¿Subimos ya?, mi rey
Aquél era un municipio poblado en su mayoría
por gentes trabajadoras, un pueblo dormitorio, en unos años especiales de
intensa actividad industrial, favorecidos sobremanera por la gran demanda
doméstica y extranjera, acrecentada de forma muy positiva por una coyuntura
económica excelente, de ámbito mundial. Esta bonanza económica y fabril
propiciará que en muy poco tiempo se evolucionara de aquellos bailes o chicharrillos populares en el parque,
entonces llamado del Generalísimo, a las discotecas o salas de fiestas
cerradas, de modernísimo diseño, que aparecían profusamente adornadas por
neones sugestivos, parpadeantes y multicolores colgados en las fachadas de los
edificios que las albergaban.
Sin ninguna duda, se trataba de unos señuelos
deslumbrantes y simbólicos del progreso arrollador, que llamaban a la atención
de todos los alucinados habitantes, pero que aún resultaban más impactantes
para los adolescentes imberbes que paseábamos por las aceras abarrotadas de la calle
más importante de la población –tradicional puerto pesquero–, en el transcurso
de los fines de semana alegres, alcohólicos y jaraneros. Es decir, por Capi, homónimo y repipi apócope de la
calle Capitán Mendizábal, también llamada calle
del dólar, por la cantidad de cafeterías y sugerentes pubs que la poblaban, además de las citadas discotecas. La primera
de ellas fue Bounty Club; después vendrían otras, para la gente más pija de
toda la pijotada: la boite Talos,
sala sugestiva, dotada de un ambiente de
lo más chic para la gente más pop, como rezaba su incansable propaganda
adosada en los profusos carteles publicitarios; años más adelante se inaugurará
la sala de fiestas Maloha, situada al lado de la cervecera, al final de la
rimbombante arteria vial...
Tanto los mozalbetes imberbes compañeros de
estudios de Tomás, como él mismo, ya habíamos dejado atrás la inevitable edad
del pavo, transición necesaria, y, en consecuencia, ya corríamos torpemente
detrás de las chicas. Acaso ahora lo hacíamos investidos de algunos conocimientos
más fidedignos, para destinarlos a unos fines mucho más claros. Sobre todo los
más precoces, que, como Damián, ya sabían de sobra todo el proceso de
acoplamiento sexual con una mujer, aún muy complicado para los demás, que seguíamos
con unas ganas imperativas de debutar en el sexo. Sin embargo, también
convivíamos con otros machos más decididos, los cuales ya alardeaban de haberlo
hecho, aunque en La
Palanca. En muchas ocasiones estos amantes precoces no nos
escatimaban ningún detalle ilustrativo
a los aprendices más tímidos, en cuanto a desvelarnos todo el método anterior:
desde que pedían precio a la meretriz de turno; salían del garito visitado con
la lumia elegida en dirección al cercano meublé;
pagaban el importe de la cama al palanganero de turno, no bien entraban en el
zaguán; subían las desvencijadas escaleras, asiendo con una garra al pasamanos
serpenteante y con la otra rodeando la cintura de la puta contoneante,
metiéndole mano por donde podían –si ella les dejaba–, en el receso obligatorio
y demorado de los descansillos... Así irrumpían a trompicones en la sórdida
habitación, a veces abuhardillada; abonaban el importe del polvo a las
hetairas, un poco cohibidos por sus miradas apremiantes, y tras las consabidas
preguntas de éstas acerca la higiene de la minga, ellos se dejaban lavar y
enjabonar el apéndice empalmado. Ahora bien, ellas lo hacían con un énfasis
digital especial, deteniéndose, con habilidad y picardía profesionales, no sólo
en el glande, sino también en todos los recovecos y pliegues del prepucio;
claro, que con una habilidad especial, maña que ponía como locos a los picadores virtuales, los cuales acababan
con el pene totalmente desbocado. Cuando por fin entraban a matar, nada más empezar las meretrices los primeros
meneos pelvianos, ellos se iban de bareta
demasiado rápido; aunque esta última circunstancia eyaculativa casi siempre
trataban de ocultárnosla a los aprendices. Y es que alguno de aquéllos, en
previsión de una descarga rápida, nos reveló un truco recurrido, usado por los
más avispados. Este recurso consistía en cascarse una buena paja una hora antes
de la complicada selección del material de prostíbulo, y así disfrutar, a posteriori, de una sesión tan más
tranquila cuanto más dilatada del coito.
