Chivirita o la ruindad, Txema o la elegancia
En cierta ocasión el más provecto de
sus educadores –Don Apolonio, maestro nacional a la antigua usanza– les
prohibió corretear detrás de las compañeras de clase en los recreos. Jugaban a
pillarlas, sin más; entonces todavía no tenían malicia, inmersos como estaban
en la edad del pavo, tan cándida y feliz. Desde aquel día, aciago para los
estudiantes, el censor avieso se quedó con el mote de Chivirita, o... Chiviritero, como
gratuitamente le sobreapodaba el compañero Callejo, uno de los alumnos más
listos y revoltosos. Al educador le producía un placer inefable soltar a sus
alumnos unas peroratas soporíferas sobre la provincia magnánima de León,
mentándoles, con una verborrea tan especial como pródiga, los dones naturales
infinitos de las comarcas ubérrimas de El Bierzo, bañezanas y maragatas: su
tierra. O también platicar, dotado de un énfasis isócrono de motor diésel
recién ajustado, a lo largo de sus lecciones monográficas de geografía, acerca
de las actividades educativas que había desarrollado durante un anterior
destino catalán, en Santa Coloma de Gramanet, Barcelona, en plena década de los
sesenta. Por consiguiente, así les lucía el pelo luego a sus discípulos
barbilampiños, a los cuales les pegaban unas cateadas tremendas en el Instituto
Nacional de Enseñanza Media Antonio de Trueba de Baracaldo, teniendo que
repetir curso la mayoría, como ocurrió en una ocasión. Aquel año infausto
cursaban 3º de bachiller; sólo quedaron a salvo los más empollones. Éstos
últimos a pesar de no repetir, también llevaban varias asignaturas pendientes.
Este pedagogo maduro, cicatero,
ladino y muy charlatán estaba más pendiente –se atrevía a decir Tomás que aun
obsesionado– de mantener las aulas perennemente a media luz, con el fin de
ahorrar la energía eléctrica máxima; de cobrar los recibos mensuales de los
alumnos con el mayor apremio y puntualidad, y gastar la menor cantidad de greda
posible, que de impartir una enseñanza de calidad a sus pupilos adolescentes. A
veces, en el transcurso de una clase indeterminada, impartida por alguno de los
profesores contratados, Chivirita
irrumpía intempestivo en el aula. Siempre lo hacía apagando de forma automática
alguna fluorescente; aun, a veces, durante las lecciones vespertinas, los
dejaba a oscuras, dada la vehemencia dactilar con que aporreaba los recurridos
bloques de interruptores; por ello tenía que volver a encender. Este gesto le
hacía fruncir el ceño, huraño, con gesto mezquino de usurero judío, ejercitando
las poses más variadas y bufas. Refunfuñante en su monólogo, daba rienda suelta
a sus cejas, superpobladas, circunflejas, que se le erizaban con disposición
felina. La tarea exclusiva de esta intromisión extemporánea era recordar una
vez más a sus alumnos, sobre todo a los que aún no habían efectuado el abono de
las permanencias, como decía con
empalago, matizando enfático la fonética repetitiva: “Lo irían haciendo para
poder cerrar la preceptiva liquidación
y no acarrear ningún trastorno contable
a la dirección”, organigrama directivo complicado
siempre representado genialmente por él. El profesor, carismático, que en
alguno de aquellos momentos precisos les daba clase de matemáticas, física... o
latín, se quedaba perplejo tras escuchar la filípica rutinaria y miserable al
intruso. De manera especial José María Gelado, Txema para los alumnos:
el mejor de todos los profesores eventuales que durante aquellos cuatro años
pasaron por aquella academia tan improvisada como variopinta. Este educador
evitaba la carcajada incipiente como mejor podía en algunas de las presencias
sucintas y fortuitas, matutinas o vespertinas, de Chivirita. No le quedaba más remedio que dar la espalda a la
coronilla ebúrnea del sesentón importuno para mirar con disimulo por las
cristaleras a las marujas numerosas que se mostraban embutidas en batas de
felpa acolchadas, calzadas de zapatillas; aun alguna de ellas coronada por la
redecilla imperativa y los rulos en acción. Estas legiones aguerridas de amas
de casa aparecían apoyadas sobre los balaustres de los balcones, que, a su vez,
se hallaban copados de geranios mustios, o se mostraban cluecas apoyando sus
senos, grávidos, sobre los alféizares desportillados de las ventanas. Otras
marujas más afanosas tendían la colada, después de haber sacudido con remango
especial el polvo adherido a las alfombras, azotándolas de forma continua con
raquetas de mimbre, o haciéndolas gualdrapear a brazo partido con entusiasmo
restallante y sonoro, ya que se trataba de las labores obligatorias matutinas
que, de forma perenne, realizaban acompañadas de gestos mohínos, dialogando, o
mejor, cotilleando desparpajeantes con sus homólogas. Parecía que querían
arreglar el mundo envueltas en una nube espesa de tamo y aureoladas por una
vorágine de pelusas algodonosas de tono gris que desaparecían raudas, como
enjambres densos de crisálidas en vuelo aerostático, continuo e interminable,
impulsadas con suavidad por la dócil brisa mañanera...
Al mismo tiempo, el apuesto profesor
extraía su conocido encendedor ingles del bolso de su chaqueta de tweed y, parsimonioso, se daba lumbre a
un aromático Malboro. Nada más incinerarlo cerraba certero la espoleta metálica
del chisquero, respondiendo éste con el conocido clic, que hacía las delicias
de su atenta cátedra. Después, con más cinismo que los políticos, seguía
ejerciendo de histrión, atendiendo teatralmente tanto al nudo de su inseparable
corbata de lana escocesa, a la posición de su pasador rutilante, como al lustre
satinado de sus mocasines, impecables: Castellano, de tono rojo Burdeos y
factura matritense. No bien el presunto contable abandonaba el aula, Txema ya no podía seguir evitando la
descarga de la tensión acumulada tras el prolongado disimulo anterior; así que
pasaba a un lapso aliviador de desahogo por espacio de cinco minutos, more or less[1].
Durante este intervalo reparador, daba rienda suelta a una serie larga de
carcajadas estentóreas y elaboradas, acompañado por los treinta o cuarenta
alumnos que poblaban los pupitres de la angosta aula. Todas estas algarabías
sonoras y jocosas hacían que el maestro anterior, al percibir el ajetreo desde
el pasillo u otra aula, volviese presuroso e inquisitivo para averiguar si
pasaba algo, inquiriendo tanto al profesor regocijado, como a los alumnos
alborotados. Ahora bien, el grueso de la clase, y el educador, campechano,
exhalando una bocanada densa de rubio americano de contrabando, aún colorado
por el galimatías anterior, respondían serios, con silencio riguroso y
circunspección ecuánime, que allí no había sucedido nada. De esta manera el
pedagogo, perspicaz, e investido de la complicidad total que le dispensaban sus
alumnos, aún con la greda en la mano, simulaba estar absorto en la progresión
exacta de los guarismos enmarañados de radicales y exponentes, trazados sobre
la pizarra. Txema hacía como que
continuaba la clase sin ninguna novedad, sobre todo porque aquel día se trataba
de una lección interesante y apasionada de álgebra; eso sí, cercenada sin
paliativos por la presencia del judío
don Apolonio, aparición que siempre resultaba muy empalagosa para el apuesto
profesor.
Entonces cursábamos el tercer curso
de bachillerato elemental.
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