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viernes, 13 de marzo de 2020

Año 2050 (The new Big Bang)

Año 2050 (The new Big Bang)



Esta mañana, en medio de una primavera esplendente, mientras uno paseaba por Central Park, vino a mi memoria aquel día del lejano año 2003, aún dentro del tórrido verano neoyorquino, un par de días antes de los atentados kamikazes contra las torres gemelas, tan terribles como fanáticos. Recuerdo que, entonces, por la tarde, habíamos salido de la academia a la hora de costumbre, tras nuestras lecciones particulares de música, la mía, y de español, de Tommy. No bien cruzamos el zaguán del centro educativo, nos dirigimos sin más al sitio de costumbre, junto a la arboleda, en Central Park. Este lugar es el más privilegiado de la city, donde –aun a la fecha de hoy, en pleno verano del 2050 y, sobre todo, porque no ha habido una nueva Big Bang– todos sus visitantes y merodeadores siguen viviendo a su aire, sin preocuparse en absoluto por las peripecias existenciales de los demás: ya sean artísticas, campestres, deportivas, histriónicas o meramente contemplativas. Durante el recorrido notaba muy taciturno a mi inquieto compañero de estudios. Cuando llegamos al parque me situé en un punto de lograda estrategia. Dadas mis inquietudes y afanes didácticos, me dispuse a repetir la melodía que repetidas veces había ensayado infructuosamente en clase con mi clarinete, delante de la profesora, quizá tratando de emular a Woody Allen: en sus tiempos, famoso director de cine y fino clarinetista. Por si fuera poco, en consonancia con mis aficiones literarias, todo el rato me mantuve al acecho de posible material, de cara al pergeño de algún relato que tuviera cierta relación con el bello lugar. En cuestión de pocos minutos se me presentó una gran oportunidad para ello. No estaba dispuesto a desperdiciarla; y es que, durante todo el rato que estuvimos en el parque, no me perdí ningún detalle acústico y visual de toda la interesante escena que presencié, y que seguidamente voy a intentar relatarles:
Tommy, que portaba la típica gorra norteamericana de béisbol, calada hasta las cejas y puesta del revés, con la visera apoyada sobre la nuca, se sentó muy mohíno sobre su abultada mochila; me extrañó que no se enfundara el guante de béisbol y se buscase presto un compañero de juego de entre los muchos que ya practicaban sobre la hierba, como lo hacía siempre. Es más, de repente se puso a llorar con tamaño desconsuelo. Un señor maduro, atildado, paseaba cansino alrededor de donde estábamos nosotros dos. Unas veces avanzaba con las manos enlazadas tras la encorvada espalda, sujetando graciosamente su bastón; otras lo hacía apoyado en dicho báculo, de empuñadura de plata, en forma de tucán. Entretanto, la tarde iba invadiendo lánguidamente el mullido césped, anticipándonos el crepúsculo inmediato. Una ligera brisa atlántica proveniente del estuario del Hudson nos trajo aromas salobres, impregnados de yodo y brea y, simultáneamente, hizo tremolar con decisión ultramarina las ramas desgajadas de los árboles que poblaban la florestilla cercana. El anciano se detuvo unos instantes, al encontrarse cara a cara con mi lloroso amigo, al que de ninguna manera pude consolar, ya que él tampoco me había revelado la causa de su tremendo delirio. Tommy, sentado sobre su glauca mochila escolar, hierático, miraba con enorme aflicción los cuernos de la luna menguante, cuyas finas aristas comenzaban a asomar tímidamente por encima del umbroso bosquecillo que al mismo tiempo jalonaba, sin complejos de primor, verdor y estatura, las siluetas megalómanas, grises y rojas de los rascacielos. Aquellas torres de Babel, en su soberbia infranqueable, delimitaban y comprimían a su vez no sólo los cóncavos apéndices de la Luna, presos a su vez entre las soberbias moles de acero y hormigón, sino también los concurridos márgenes bucólicos del lugar de esparcimiento más frondoso de la gran urbe. El señor se acercó muy solícito al bejín, ayudado por su inseparable tucán, cauteloso, pensando que acaso podría descubrir la causa del incipiente desconsuelo pueril de mi colega; una vez que llegó a la altura del infante, se dobló con cierta prevención sobre sus baqueteadas charnelas lumbares, preguntándole:
–Niño, ¿puede saberse por qué lloras? –Tommy ha dudado unos segundos, pero al contemplar la expresión del anciano, tan franca y risueña, arrancó un poco titubeante:
–Es... que... don Manuel García, mi profesor de español, me ha dicho varias veces que no mire a la Luna, porque ella miente..., bu bu bu buh...; aunque nunca le creí. Cuando contemplo desde mi ventana los blancos resplandores que emite su silueta: unas veces en forma de D, otras de C..., bu bu bu buh..., no puedo terminar mis deberes de español..., ya que constantemente me distraigo intentando descubrir el motivo de sus engaños..., bu bu bu buh. Por eso, cuando llegue a casa, voy a consultarlo con mi padre y así comprobaré si lo que me apunta todos los días el profe es verdad. Mi padre es muy listo, mamá siempre le llama Luminary1, antiguo apodo de sus tiempos de estudiante..., bu bu bu buh...–le contestó Tommy, con la vista siempre fija en los cuernos del astro mentiroso.
