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domingo, 8 de marzo de 2020

¿Subimos ya?, mi rey


 ¿Subimos ya?, mi rey
  
 Aquél era un municipio poblado en su mayoría por gentes trabajadoras, un pueblo dormitorio, en unos años especiales de intensa actividad industrial, favorecidos sobremanera por la gran demanda doméstica y extranjera, acrecentada de forma muy positiva por una coyuntura económica excelente, de ámbito mundial. Esta bonanza económica y fabril propiciará que en muy poco tiempo se evolucionara de aquellos bailes o chicharrillos populares en el parque, entonces llamado del Generalísimo, a las discotecas o salas de fiestas cerradas, de modernísimo diseño, que aparecían profusamente adornadas por neones sugestivos, parpadeantes y multicolores colgados en las fachadas de los edificios que las albergaban.
Sin ninguna duda, se trataba de unos señuelos deslumbrantes y simbólicos del progreso arrollador, que llamaban a la atención de todos los alucinados habitantes, pero que aún resultaban más impactantes para los adolescentes imberbes que paseábamos por las aceras abarrotadas de la calle más importante de la población –tradicional puerto pesquero–, en el transcurso de los fines de semana alegres, alcohólicos y jaraneros. Es decir, por Capi, homónimo y repipi apócope de la calle Capitán Mendizábal, también llamada calle del dólar, por la cantidad de cafeterías y sugerentes pubs que la poblaban, además de las citadas discotecas. La primera de ellas fue Bounty Club; después vendrían otras, para la gente más pija de toda la pijotada: la boite Talos, sala sugestiva, dotada de un ambiente de lo más chic para la gente más pop, como rezaba su incansable propaganda adosada en los profusos carteles publicitarios; años más adelante se inaugurará la sala de fiestas Maloha, situada al lado de la cervecera, al final de la rimbombante arteria vial...
Tanto los mozalbetes imberbes compañeros de estudios de Tomás, como él mismo, ya habíamos dejado atrás la inevitable edad del pavo, transición necesaria, y, en consecuencia, ya corríamos torpemente detrás de las chicas. Acaso ahora lo hacíamos investidos de algunos conocimientos más fidedignos, para destinarlos a unos fines mucho más claros. Sobre todo los más precoces, que, como Damián, ya sabían de sobra todo el proceso de acoplamiento sexual con una mujer, aún muy complicado para los demás, que seguíamos con unas ganas imperativas de debutar en el sexo. Sin embargo, también convivíamos con otros machos más decididos, los cuales ya alardeaban de haberlo hecho, aunque en La Palanca. En muchas ocasiones estos amantes precoces no nos escatimaban ningún detalle ilustrativo a los aprendices más tímidos, en cuanto a desvelarnos todo el método anterior: desde que pedían precio a la meretriz de turno; salían del garito visitado con la lumia elegida en dirección al cercano meublé; pagaban el importe de la cama al palanganero de turno, no bien entraban en el zaguán; subían las desvencijadas escaleras, asiendo con una garra al pasamanos serpenteante y con la otra rodeando la cintura de la puta contoneante, metiéndole mano por donde podían –si ella les dejaba–, en el receso obligatorio y demorado de los descansillos... Así irrumpían a trompicones en la sórdida habitación, a veces abuhardillada; abonaban el importe del polvo a las hetairas, un poco cohibidos por sus miradas apremiantes, y tras las consabidas preguntas de éstas acerca la higiene de la minga, ellos se dejaban lavar y enjabonar el apéndice empalmado. Ahora bien, ellas lo hacían con un énfasis digital especial, deteniéndose, con habilidad y picardía profesionales, no sólo en el glande, sino también en todos los recovecos y pliegues del prepucio; claro, que con una habilidad especial, maña que ponía como locos a los picadores virtuales, los cuales acababan con el pene totalmente desbocado. Cuando por fin entraban a matar, nada más empezar las meretrices los primeros meneos pelvianos, ellos se iban de bareta demasiado rápido; aunque esta última circunstancia eyaculativa casi siempre trataban de ocultárnosla a los aprendices. Y es que alguno de aquéllos, en previsión de una descarga rápida, nos reveló un truco recurrido, usado por los más avispados. Este recurso consistía en cascarse una buena paja una hora antes de la complicada selección del material de prostíbulo, y así disfrutar, a posteriori, de una sesión tan más tranquila cuanto más dilatada del coito.
