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lunes, 16 de marzo de 2020

Chivirita o la ruindad, Txema o la elegancia



 Chivirita o la ruindad, Txema o la elegancia



En cierta ocasión el más provecto de sus educadores –Don Apolonio, maestro nacional a la antigua usanza– les prohibió corretear detrás de las compañeras de clase en los recreos. Jugaban a pillarlas, sin más; entonces todavía no tenían malicia, inmersos como estaban en la edad del pavo, tan cándida y feliz. Desde aquel día, aciago para los estudiantes, el censor avieso se quedó con el mote de Chivirita, o... Chiviritero, como gratuitamente le sobreapodaba el compañero Callejo, uno de los alumnos más listos y revoltosos. Al educador le producía un placer inefable soltar a sus alumnos unas peroratas soporíferas sobre la provincia magnánima de León, mentándoles, con una verborrea tan especial como pródiga, los dones naturales infinitos de las comarcas ubérrimas de El Bierzo, bañezanas y maragatas: su tierra. O también platicar, dotado de un énfasis isócrono de motor diésel recién ajustado, a lo largo de sus lecciones monográficas de geografía, acerca de las actividades educativas que había desarrollado durante un anterior destino catalán, en Santa Coloma de Gramanet, Barcelona, en plena década de los sesenta. Por consiguiente, así les lucía el pelo luego a sus discípulos barbilampiños, a los cuales les pegaban unas cateadas tremendas en el Instituto Nacional de Enseñanza Media Antonio de Trueba de Baracaldo, teniendo que repetir curso la mayoría, como ocurrió en una ocasión. Aquel año infausto cursaban 3º de bachiller; sólo quedaron a salvo los más empollones. Éstos últimos a pesar de no repetir, también llevaban varias asignaturas pendientes.
Este pedagogo maduro, cicatero, ladino y muy charlatán estaba más pendiente –se atrevía a decir Tomás que aun obsesionado– de mantener las aulas perennemente a media luz, con el fin de ahorrar la energía eléctrica máxima; de cobrar los recibos mensuales de los alumnos con el mayor apremio y puntualidad, y gastar la menor cantidad de greda posible, que de impartir una enseñanza de calidad a sus pupilos adolescentes. A veces, en el transcurso de una clase indeterminada, impartida por alguno de los profesores contratados, Chivirita irrumpía intempestivo en el aula. Siempre lo hacía apagando de forma automática alguna fluorescente; aun, a veces, durante las lecciones vespertinas, los dejaba a oscuras, dada la vehemencia dactilar con que aporreaba los recurridos bloques de interruptores; por ello tenía que volver a encender. Este gesto le hacía fruncir el ceño, huraño, con gesto mezquino de usurero judío, ejercitando las poses más variadas y bufas. Refunfuñante en su monólogo, daba rienda suelta a sus cejas, superpobladas, circunflejas, que se le erizaban con disposición felina. La tarea exclusiva de esta intromisión extemporánea era recordar una vez más a sus alumnos, sobre todo a los que aún no habían efectuado el abono de las permanencias, como decía con empalago, matizando enfático la fonética repetitiva: “Lo irían haciendo para poder cerrar la preceptiva liquidación y no acarrear ningún trastorno contable a la dirección”, organigrama directivo complicado siempre representado genialmente por él. El profesor, carismático, que en alguno de aquellos momentos precisos les daba clase de matemáticas, física... o latín, se quedaba perplejo tras escuchar la filípica rutinaria y miserable al intruso. De manera especial José María Gelado, Txema para los alumnos: el mejor de todos los profesores eventuales que durante aquellos cuatro años pasaron por aquella academia tan improvisada como variopinta. Este educador evitaba la carcajada incipiente como mejor podía en algunas de las presencias sucintas y fortuitas, matutinas o vespertinas, de Chivirita. No le quedaba más remedio que dar la espalda a la coronilla ebúrnea del sesentón importuno para mirar con disimulo por las cristaleras a las marujas numerosas que se mostraban embutidas en batas de felpa acolchadas, calzadas de zapatillas; aun alguna de ellas coronada por la redecilla imperativa y los rulos en acción. Estas legiones aguerridas de amas de casa aparecían apoyadas sobre los balaustres de los balcones, que, a su vez, se hallaban copados de geranios mustios, o se mostraban cluecas apoyando sus senos, grávidos, sobre los alféizares desportillados de las ventanas. Otras marujas más afanosas tendían la colada, después de haber sacudido con remango especial el polvo adherido a las alfombras, azotándolas de forma continua con raquetas de mimbre, o haciéndolas gualdrapear a brazo partido con entusiasmo restallante y sonoro, ya que se trataba de las labores obligatorias matutinas que, de forma perenne, realizaban acompañadas de gestos mohínos, dialogando, o mejor, cotilleando desparpajeantes con sus homólogas. Parecía que querían arreglar el mundo envueltas en una nube espesa de tamo y aureoladas por una vorágine de pelusas algodonosas de tono gris que desaparecían raudas, como enjambres densos de crisálidas en vuelo aerostático, continuo e interminable, impulsadas con suavidad por la dócil brisa mañanera...
Al mismo tiempo, el apuesto profesor extraía su conocido encendedor ingles del bolso de su chaqueta de tweed y, parsimonioso, se daba lumbre a un aromático Malboro. Nada más incinerarlo cerraba certero la espoleta metálica del chisquero, respondiendo éste con el conocido clic, que hacía las delicias de su atenta cátedra. Después, con más cinismo que los políticos, seguía ejerciendo de histrión, atendiendo teatralmente tanto al nudo de su inseparable corbata de lana escocesa, a la posición de su pasador rutilante, como al lustre satinado de sus mocasines, impecables: Castellano, de tono rojo Burdeos y factura matritense. No bien el presunto contable abandonaba el aula, Txema ya no podía seguir evitando la descarga de la tensión acumulada tras el prolongado disimulo anterior; así que pasaba a un lapso aliviador de desahogo por espacio de cinco minutos, more or less[1]. Durante este intervalo reparador, daba rienda suelta a una serie larga de carcajadas estentóreas y elaboradas, acompañado por los treinta o cuarenta alumnos que poblaban los pupitres de la angosta aula. Todas estas algarabías sonoras y jocosas hacían que el maestro anterior, al percibir el ajetreo desde el pasillo u otra aula, volviese presuroso e inquisitivo para averiguar si pasaba algo, inquiriendo tanto al profesor regocijado, como a los alumnos alborotados. Ahora bien, el grueso de la clase, y el educador, campechano, exhalando una bocanada densa de rubio americano de contrabando, aún colorado por el galimatías anterior, respondían serios, con silencio riguroso y circunspección ecuánime, que allí no había sucedido nada. De esta manera el pedagogo, perspicaz, e investido de la complicidad total que le dispensaban sus alumnos, aún con la greda en la mano, simulaba estar absorto en la progresión exacta de los guarismos enmarañados de radicales y exponentes, trazados sobre la pizarra. Txema hacía como que continuaba la clase sin ninguna novedad, sobre todo porque aquel día se trataba de una lección interesante y apasionada de álgebra; eso sí, cercenada sin paliativos por la presencia del judío don Apolonio, aparición que siempre resultaba muy empalagosa para el apuesto profesor.
Entonces cursábamos el tercer curso de bachillerato elemental.


[1] Más o menos.

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