Luminary..., Luminary... Te refieres a George Watery, el brillante descubridor del nuevo fluido energético BMF, ¿es tu padre?
–¡Sí, sí!, señor, creo que alguna vez le he oído hablar citando ese invento enigmático –le respondió con entusiasmo renovado.
–Pues debes saber, jovencito, que tu progenitor fue uno de mis alumnos, y de los más aplicados en Astrofísica y Nuevas Energías, pero también le vi llorar algunas veces durante mis clases; cuando él comprobaba que no le salían bien los cálculos infinitesimales –le reveló, estricto, el señor.
–¡Caracoles!... bu bu bu buh... –exclamó, cada vez más emocionado–. Qué sorpresa más grande se va a llevar cuando yo regrese a casa y se lo diga.
El paseante, juicioso, me echó una mirada de triunfo y complicidad, ya que había conseguido así aplacar en parte el pertinaz llanto del llorón. Acto seguido, inició una conversación explicativa con mi amigo. Comenzó así:
–Ahora debes dejar de llorar, jovencito, y después, en casa, aplicarte más con tus deberes. Si hacemos caso a tu profesor, podemos pensar que ese cercano satélite lleva engañándonos durante más de una centena y media de miles de años, con sus fases cíclicas, ya sean crecientes o menguantes. Te propongo que intentes resolver tú mismo tus dudas astronómicas interrogando al sincero Venus, que, a pesar de carecer de lunas, fue testigo de los dos escarceos amorosos de Marte.
Tommy, sorprendido por el completo giro planetario de la conversación, aunque hipando de vez en vez y casi comiéndose las dos verdes velas que ya le asomaban una pulgada de sus congestionadas fosas nasales, se incorporó con elasticidad felina y, dándole la vuelta a la visera, decidió prestar gran atención a todo lo que el anciano le narraba con calma. En un momento dado, éste me miró de reojo con cierto recelo, exhortándome que siguiese tocando el clarinete y dejase de tomar notas apresuradas en mi libreta. El llorón interpeló de nuevo al anciano con tenaz decisión:
–Señor... ¿si pregunto a Marte, me llegará antes la respuesta?
–Actualmente viajamos sin dificultades a la estrella Vega, que se halla situada en la abstrusa constelación de la Lira; no es cosa de proximidad o lejanía, pequeño Pitagorín. Aparte de los celos que mostrarán las dos lunas de este pequeño y cercano planeta hacia el esplendor lunático, femenino y rutilante de nuestra mentirosa compañera, depende también del estado de los radio-vectores de la telefonía interestelar –le desgranó el anciano.
–¿De verdad, señor?
–Sí, pequeño; pero por favor, deja ya de llorar... y no te preocupes porque, en breve, despegará el cosmikbus rumbo a Marte, en viaje regular interplanetario, propulsado por la nueva energía BMF. De esta manera, si tu papá te lo permite, y decides navegar por el espacio, el simpático cosmonauta Ronald Trickery Breaker2, comandante de la nave Sider-Cosmik IV, y su experta tripulación, formada por nueve bellísimas azafatas: Clío, Euterpe, Talía, Melpómene, Terpsícore, Erato, Polimnia, Urania y Calíope te facilitarán el alunizaje por unos instantes sobre Fobos y Deimos, sus amantes, melosas y fieles...; y, mediante tu plática tenaz, esclarecerás en un instante tus dudas siderales.
