno, que se mostraban decorados por
sobrecubiertas sugerentes y multicolores. Esporádicamente, cuando disponía de
más ahorros, o de economías tan inesperadas como boyantes, mercaba alguna
edición cara, por importe de treinta y cinco o cuarenta duros. De esta forma
tan sacrificada, empezó a tener un cierto prestigio en clase, por estar al día
en cuanto a lectura y publicaciones de libros. Algunos de ellos fueron
comprados con mucho esfuerzo económico, después de verlos decorar los
escaparates de las librerías durante mucho tiempo, aun habiéndolos ojeado y
manoseado en varias ocasiones en su interior mientras era observado con cierto
recelo por el librero, circunspecto, o librera, atenta. Otras veces, él
mostraba una indiferencia absoluta por el resto de los volúmenes, pareciéndole
que permanecían impasibles sobre los
anaqueles atestados; así y todo, dicha circunstancia no era óbice para que el
alumno los imaginase desafiantes, aún
más, que aun pudiesen cobrar vida, y, a lo mejor, así, viajar por arte de
magia, desplazándose por el éter rumbo a las estanterías escuetas de pino
barnizado que Tomás tenía instaladas en un rincón de su dormitorio, fabricadas
con la ayuda estimable de su progenitor.
Sin querer, Tomás rivalizaba con don
José Luis, el profesor émulo que adquiría los libros después que aquél. De
inmediato, este pedagogo tientaparedes,
traía los ejemplares que había mercado a clase y, sentado, los desenvolvía con
lentitud parsimoniosa, reticente en su monólogo, pertinaz, balbuceante, para
mantener viva la expectación intensa que suscitaba a sus discípulos,
barbilampiños, durante el máximo lapso posible, y demostrar con ello a la
clase; pero, de forma especial, al
enamorado de Begoña, que el pedagogo cegato también estaba al tanto de
algunas ediciones.
No obstante, a pesar de sus aprietos
financieros para poder adquirir títulos determinados, muy al contrario que
algunos mezquinos compañeros, Tomás nunca negó un libro a cualquier colega o
amigo con parejas inquietudes y economías a las suyas. De manera especial,
tampoco se los omitió a las compañeras, sexys, incitantes y respondonas, del
banco anterior, como Begoña, morena, sensible y llorona. Preciosa, divina,
etérea, sensual, rabiosamente femenina, explosiva e inalcanzable: Glory, rubia.
Amaya: conquense, de larga melena castaña, hembra muy especial, buenota, dotada
de curvas soberbias y senos provocadores, en plan mihura; eso sí, algo mística por causa de la influencia exagerada
de la beatería atávica de su progenitora.
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