Metrópoli
Uno de mis grandes proyectos literarios
sigue siendo pergeñar y llevar a cabo una ambiciosa novela de carácter
autobiográfico, donde a uno le gustaría hablar sin límites de espacio ni de
tiempo del Gran Bilbao; pero, especialmente, ciñéndome a aquellos años de autárquico,
intenso e imparable desarrollismo industrial, que tantas secuelas de todo tipo
nos ha dejado.
Reflejaría en ella mis trabajos en varias
empresas talismán de la ría (hoy, eufemísticamente, momias embalsamadas, por no
decir cadáveres); citaría a sus gentes; a sus diques y muelles; a sus barcos y
astilleros... Ahora bien, estoy seguro de que jamás lo haría como nuestro
inolvidable portugalujo Juan Antonio de Zunzunegui, que tan bien los plasmó en
sus densas y numerosas novelas; pero reflejados de una forma muy especial en El chiplichandle.
Hablaría del eterno Bilbao mercantil,
clasista y liberal, muy bien retratado asimismo por Luis de Castresana, como
muy acertadamente nos lo manifestó en alguno de sus numerosos escritos y
conferencias: “Una ciudad con rumor de fragua y corazón de pájaro chimbo”.
Sin embargo, estoy convencido de que no
llegaría a parte alguna: ni social, ni literaria, ni humana, ni
sociológicamente, ni nada; porque a la fecha actual me sigo preguntando: “¿Qué
se puede esperar de una ciudad donde siempre ha prevalecido una sociedad como
la retratada por don Luis?; habida cuenta de que, a mayor abundamiento, estuvo
regida durante decenas de años por un cohesionado ejército de parásitos
ignacianos: El intruso, o la eterna Araña negra ensotanada que novelaba Blasco Ibáñez; y representada hasta
su desfallecimiento por una asfixiante horda de sagaces y cultos soldados, siempre entreverados con
descarada astucia y estrategia en los grandes emporios y entramados empresariales,
disfrazados de confesores, asesores, preceptores y directores espirituales, a
la caza de las enormes fortunas en liza. Y es que siempre se trató de un
ontológico entorno irrespirable, irreducible e inabordable, totalmente refractario a cualquier tipo de manifestación
cultural”.
Universidad de Deusto
En otro orden de cosas, y sólo para reforzar la tesis del párrafo anterior, añado que la universidad pública en este entorno sólo fue posible, si no me equivoco, a partir del año 1968, ya que, hasta entonces, si hubo alguna, fue la regentada por los facinerosos jesuitas, facinerosos sí, famosa en todo el estado. Un rancio establecimiento donde, en cuanto caía algún cerebro superdotado válido para sus ejércitos, los hábiles generales, siempre de luto, ya no lo dejarán escapar de sus afiladas garras.
Siempre se trató de un absurdo y cicatero colectivo
representado y dominado por un organigrama
moral caracterizado por una total falta de escrúpulos; eso sí, muy arraigado
por la incipiente e imparable fiebre del oro de principios del siglo XX. Un esquema
socio-económico al que tenemos que añadirle, si queremos ser objetivos, la
estulticia, arrogancia y doble moral católica
de toda su insociable y vetusta burguesía, siempre tan alejada de los problemas
del pueblo menestral; encerrada en sus tradiciones gastronómicas, dando pasto a
una gula irrefrenable; enseñoreada y encastillada en sus clubes privados,
villas y palacios; varada en el tiempo –y aún hoy, me atrevería a decir que,
salvando las distancias–, aferrada a sus dos libros favoritos más anacrónicos: Mayor y Diario.
¿Qué nos diría nuestro querido e
inolvidado Unamuno en estos tiempos? –él, que tanto nos habló de la sempiterna
farolería bilbaína–, al contemplar la actual metrópoli, dominada no sólo por una
inefable catarsis mediática –o fáctica– colectiva, sino también por una
desaforada y falsa megalomanía urbanística que se nos muestra imbricada entre
cientos y cientos de costosas chapas de titanio, cuyos reflejos nada inmutan a la cloaca navegable.
¿Qué nos comentaría don Miguel de un bochito tan entrañable como provinciano
y de una capital tan apoltronada, pacata y reaccionaria como la que más?;
aunque ensombrecida por las recientes siluetas de babélicos edificios hoteleros
y anodinos complejos hosteleros saturados de franquicias de pronta moda, variopintos
locales de comidas rápidas y profusas bocaterías.
Torre IBERDROLA
O, ¿cómo concluiría su discurso el autor
de Paz en la guerra? Si, al hacerlo,
nos citaría una sucia urbe, mascarón de proa de una comunidad tremendamente
fracturada en todos los ordenes civiles, constantemente amenazada por la peor
lacra de todas las lacras, en donde campean unas tasas de desempleo
inadmisibles y una notoria carencia de servicios sociales; atravesada por
ridículos y amenazantes tranvías glaucos que avanzan, eso sí, emitiendo
melódicos sones de campana y que, después de complicar aún más el
supercomplicado tráfico de la urbe, rompen asimismo la monotonía sin solución
de un caótico maremágnum de ruidos, humos y prisas.
Y, ya, metido en gastos, disertaría
también acerca del bocho fanfarrón y farolero, cómo no, con sus asociaciones de
todo tipo: leones (o gatitos, mejor), iconos y elites, además de recordar al Bilbao
más chirene y sietecallero...
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