–Y..., si no las aclaro allí, señor –le arguyó, recalcitrante e insatisfecho, mi inquieto colega–. ¿Cómo podré desenmascarar a nuestra tramposa?
–En ese caso deberás de continuar el viaje hacia el brillante Venus y, no bien hayas posado los pies sobre su superficie, preguntar a este planeta por la causa de su soledad celeste; si bien, mientras escuchas sus respuestas, intentas adivinar también el motivo de la tristeza sidérea del tímido y benjamín Mercurio. Ambos pequeños planetas permanecen solteros a causa de la bigamia de Marte, el arrogante planeta situado estratégicamente al lado del posesivo Júpiter: la más gigante masa del sistema solar, arropado y defendido por sus trece subordinadas, a las órdenes de su ferviente capitana, Amaltea; pero separados de aquéllos por la inmensa barrera de los asteroides. Este gigante, de nombre mitológico, y sus alegres mancebas compiten en cantidad y calidad con las exóticas consortes de Saturno, anillado e insaciable, que se nos muestra muy bien arropado por sus once amantes: Jano, Mimas, Encédalo, Tetis, Dione, Rea, Titán, Hiperión, Japeto, Febe y el anodino 1979S1 –le añadió, metódico, el anciano.
–Pero..., si... aún estos planetas no quieren ser simpáticos ni sinceros, ni nada…, y prefieren mantener el secreto espacial –le objetó Tommy.
–Entonces deberás continuar el periplo cósmico para interrogar al satisfecho Neptuno y a sus dos dulces concubinas, Tritón y Nereida; émulo compadre de Venus en número de lunas y, al mismo tiempo, muy alejado del solitario, aunque muy noble Plutón, y su inseparable Caronte. Este planeta es el más pequeño de nuestro sistema solar, pero se me antoja el único y salomónico paladín con vistas a la posible intervención en favor de los sempiternos celibatos del difícil Mercurio y del pedregoso Venus; aun conociendo los terrícolas su férrea impasibilidad al lado del polígamo Urano y sus pizpiretas cinco ninfas: Ariel, Umbriel, Titania, Oberón y Miranda –le añadió el sabio, con paciencia y ecuanimidad infinitas.
–Y, si al final no se muestran comunicativos estos grandes astros robalunas por miedo a perder para siempre su privilegiada intimidad espacial y todo, ¿qué opción me quedaría, señor? –inquirió, incansable, el pequeño bateador al anciano.
El octogenario, aunque sorprendido por el cariz que había tomado la prolongada disquisición, no se dio por vencido; ahora bien, columbró la desmesurada agudeza del mocito. Así que no le quedó otro remedio que plantearle sin más ni más el desenlace, quimérico, pero fatídico. El científico continuó de esta manera:
–Quizá..., ya sólo sería posible con otra Big Bang3, más fuerte que la anterior. Sin embargo, no es aconsejable para el género humano; ya que, si se produjese, podría ser que, con el nuevo orden resultante, desapareciera la Vía Láctea; o que, aunque no lo hiciera, al formarse nuevas galaxias, el Sol y la Luna quedasen a salvo del nuevo cataclismo astral. En este caso, dado el reciente orden estelar, ella mostraría la verdad a los bisoños pobladores espaciales. Pero..., está claro que, en ese caso, los antiguos, vanidosos, destructivos y belicosos androides humanos quedaríamos por eternos farsantes ante los nuevos habitantes galácticos.
–Gracias, ss..., sen..., señor, tiene razón, es usted un... gran ss..., ssas saaabiooo... ¡Cáspita!, qué lección más amena de astronomía –le concedió al inagotable anciano, tan pletórico como convencido, al mismo tiempo que aquél le acariciaba el cuero cabelludo por encima de la plateada visera de “The giants of Seattle”: ganadores de la liga americana de béisbol de aquel lejano año.