Entonces, este legendario barrio parecía un territorio salvaje de lo más castizo y chirene. Se podía echar un buen casquete
con casi todas las garantías, tanto de higiene como de seguridad; aunque,
esporádicamente, algunos de estos precoces amantes pillasen una blenorragia, o
como vulgarmente decían: unas purgaciones de caballo. Estas infecciones
purulentas y molestas eran resueltas después –previa visita al urólogo– sin
problemas por el comprensivo practicante con un par de pinchazos, que
agradecían los taciturnos y avergonzados amantes no bien la añorada penicilina
acababa de forma fulminante con los millones de molestos gonococos que
alegremente poblaban el último tramo del tracto uretral. Algunos de estos
afectados, tras la victoria fehaciente de la ciencia, daban las gracias
puntualmente al eximio doctor Fléming por las investigaciones antibióticas tan
fructíferas y expeditas, en las que confiaron ciegamente aun antes de empezar
el tratamiento.
Tomás también acudió al barrio depravado
bilbaíno en compañía de sus colegas de aula, en tiempos de estudiante. Después
volvió más a menudo cuando fue atrapado por el mundo del trabajo, acompañando a
compañeros más experimentados que él. Siempre que se acercó a dicho barrio lo
hizo con voracidad de arqueólogo –aunque sin las indispensables mochila, brocha
y piqueta– sobre todo imbuido por una actitud muy observadora. Pero nunca se
atrevió a subir a alguno de los innumerables, altos y desastrados meublés con alguna de las rameras
aguerridas salmantinas, extremeñas pacientes, murcianas laboriosas, conquenses
descaradas o bilbilitanas muy esforzadas; las cuales, una vez que conseguían
escapar de las opciones de futuro, nulas o muy escasas, en sus pueblos de
origen, venían a Bilbao a servir en casas de familias acomodadas. Sin embargo,
aun a pesar de la bonanza o coyunturas económicas laborales inmejorables de
entonces, muchas de ellas acabarán siendo atrapadas sin remedio por las garras
largas y afiladas del mundo sórdido de la prostitución, de las que nunca –salvo
alguna rara excepción– lograrían desasirse.
Corrían unos tiempos de laboriosidad frenética
en los que, en general, corría el dinero con alegría, y casi todos percibíamos
un ambiente sano y desahogado –apenas
había droga; si bien, existía, pero aún no se notaba– donde lo más importante
era –si ya no estábamos estudiando–: primero tener un puesto de trabajo y
después, cuando llegaban los fines de semana o jornadas de asueto, divertirnos
sin complicaciones de ningún tipo… Con el transcurso de los años los problemas vendrán
solos y de lo más variados. “¿Quién no ha pasado en sus años mozos por aquellos
barrios altos?”: unos arrabales conocidísimos situados por encima de la calle
San Francisco, entonces muy activa e importante o, junto a ella, en la mítica
plaza de la Cantera
y en las no menos míticas rúas Gimnasio, Las Cortes, Laguna..., sucias,
sórdidas, empinadas travesías, con sus conocidos dispensarios sanitarios
repletos de artículos de higiene y todo tipo de gomas y apósitos. Se trataba de
unos establecimientos muy cutres en donde los actuales mozalbetes
adquiriríamos, en el futuro –cuando ya fuimos más expertos–, docenas de
condones, por darnos un poco de apremio hacerlo en las farmacias, algunas
cargadas no sólo de prejuicios anacrónicos y absurdos sino de tabúes tan
atávicos como inexplicables para unos muchachotes tan decididos como
autodidactos, que ya empezábamos el largo y misterioso aprendizaje del sexo
puro y duro. Aun hoy, en el tercer milenio, existen farmacéuticos con una
mentalidad e inteligencia inferiores a la de los astutos pobladores de la Era Cuaternaria.