Entonces, este legendario barrio parecía un territorio salvaje de lo más castizo y chirene. Se podía echar un buen casquete con casi todas las garantías, tanto de higiene como de seguridad; aunque, esporádicamente, algunos de estos precoces amantes pillasen una blenorragia, o como vulgarmente decían: unas purgaciones de caballo. Estas infecciones purulentas y molestas eran resueltas después –previa visita al urólogo– sin problemas por el comprensivo practicante con un par de pinchazos, que agradecían los taciturnos y avergonzados amantes no bien la añorada penicilina acababa de forma fulminante con los millones de molestos gonococos que alegremente poblaban el último tramo del tracto uretral. Algunos de estos afectados, tras la victoria fehaciente de la ciencia, daban las gracias puntualmente al eximio doctor Fléming por las investigaciones antibióticas tan fructíferas y expeditas, en las que confiaron ciegamente aun antes de empezar el tratamiento.
Tomás también acudió al barrio depravado bilbaíno en compañía de sus colegas de aula, en tiempos de estudiante. Después volvió más a menudo cuando fue atrapado por el mundo del trabajo, acompañando a compañeros más experimentados que él. Siempre que se acercó a dicho barrio lo hizo con voracidad de arqueólogo –aunque sin las indispensables mochila, brocha y piqueta– sobre todo imbuido por una actitud muy observadora. Pero nunca se atrevió a subir a alguno de los innumerables, altos y desastrados meublés con alguna de las rameras aguerridas salmantinas, extremeñas pacientes, murcianas laboriosas, conquenses descaradas o bilbilitanas muy esforzadas; las cuales, una vez que conseguían escapar de las opciones de futuro, nulas o muy escasas, en sus pueblos de origen, venían a Bilbao a servir en casas de familias acomodadas. Sin embargo, aun a pesar de la bonanza o coyunturas económicas laborales inmejorables de entonces, muchas de ellas acabarán siendo atrapadas sin remedio por las garras largas y afiladas del mundo sórdido de la prostitución, de las que nunca –salvo alguna rara excepción– lograrían desasirse.
Corrían unos tiempos de laboriosidad frenética en los que, en general, corría el dinero con alegría, y casi todos percibíamos un ambiente sano y desahogado –apenas había droga; si bien, existía, pero aún no se notaba– donde lo más importante era –si ya no estábamos estudiando–: primero tener un puesto de trabajo y después, cuando llegaban los fines de semana o jornadas de asueto, divertirnos sin complicaciones de ningún tipo… Con el transcurso de los años los problemas vendrán solos y de lo más variados. “¿Quién no ha pasado en sus años mozos por aquellos barrios altos?”: unos arrabales conocidísimos situados por encima de la calle San Francisco, entonces muy activa e importante o, junto a ella, en la mítica plaza de la Cantera y en las no menos míticas rúas Gimnasio, Las Cortes, Laguna..., sucias, sórdidas, empinadas travesías, con sus conocidos dispensarios sanitarios repletos de artículos de higiene y todo tipo de gomas y apósitos. Se trataba de unos establecimientos muy cutres en donde los actuales mozalbetes adquiriríamos, en el futuro –cuando ya fuimos más expertos–, docenas de condones, por darnos un poco de apremio hacerlo en las farmacias, algunas cargadas no sólo de prejuicios anacrónicos y absurdos sino de tabúes tan atávicos como inexplicables para unos muchachotes tan decididos como autodidactos, que ya empezábamos el largo y misterioso aprendizaje del sexo puro y duro. Aun hoy, en el tercer milenio, existen farmacéuticos con una mentalidad e inteligencia inferiores a la de los astutos pobladores de la Era Cuaternaria.