–Toma mi pañuelo, pajarillo vivaracho; enjúgate las lágrimas de tus ágiles ojillos para que no te impidan presenciar esta bellísima puesta del Sol, estrella diminuta; pero, aún así, el astro rey del universo, el que más nos facilita la vida, de forma totalmente desinteresada y gratuita, aportándonos constantemente luz y calor.
–Gracias señor... ¡Cómo se llama usted! –le rogó mi amigo, enormemente agradecido.
–Los nombres ni forjan a las personas, ni dicen nada sobre ellas..., ya que ni siquiera los eligieron, pequeño. Sólo las diferencian fonéticamente. Pero como me has caído muy simpático y perspicaz, te lo diré. Soy Timothy Galius –le contestó el anciano con aplomo.
–Y, ahora. ¿A qué se dedica usted, ejerce de astrónomo o de científico? –le interpeló una vez más Tommy con aguda curiosidad.
Hacía mucho rato que yo había dejado de tocar el clarinete, muy atento a los giros de la interesante conversación. El señor continuó:
–Hace ya bastantes años que estoy retirado de la docencia e investigación; aún así, de vez en cuando, colaboro con la NASA, en Houston, desempeñando labores de Experto en Lunas y Aforador de Estrellas –le concedió, satisfecho, el orador a Tommy, guiñándome el ojo y animándome a tocar el instrumento.
–Muy interesante señor...; pero en estos momentos... ¿Duerme usted bien? –insistió mi compañero de clase.
–Hace muchos años que proyecto un viaje a través del túnel del tiempo para reencontrarme con Giordano Bruno, Galileo Galilei y Nicolás Copérnico –le abundó en detalles el anciano.
–¡Cáscaras!, es usted un sabio, señor. ¡Cada vez me sorprende más! –exclamó el ex llorón con desaforado entusiasmo e interés–. ¿Quiénes fueron los poseedores de esos nombres tan agraciados?
–Los únicos y eximios pioneros precursores de la ciencia astronómica moderna –le dijo–. Y tú, pequeño, ¿cómo te llamas?
–Tommy, señor..., Tommy Watery Eyes4..., y ya he cumplido trece años.
–Deja que te dé un fuerte abrazo, y prométeme que no llorarás más, Tommy.
–Se lo prometo, señor Galius.
–Toma, quédate con mi pañuelo, pequeño ruiseñor. Es un regalo de un hombre sabio, y un recuerdo imborrable de mi lejana e inquieta niñez. Fue en un atardecer estival ambarino, cargado aún de reflejos solares. Yo también lloraba como tú por no haber visto el ocaso del Sol. Aquel señor me dijo que frenase raudo el inmenso caudal de mis lágrimas para poder contemplar con total nitidez, al anochecer, el eclipse total de la mentirosa, y la caída en cascada de miles de estrellas titilantes... Adiós..., adiós, Tommy, no dudo de que, en el futuro, serás un gran astrónomo; y tú, Mick, un melómano cotizado –concluyó el señor Galius.

Por fin nos despedimos del sabio andante, y acompañé a Tommy a su casa; no bien llegamos ante la verja de la cancela, hemos visto a su padre regando el jardín. Su hermana Anny, dos años más joven que mi colega, enredaba sin parar con las lentes y manivelas del largo telescopio que éste había dejado instalado sobre su trípode, bajo la cubierta del porche, orientado con la inclinación idónea hacia la mentirosa. A Tommy no le gusta que nadie manipule con su más que juguete favorito; así y todo, no ha prestado mucha atención a la escena, ya que él también se mete mucho con el minino de su hermana. Sobre todo cuando el gracioso felino invade los límites de su cuarto y le revuelve los variados planetarios, mapas de estrellas y constelaciones y demás pertenencias. El antiguo plañidero se siente exultante al lado de Toby, que no dejaba de ladrarle de contento; ambos han seguido el curso de la larga manguera, hacia la parte trasera de la casa. En el momento que han llegado a la vera de su afanado progenitor, Tommy le soltó a éste en tromba, sin desprenderse del guante de béisbol y la mochila escolar:
–¡Papá, papá!, Michael y yo estuvimos en Central Park. Allí nos hemos encontrado con Timothy Galius, o mejor, él nos encontró a nosotros. Se trataba de un anciano científico con el pelo y la barba muy cuidados, ambos albinos. Iba vestido de levita. Calzaba escarpines charolados, de hebillas doradas. Caminaba lento, apoyando sus vacilantes pasos en un pulcro bastón barnizado. El sabio me regaló su bonito pañuelo, calmó mi rabieta y, con sus grandes conocimientos estelares, sus amenos relatos y su voz pausada logró que, cuando mirase al Sol, me olvidara totalmente de la Luna y sus trampas. ¿Verdad, Mick?