Todas las rúas citadas nos aparecían repletas
de antros incontables, junto a lupanares y bares de barras concurridas,
poblados por decenas de clientes en potencia, junto a grupos nutridos de voyeurs y viejos verdes, apostados
frente a los largos sofás de terciopelo rojo –en los antros de más prestigio y
mejor mercancía– ocupados por las
mercenarias más solicitadas del sexo expedito, todas ellas tan provocativas,
zalameras, faltonas y, aun tan blasfemas y mal habladas, que parecía que tenían
la boca negra. Putas innumerables, la mayoría vernáculas, casi todas de muy
buen ver, a pesar de ejercer el oficio más viejo del mundo, con la agravante
circunstancia de estar rodeadas siempre por los vicios más aberrantes y eterna
y escrupulosamente vigiladas por sus machos: unos vulgares proxenetas tan
enjoyados como vividores.
Tomás y sus tímidos colegas efectuaban rondas
muy instructivas por dichos andurriales, apatrullando
con tesón desaforado por todas las aceras, cantones y lupanares abigarrados. De
vuelta en tren a sus domicilios, no bien se acostaban, recurrían al vicio
solitario con fruición ansiosa, arropados entre las sábanas impolutas, si
previamente no lo habían hecho en el tren cuando atravesaban el túnel largo y
lóbrego ubicado entre Portugalete y Peñota, antes de llegar a la villa
marinera, ya que viajaban recordando en todo momento las escenas más lúbricas
que presenciaron en aquel barrio tan licencioso. A pesar de lo relativamente
fácil que le hubiera resultado a Tomás el debut sexual, jamás fue capaz de
iniciarse allí; aun amparado en el anonimato presunto que le brindaban
callejuelas tan sórdidas. Con el paso del tiempo, en alguna ocasión estuvo a
punto de hacerlo… Para ello, fue aconsejado efusivamente por Vicente, compañero
de trabajo doce años mayor que él, conocedor repetitivo de la espelunca vulvar
de su venerada Claudia; llegando el mozo en una ocasión a preguntar a la lumia
el importe de los servicios que presuntamente le iba a realizar: el prolegómeno
indispensable antes de pasar a mayores.
Claudia era una guapa ramera natural de Fuentes
de Oñoro, Salamanca, una morenaza esbelta, de unos treinta años. Estaba dotada
de un ovalo facial perfecto con expresión traviesa y no menos infantil; unos
ojazos negros preciosos; el pelo corto peinado y cortado a lo garçon; una voz expresiva, cálida,
sugestiva, revestida con un tono gutural grave pero delicioso, de claro matiz
masculino. Cuando esperaba sentada a los supuestos clientes, siempre se la podía
contemplar envuelta en una nube algodonosa de volutas humeantes, fumando con
avidez L&M extra largos; y, cómo no, trasegando un buen destornillador de
vodka ruso, exhibiendo una lánguida pose y una serena delectación. La salmantina, le apodaban sus compañeras,
y, de esta manera, respondían por ella al ser interpeladas por los presuntos
fornicadores acerca de Claudia. Las colegas cachondas de fornicio precipitado
siempre contestaban a los interesados con un respeto exclusivo, barnizado por
una admiración profesional, habida cuenta de la frecuencia de las salidas
precipitadas de la charra en dirección al mueblé, la cual guiaba a su maromo aleatorio de pago siempre altanera.
Abandonaba el antro pisando fuerte, por delante del maromo, enfundada en sus botas
altas, contoneando su cadera rotunda con desenfado satisfactorio, gran aplomo y
mucha seguridad. A su paso, durante el exiguo pero angosto recorrido que
mediaba desde el diván mullido hasta la salida del prostíbulo frecuentado,
dejaba flotando una nube aromática de rubio americano entreverada con vaharadas
etéreas de una solicitada fragancia parisina.
Aquel día resultó inolvidable. Una vez dentro del lujoso
antro –el conocido Gato Negro–, Tomás avanzó con decisión tremulante hacia el
lugar que pomposamente ocupaba la lumia buscada en el canapé rococó, tan
elegante, largo y mullido como variado en carne de prostíbulo –el notario que escribe estos párrafos iba
detrás de él–. Cuando por fin llegamos a su altura, en el fondo del local,
Tomás quedó absorto, ya que apenas pudo levantar la vista del escote de la
golfa –cuyo canalillo me recordaba más bien al canal de Corinto, por su
profundidad y angostura escarpada. “¡Madre mía del amor eterno, qué domingas!”,
pensé para mis adentros, imaginando al unísono la delicia que se debería sentir
en el caso de quedarse atrapado uno en tales concavidades glabras con textura
de papel biblia, al intentar atravesar dicho pasaje–. En pose mayestática mi
colega inquirió con timidez de oca a la exuberante meretriz: “¿Cu..., cua...
