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domingo, 15 de marzo de 2020

Trefilando el cáñamo

Trefilando el cáñamo



Tomás también hizo novillos; si bien, fueron pocas las piras. En total, mi compañero de bachiller me reflejó claramente un par de ocasiones durante todo el bachillerato elemental, que cursó por libre en la academia El Abra, de Santurtzi, como decimos ahora. Dichas deserciones siempre le llevaban a la búsqueda del puerto pesquero para intentar bogar en sus aguas junto con alguno de sus colegas aventureros: Callejo, Amilibia, Gorroño, Moya, Expósito, Mielgo, Núñez o Damy, a bordo de los rechonchos botes del club de remo Virgen del Mar, pintados de azul claro, toscos, pesados y muy poco marineros, con capacidad para cinco galeotes y timonel, denominados Amboto y Gorbea.
El requisito más imprescindible para lograr tal fin consistía en que el señor Gabino, responsable veterano del renaciente club de bogadores, se encontrase de buen café. Éste fue, a su vez, un viejo lobo de mar, bogador adiestrado y antiguo campeón con la trainera homónima de la bonita aldea. Previa a la cesión, supuesta, a los mozalbetes del bote correspondiente con sus remos imprescindibles para su posterior y gravosa bajada a la rampa, transportado a hombros por los seis adolescentes con el fin de embarcar y comenzar a bogar, si habían tenido suerte en la petición anterior... y el mostacho, imponente e hirsuto, de este buen hombre había dado su aquiescencia imperativa, era obligatorio, después de haber sido dotados de una provisión aceptable de cáñamo por el sabio anciano, haber fabricado los estrobos necesarios con paciencia infinita y mucho celo, nada menos que cuatro ásperas rosquillas por remero. Así y todo, los púberes, ingenuos, ignorábamos hasta el final de la labor de trenzado, tan larga como rutinaria, si el vigilante, octogenario, meticuloso y circunspecto iba a cedernos la embarcación, y, recalcitrantes, pudiésemos seguir imitando un día más al gran marino de Guetaria, Juan Sebastián Elcano.
Nos sentíamos plenamente realizados si habíamos logrado salirnos con la nuestra. Sobre todo, cuando en el agua, tras unas horas intensas de boga ardua, marcando la estropada a golpes de cronómetro y atravesando decenas de veces desde el varadero del desguace hasta el embarcadero de la escuela de náutica, decidíamos que ya estábamos un poco hartos de realizar txampas iniciales impetuosas, ciabogas muy ceñidas y romper algún que otro estrobo. Así, un poco abatidos, bogábamos de nuevo hacia el punto de partida en la rampa. Perezosos, sacábamos el bote del agua y lo volteábamos cargándolo al mismo tiempo sobre nuestros fatigados hombros; esta maniobra facilitaba el drenaje total del agua salada que siempre se acumulaba a bordo durante la intensa sesión de remo. Al final de la boga lo transportábamos hacia su lugar de almacenaje. Ejecutábamos estas fases rutinarias finales un poco cohibidos, imaginando a distancia la supervisión atenta del viejo lobo, con su vieja cachimba trabada en sus colmillos, aún prominentes. En momentos determinados no lo veíamos, pero los remeros echábamos de ver que el lobo se encontraba apostado estratégicamente entre las embarcaciones desvencijadas que colmaban los adoquines, vetustos, del plano inclinado, a la espera de ser carenadas, calafateadas y pintadas; ya que, al ascender con el bote cargado sobre nuestros hombros, percibíamos las vaharadas aromáticas de buen tabaco de pipa. Después, teníamos dolores de músculos abdominales, dorsales, lumbares, bíceps y posaderas para largos días. Las manos nos aparecían despellejadas en su totalidad: en carne viva, una cuestión peliaguda que podía delatarnos ante nuestras familias y profesores. Sin embargo, si en alguna ocasión fuimos descubiertos, se debió, más que nada, a causa de algún chivatazo flagrante dado por algún ojeador..., u ojeadora espontáneos.

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