–Sí, pero lo mejor de todo fue que consiguió cerrar la fuente de tus fecundas cuencas oculares y, al mismo tiempo, brindarnos la mayor lección de astronomía hasta la fecha –dije.
–Gracias a ese caballero tan erudito, Tommy, de ahora en adelante, podrás terminar tus deberes antes de la hora de la cena –le reconvino su padre.
–Y..., espera; me dijo que fuiste uno de sus alumnos favoritos… y que también te vio llorar alguna vez en clase y todo. ¿Es cierto?
–Sí, Tommy, para qué te voy a engañar. Para mí aquellos lamentos eran una manera de aventar la rabia e impotencia que sentía ante los peliagudos cálculos matemáticos. Parece que el tema de los lloros es hereditario. Por otra parte, te diré que el señor Galius Yudegus, aún a la fecha de hoy, 6 de setiembre de 2050, es uno de los científicos e investigadores más relevantes que nos ha dado la humanidad. En realidad, sólo a él le debemos el importante hallazgo de la nueva, limpia e imperecedera energía BMF. Esta fuente energética nos ha hecho olvidarnos para siempre del petróleo y su engorrosa extracción, transporte y posterior tratamiento –le apostilló sin soltar la manguera, dirigiéndosela de forma simultánea a Toby, que huyó espantado, tratando de evitar el soberbio chapuzón.
–Papá... ¿Podré viajar al espacio para poder investigar la causa de la existencia de tantos satélites y esclarecer para siempre por qué miente la Luna, siendo nuestra compañera más inseparable?
–Únicamente podrás hacerlo si obedeces a tu mamá, eres generoso con tus compañeros de clase y amigos; dejas en paz, ¡de una vez por todas!, a Jerry, el simpático gatito de tu hermana, le pides perdón a Anny por ello, y hacéis las paces; limpias la casita del perro, tu mejor camarada, el fiel Toby; ordenas minuciosamente tu cuarto; guardas el telescopio que te regaló tío Albert; riegas el jardín todos los sábados; terminas correctamente todas las tareas que tienes asignadas y, por supuesto, sacas buenas notas –le advirtió su padre.
–¡Bieeeen..., bieeen, guuau..., miauuu!...; gracias papá –exclamó Tommy–. Eres estupendo; haré todo lo que me dices. ¿Podré hablar del viaje cósmico, a fin de curso, con Ronald Trickery Breaker?
–Ok, Tommy. Cuando llegue el momento, después de comprobar tus calificaciones escolares. Si las notas son buenas: primero iré con vosotros a Central Park para saludar, abrazar y agradecer efusivamente a mi antiguo profesor el positivo resultado e inmediata aplicación de mis dilatadas investigaciones, y después viajaremos a bordo del “Blue bird”, junto con Anny y Toby...
–¡¡Y Jerry!! –saltó Anny como un resorte cuando escuchó los anteriores y estentóreos gritos de júbilo animal que había emitido su hermano tras la salomónica aquiescencia paterna, olvidándose del telescopio, comenzando a seguir el rastro de la ensortijada manguera, y acudir rauda adonde estábamos nosotros.
–...a la base de Cabo Cañaveral para ver al comandante Ronald: un antiguo colega y también alumno del señor Galius. Volaremos a velocidad Mach 105 en mi nuevo automóvil aero-galáctico. Surcaremos el espacio propulsados por una ligera pila de limpia y regenerativa energía Bío Molecular Fotológica –concluyó el prolífico inventor.



1 Lumbrera, eminencia.
2 Rompe engaños.
3 Gran explosión
4 Ojos llorosos.
5 Diez veces la velocidad del sonido.


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