cuánto?” “Ciento cincuenta duritos y la cama, por ser para ti..., pimpollito
mío de mi corasoón, ¿subimos ya?, mi
rey” –oí que le contestó la prostituta–. Después de escuchar la respuesta
típica y esperada, Tomás actuó con circunspección inaudita y atrevida de
presunto tratante de ganado, llegando a introducirle decididamente la palma de
la mano por debajo del vaporoso soutien
negro de encaje y así sopesar el seno tan generoso; aun arriesgándose a recibir
no sólo una bofetada fulminante sino un exabrupto fuerte de la muy solicitada
profesional del sexo. Aun así, realizó dicho reconocimiento con su mano más
temblorosa: la diestra, haciendo nido sobre sus senos imponentes; efectuó al
mismo tiempo movimientos lentos, envolventes, y comprobó de forma exhaustiva
–hoy el atrevimiento nos resulta a los dos tan chocante como increíble– la
configuración en cuanto a la cantidad y calidad de aquellas glándulas mamarias
soberbias y morenas.
Después, no bien salimos del puti Tomás me reveló en la calle, muy excitado, no sólo que había
sentido las avellanas duras de ambos pezones con total nitidez entre sus dedos
trémulos, sino que la larga y atrevida extremidad superior derecha se le había
impregnado de un aroma empalagoso que le recordaba al de las rosas silvestres.
El perfume tardaría tanto en desaparecer, o incluso más, que la erección
espontánea e imponente que le había causado la caricia pertinaz de la suave
piel que tapizaba atributos tan bellos y femeniles, al ser recorridos y
reconocidos por el contacto palpitante de sus torpes manos. No obstante, aún se
arriesgó más al desplante, la reacción violenta o al radical tortazo de la
prostituta salmantina, cuando el froteurista hizo un guiño capcioso, o
pretendida mueca de desaprobación del seno turgente, nada más finalizar la
contundente exploración mamaria, como si se tratase del ademán profesional de
un tocólogo experimentado en busca de tumores sospechosos, o del significativo
gesto del enólogo experto a la caza de soleras antiguas, el cual, con
prosopopeya de sibarita, en plena cata, escupe el caldo ingerido al sumidero
tras el enjuague riguroso del paladar y, sin más, continua estoico con las
pruebas sucesivas. Pero no –¡qué vaaa!–, por suerte no sucedió nada anormal; y
es que transcurría un sábado sabadete:
uno más de aquellos sábados alegres y primaverales de camisa limpia y polvete..., a media tarde, día de mucho trabajo
para este colectivo femenino.
La profesional, imponente, permaneció impasible en su
sitio, como si fuera una reina casquivana en el trono, calzada con unas botas
negras espectaculares, de mosquetero, sobre sus torneadas piernas. Vestía una
minifalda blanca tan corta que nos permitía, cuando descruzaba las piernas para
cambiar de postura sobre el tapizado del sofá, adivinarle el triángulo boscoso
con suficiencia nítida a través de la braguita exigua, transparente e
incitante, que hacía juego con el sujetador negro. En un instante, Claudia giró
la cabeza ante la llegada al diván de otro cliente hipotético, lo más seguro
que con más experiencia y aplomo que Tomás, y la puta se dirigió hacia él en
pose receptiva de negocios, omitiendo los nervios, los miedos y las timideces de un mozalbete de dieciocho
primaveras: un membrillo tan indeciso como atrevido. Esta circunstancia
proverbial nos facilitó la salida precipitada del putiferio sin incidentes, para volver con alguno de nuestros
acompañantes a otros bares e intentar realizar una escena similar o aun más
picante que la anterior...
Cuando volvíamos al pueblo, me decía Tomás que lo que más
rabia le daba era no haber tenido huevos para culminar de una vez por todas la
experiencia definitiva, cada vez más deseada, de perder la candidez; es más, no
dejaba de jurarse y jurarme, en todo el recorrido ferroviario, que el próximo
día o debutaba o no volvía más por aquellos arrabales superpoblados del reino
del vicio. E, indefectiblemente, como consecuencia de sus temores e indecisiones,
seguir condenado a ser socio de Onán a perpetuidad.
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