El chief engineer del gasero
El joven e inquieto mecánico debió
de haber descendido de inmediato, no bien desatracaron del muelle del Pireo, a
su puesto de trabajo en el taller de la sala de máquinas, que ahora se mostraba
más limpia y ordenada después de todo el trajín de las reparaciones, donde,
antes de trepar a la soleada cubierta, él había estado muy afanado elaborando
unas piezas con mucha precisión en el torno made
in URSS, robusta máquina
herramienta. Se trataba, ni más ni menos, que de un juego de casquillos de
bronce para una de las bombas centrífugas que tenía numeradas, etiquetadas y
apoyadas de forma ordenada contra un mamparo. Todas ellas permanecían a la
espera de su turno, por riguroso orden de prioridad, en el proceso de
reparación, tras su chequeo previo y exhaustivo. En este caso le tocaba a una
de las impulsoras del fluido de agua dulce ya fría, proveniente del
intercambiador agua salada-agua dulce del circuito cerrado de refrigeración del
motor principal. Una de las muchas bombas que rehabilitó tras comprobar el avanzado
estado de deterioro de los cojinetes citados; algunas de ellas no tenían
prácticamente apoyos de metal blando en los muñones del rotor: desgaste que
denotaba con claridad su considerable uso.
El mecánico se encontraba a gusto,
inmerso en aquellos días azules primorosos, a pesar de la dura, pringosa y
abundante faena, contingencias habituales de la profesión; pero más molestas
aún al estar sumadas a la presencia, pegajosa y continua, del mayor energúmeno tocacojones que Tomás conoció: el dios
de dioses palentino Jonás Población, chief engineer[1],
que siempre se mostraba con un carácter irritable, insatisfecho y amargado. Aun
así, Tomás intentaba conservar la calma, no sin cierta relajación y alguna
comodidad, muy satisfecho con los resultados de su trabajo meticuloso en el
taller, pequeño y ordenado: su particular reino de 14 metros cuadrados.
El equipo de máquinas ya había
culminado, con éxito, pero con la imprescindible colaboración de una empresa
local de ajuste y trabajos mecánicos navales, especialista en grandes motores
marinos, la inspección completa y reparación posterior del más querido y odiado
amigo de Tomás: el propulsor germano
MAN ZK de 8 cilindros y 9.600 BHP. Este coloso robusto e infatigable funcionaba
a simple efecto en el ciclo de dos tiempos. Se trataba de un artefacto
monumental y preciso dotado de sobrealimentación y barrido de retorno, diseñado
para durar, incluso usando combustibles de muy bajo índice de cetano. Tomás
llegó a pensar que dicha mole podía funcionar hasta con el aceite sobrante de
la cocina de a bordo. Es más, aquella alegría fue complementada por el total
reacondicionado, posterior montaje y puesta a punto de dos de los tres motores
auxiliares helvéticos SULZER. O, lo que es lo mismo, unas máquinas tan
acreditadas como precisas, excelentemente acopladas a los perseverantes
generadores alemanes SIEMENS de corriente alterna que, a su vez, surtían
generoso fluido de amperios a la red eléctrica del buque.
Después del ajuste y montaje de los
dos SULZER, no bien actuó el maquinista de turno sobre las válvulas de arranque
e inyectó el aire comprimido necesario para su puesta en marcha, los auxiliares
respondieron al instante con un traqueteo metálico, seco y continuo, hasta que
alcanzaron el régimen normal de rodaje. De inmediato, tanto los operarios de la
empresa griega como el personal de máquinas, comprobaron la calidad de los
trabajos efectuados, a plena satisfacción; y todos sus artífices contemplaron
risueños el redondeo perfecto del volante, absortos ante el peculiar sonido de
estos magníficos motores de cuatro tiempos y seis cilindros, que giraban
alegres, con absoluta regularidad, al estar muy bien sincronizados...
Sin embargo, Tomás prefirió quedarse
al sol gozando de una panorámica espléndida; la aparición fugaz del joven
mecánico en cubierta se convertirá sin más en una estancia dilatada, de manera
especial al sentirse influido y acariciado por la perspectiva benigna de la
tarde mediterránea; ahora, cada vez más solaz con el paso rutinario de las
horas. Así que el mecánico permaneció en popa junto a varios compañeros de
tripulación: marineros, engrasador, electricista, radio, contramaestre,
bombero... Haraganeando todos, semitumbados sobre los cabos gruesos de
filástica que se hallaban perfectamente adujados junto a los molinetes de los
cabrestantes. Todos trasegaban buena
cerveza checa, con permiso de los daneses, posiblemente la mejor del mundo. El
nuevo mecánico escuchaba con interés ávido decenas de anécdotas del más puro
sabor marinero, que eran narradas en el transcurso de la espléndida tarde
costera por estos argonautas baqueteados y cincuentones, y que fueron vividas
por ellos cuando estuvieron enrolados en diversos tipos de buques
pertenecientes a las navieras y consignatarias más importantes del globo. Los
disertantes de turno hacían hincapié tanto en los avatares genuinos como en los
múltiples gajes del oficio que, indefectibles, les fueron surgiendo a lo largo
de decenas de campañas: recalando en los puertos más recónditos de todos los
continentes, singlando constantemente desde Tampa a Yokohama, de Vancouver a
Puerto Limón; de Valparaíso al Mar del Plata, por el Cabo de Hornos, en busca
de Montevideo y Buenos Aires, con sus imponentes churrascos, tangos y
tanguistas; del infierno del Caribe de nuevo rumbo a la olla a presión del
Pérsico; de Colón a Panamá, sorteando las esclusas de Gatún, Pedro Miguel y
Miraflores, remolcados, a veces, por sendas locomotoras a babor y estribor,
singlando desde el Mar de las Antillas a la bahía homónima del canal. De Ciudad
del Cabo a Durban, recalando en todas las urbes populosas que florecieron a lo
largo de las costas de esa rica nación, en donde la raza blanca propició el
vergonzoso apartheid sudafricano
desde la época de los boers, y que,
por aquellas fechas de los años ochenta, todavía seguía mostrando toda su
crudeza inhumana con la etnia negra: la más humillada y explotada a lo largo de
la triste historia de este planeta.
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