Todas las rúas citadas nos aparecían repletas de antros incontables, junto a lupanares y bares de barras concurridas, poblados por decenas de clientes en potencia, junto a grupos nutridos de voyeurs y viejos verdes, apostados frente a los largos sofás de terciopelo rojo –en los antros de más prestigio y mejor mercancía– ocupados por las mercenarias más solicitadas del sexo expedito, todas ellas tan provocativas, zalameras, faltonas y, aun tan blasfemas y mal habladas, que parecía que tenían la boca negra. Putas innumerables, la mayoría vernáculas, casi todas de muy buen ver, a pesar de ejercer el oficio más viejo del mundo, con la agravante circunstancia de estar rodeadas siempre por los vicios más aberrantes y eterna y escrupulosamente vigiladas por sus machos: unos vulgares proxenetas tan enjoyados como vividores.
Tomás y sus tímidos colegas efectuaban rondas muy instructivas por dichos andurriales, apatrullando con tesón desaforado por todas las aceras, cantones y lupanares abigarrados. De vuelta en tren a sus domicilios, no bien se acostaban, recurrían al vicio solitario con fruición ansiosa, arropados entre las sábanas impolutas, si previamente no lo habían hecho en el tren cuando atravesaban el túnel largo y lóbrego ubicado entre Portugalete y Peñota, antes de llegar a la villa marinera, ya que viajaban recordando en todo momento las escenas más lúbricas que presenciaron en aquel barrio tan licencioso. A pesar de lo relativamente fácil que le hubiera resultado a Tomás el debut sexual, jamás fue capaz de iniciarse allí; aun amparado en el anonimato presunto que le brindaban callejuelas tan sórdidas. Con el paso del tiempo, en alguna ocasión estuvo a punto de hacerlo… Para ello, fue aconsejado efusivamente por Vicente, compañero de trabajo doce años mayor que él, conocedor repetitivo de la espelunca vulvar de su venerada Claudia; llegando el mozo en una ocasión a preguntar a la lumia el importe de los servicios que presuntamente le iba a realizar: el prolegómeno indispensable antes de pasar a mayores.
Claudia era una guapa ramera natural de Fuentes de Oñoro, Salamanca, una morenaza esbelta, de unos treinta años. Estaba dotada de un ovalo facial perfecto con expresión traviesa y no menos infantil; unos ojazos negros preciosos; el pelo corto peinado y cortado a lo garçon; una voz expresiva, cálida, sugestiva, revestida con un tono gutural grave pero delicioso, de claro matiz masculino. Cuando esperaba sentada a los supuestos clientes, siempre se la podía contemplar envuelta en una nube algodonosa de volutas humeantes, fumando con avidez L&M extra largos; y, cómo no, trasegando un buen destornillador de vodka ruso, exhibiendo una lánguida pose y una serena delectación. La salmantina, le apodaban sus compañeras, y, de esta manera, respondían por ella al ser interpeladas por los presuntos fornicadores acerca de Claudia. Las colegas cachondas de fornicio precipitado siempre contestaban a los interesados con un respeto exclusivo, barnizado por una admiración profesional, habida cuenta de la frecuencia de las salidas precipitadas de la charra en dirección al mueblé, la cual guiaba a su maromo aleatorio de pago siempre altanera. Abandonaba el antro pisando fuerte, por delante del maromo, enfundada en sus botas altas, contoneando su cadera rotunda con desenfado satisfactorio, gran aplomo y mucha seguridad. A su paso, durante el exiguo pero angosto recorrido que mediaba desde el diván mullido hasta la salida del prostíbulo frecuentado, dejaba flotando una nube aromática de rubio americano entreverada con vaharadas etéreas de una solicitada fragancia parisina.
