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martes, 17 de marzo de 2020

El llanto de la empollona

El llanto de la empollona



Tomás recuerda que cuando empezó a aplicarse, y, en consecuencia, sacar buenas notas, no se lo creía; ya llevaba pantalones largos, fumaba algún que otro cigarrillo, y estaba enamorado de Begoña, una compañera de clase, empollona compulsiva; pero de escasa inteligencia, lo más parecido a un loro de repetición: a la que ni se le declaró, ni ha vuelto a ver desde entonces, aunque ahora, por mera curiosidad, acaso le gustase saber algo de ella. Se trataba de una morena linda, una alumna muy aplicada, de seno turgente y largos cabellos castaños, cepillados con pulcritud. Unas veces aparecía con la melena suelta, otras recogida en cola de caballo. Una vez presenció, atónito, como lloraba Bego de rabia e impotencia en plena clase. Fue un día indeterminado de primavera, por la tarde, no bien los alumnos finalizaron un examen de control rutinario, después de la comprobación exhaustiva de los aciertos de la prueba que los profesores, pendencieros, ponían de cuando en cuando y en plan competición entre los estudiantes, fomentando así las rivalidades típicas y enconadas que tenían por costumbre los estudiantes en clase. Aquel test consistía en cincuenta preguntas, en clase de Literatura, y se tornó aciago para la mayoría, salvo la clara excepción de Tomás, el cual resultó ganador, con un porcentaje muy alto de aciertos. Ahora bien, ese día, la prueba susodicha concluyó con pésimos resultados para ella.
Dicha situación dio paso a un llanto patético, caudaloso y sonoro a la fémina; aunque, al final, la totalidad de la clase habíamos comprobado que para ella fue muy gratificante y, asimismo, reparador, tras el acto anterior de histeria protagonizado por la linda mocita, al comprobar los límites más peligrosos de su capacidad memorística, a menudo prodigiosa, que le falló de un modo estrepitoso, a pesar de que sus recursos de grabación eran muy superiores, con mucha holgura, a los del resto de los alumnos del aula común y mixta para los cursos 3º y 4º, en donde cohabitábamos unos cuarenta estudiantes en total.
Transcurrían unas fechas indelebles, aún inmersos en la década de los setenta, intensa e industrial. Cursábamos el cuarto año, obstáculo muy difícil de superar. Ya teníamos todos las miras puestas en la Prueba de Conjunto, escollo irrevocable y esencial a superar de cara a la consecución posterior y definitiva del título anhelado: Bachillerato Elemental. Resultó un curso maravilloso y fructífero para Tomás; culpable del descubrimiento del mundo de la Literatura, infinito y fascinante, cuyas garras, desde los trece años, le atraparon para siempre. Desde entonces comenzó a devorar todo lo que caía en sus manos. Ahorraba las pagas escuetas que le daban los domingos para poder comprar, de vez en vez, algún ejemplar de la colección RTV de Salvat: los conocidos Australes, diferenciados por colores temáticos en sus portadas, sencillas, o, asimismo, los libros Reno, que se mostraban decorados por sobrecubiertas sugerentes y multicolores. Esporádicamente, cuando disponía de más ahorros, o de economías tan inesperadas como boyantes, mercaba alguna edición cara, por importe de treinta y cinco o cuarenta duros. De esta forma tan sacrificada, empezó a tener un cierto prestigio en clase, por estar al día en cuanto a lectura y publicaciones de libros. Algunos de ellos fueron comprados con mucho esfuerzo económico, después de verlos decorar los escaparates de las librerías durante mucho tiempo, aun habiéndolos ojeado y manoseado en varias ocasiones en su interior mientras era observado con cierto recelo por el librero, circunspecto, o librera, atenta. Otras veces, él mostraba una indiferencia absoluta por el resto de los volúmenes, pareciéndole que permanecían impasibles sobre los anaqueles atestados; así y todo, dicha circunstancia no era óbice para que el alumno los imaginase desafiantes, aún más, que aun pudiesen cobrar vida, y, a lo mejor, así, viajar por arte de magia, desplazándose por el éter rumbo a las estanterías escuetas de pino barnizado que Tomás tenía instaladas en un rincón de su dormitorio, fabricadas con la ayuda estimable de su progenitor.
Sin querer, Tomás rivalizaba con don José Luis, el profesor émulo que adquiría los libros después que aquél. De inmediato, este pedagogo tientaparedes, traía los ejemplares que había mercado a clase y, sentado, los desenvolvía con lentitud parsimoniosa, reticente en su monólogo, pertinaz, balbuceante, para mantener viva la expectación intensa que suscitaba a sus discípulos, barbilampiños, durante el máximo lapso posible, y demostrar con ello a la clase; pero, de forma especial, al enamorado de Begoña, que el pedagogo cegato también estaba al tanto de algunas ediciones.
No obstante, a pesar de sus aprietos financieros para poder adquirir títulos determinados, muy al contrario que algunos mezquinos compañeros, Tomás nunca negó un libro a cualquier colega o amigo con parejas inquietudes y economías a las suyas. De manera especial, tampoco se los omitió a las compañeras, sexys, incitantes y respondonas, del banco anterior, como Begoña, morena, sensible y llorona. Preciosa, divina, etérea, sensual, rabiosamente femenina, explosiva e inalcanzable: Glory, rubia. Amaya: conquense, de larga melena castaña, hembra muy especial, buenota, dotada de curvas soberbias y senos provocadores, en plan mihura; eso sí, algo mística por causa de la influencia exagerada de la beatería atávica de su progenitora.

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