Aquel día resultó inolvidable. Una vez dentro del lujoso antro –el conocido Gato Negro–, Tomás avanzó con decisión tremulante hacia el lugar que pomposamente ocupaba la lumia buscada en el canapé rococó, tan elegante, largo y mullido como variado en carne de prostíbulo –el notario que escribe estos párrafos iba detrás de él–. Cuando por fin llegamos a su altura, en el fondo del local, Tomás quedó absorto, ya que apenas pudo levantar la vista del escote de la golfa –cuyo canalillo me recordaba más bien al canal de Corinto, por su profundidad y angostura escarpada. “¡Madre mía del amor eterno, qué domingas!”, pensé para mis adentros, imaginando al unísono la delicia que se debería sentir en el caso de quedarse atrapado uno en tales concavidades glabras con textura de papel biblia, al intentar atravesar dicho pasaje–. En pose mayestática mi colega inquirió con timidez de oca a la exuberante meretriz: “¿Cu..., cua... cuánto?” “Ciento cincuenta duritos y la cama, por ser para ti..., pimpollito mío de mi corasoón, ¿subimos ya?, mi rey” –oí que le contestó la prostituta–. Después de escuchar la respuesta típica y esperada, Tomás actuó con circunspección inaudita y atrevida de presunto tratante de ganado, llegando a introducirle decididamente la palma de la mano por debajo del vaporoso soutien negro de encaje y así sopesar el seno tan generoso; aun arriesgándose a recibir no sólo una bofetada fulminante sino un exabrupto fuerte de la muy solicitada profesional del sexo. Aun así, realizó dicho reconocimiento con su mano más temblorosa: la diestra, haciendo nido sobre sus senos imponentes; efectuó al mismo tiempo movimientos lentos, envolventes, y comprobó de forma exhaustiva –hoy el atrevimiento nos resulta a los dos tan chocante como increíble– la configuración en cuanto a la cantidad y calidad de aquellas glándulas mamarias soberbias y morenas.
Después, no bien salimos del puti Tomás me reveló en la calle, muy excitado, no sólo que había sentido las avellanas duras de ambos pezones con total nitidez entre sus dedos trémulos, sino que la larga y atrevida extremidad superior derecha se le había impregnado de un aroma empalagoso que le recordaba al de las rosas silvestres. El perfume tardaría tanto en desaparecer, o incluso más, que la erección espontánea e imponente que le había causado la caricia pertinaz de la suave piel que tapizaba atributos tan bellos y femeniles, al ser recorridos y reconocidos por el contacto palpitante de sus torpes manos. No obstante, aún se arriesgó más al desplante, la reacción violenta o al radical tortazo de la prostituta salmantina, cuando el froteurista hizo un guiño capcioso, o pretendida mueca de desaprobación del seno turgente, nada más finalizar la contundente exploración mamaria, como si se tratase del ademán profesional de un tocólogo experimentado en busca de tumores sospechosos, o del significativo gesto del enólogo experto a la caza de soleras antiguas, el cual, con prosopopeya de sibarita, en plena cata, escupe el caldo ingerido al sumidero tras el enjuague riguroso del paladar y, sin más, continua estoico con las pruebas sucesivas. Pero no –¡qué vaaa!–, por suerte no sucedió nada anormal; y es que transcurría un sábado sabadete: uno más de aquellos sábados alegres y primaverales de camisa limpia y polvete..., a media tarde, día de mucho trabajo para este colectivo femenino.
La profesional, imponente, permaneció impasible en su sitio, como si fuera una reina casquivana en el trono, calzada con unas botas negras espectaculares, de mosquetero, sobre sus torneadas piernas. Vestía una minifalda blanca tan corta que nos permitía, cuando descruzaba las piernas para cambiar de postura sobre el tapizado del sofá, adivinarle el triángulo boscoso con suficiencia nítida a través de la braguita exigua, transparente e incitante, que hacía juego con el sujetador negro. En un instante, Claudia giró la cabeza ante la llegada al diván de otro cliente hipotético, lo más seguro que con más experiencia y aplomo que Tomás, y la puta se dirigió hacia él en pose receptiva de negocios, omitiendo los nervios, los miedos y las timideces de un mozalbete de dieciocho primaveras: un membrillo tan indeciso como atrevido. Esta circunstancia proverbial nos facilitó la salida precipitada del putiferio sin incidentes, para volver con alguno de nuestros acompañantes a otros bares e intentar realizar una escena similar o aun más picante que la anterior...

Cuando volvíamos al pueblo, me decía Tomás que lo que más rabia le daba era no haber tenido huevos para culminar de una vez por todas la experiencia definitiva, cada vez más deseada, de perder la candidez; es más, no dejaba de jurarse y jurarme, en todo el recorrido ferroviario, que el próximo día o debutaba o no volvía más por aquellos arrabales superpoblados del reino del vicio. E, indefectiblemente, como consecuencia de sus temores e indecisiones, seguir condenado a ser socio de Onán a perpetuidad.

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