Trefilando el cáñamo
Tomás
también hizo novillos; si bien, fueron pocas las piras. En total, mi compañero
de bachiller me reflejó claramente un par de ocasiones durante todo el
bachillerato elemental, que cursó por libre en la academia El Abra, de Santurtzi, como decimos ahora. Dichas
deserciones siempre le llevaban a la búsqueda del puerto pesquero para intentar
bogar en sus aguas junto con alguno de sus colegas aventureros: Callejo,
Amilibia, Gorroño, Moya, Expósito, Mielgo, Núñez o Damy, a bordo de los
rechonchos botes del club de remo Virgen del Mar, pintados de azul claro,
toscos, pesados y muy poco marineros, con capacidad para cinco galeotes y timonel, denominados Amboto y Gorbea.
El requisito
más imprescindible para lograr tal fin consistía en que el señor Gabino,
responsable veterano del renaciente club de bogadores, se encontrase de buen
café. Éste fue, a su vez, un viejo lobo de mar, bogador adiestrado y antiguo
campeón con la trainera homónima de la
bonita aldea. Previa a la cesión, supuesta, a los mozalbetes del bote
correspondiente con sus remos imprescindibles para su posterior y gravosa
bajada a la rampa, transportado a hombros por los seis adolescentes con el fin
de embarcar y comenzar a bogar, si habían tenido suerte en la petición
anterior... y el mostacho, imponente e hirsuto, de este buen hombre había dado
su aquiescencia imperativa, era obligatorio, después de haber sido dotados de
una provisión aceptable de cáñamo por el sabio anciano, haber fabricado los
estrobos necesarios con paciencia infinita y mucho celo, nada menos que cuatro
ásperas rosquillas por remero. Así y
todo, los púberes, ingenuos, ignorábamos hasta el final de la labor de
trenzado, tan larga como rutinaria, si el vigilante, octogenario, meticuloso y
circunspecto iba a cedernos la embarcación, y, recalcitrantes, pudiésemos seguir
imitando un día más al gran marino de Guetaria, Juan Sebastián Elcano.
Nos
sentíamos plenamente realizados si habíamos logrado salirnos con la nuestra.
Sobre todo, cuando en el agua, tras unas horas intensas de boga ardua, marcando
la estropada a golpes de cronómetro y atravesando decenas de veces desde el
varadero del desguace hasta el embarcadero de la escuela de náutica, decidíamos
que ya estábamos un poco hartos de realizar txampas
iniciales impetuosas, ciabogas muy ceñidas y romper algún que otro estrobo.
Así, un poco abatidos, bogábamos de nuevo hacia el punto de partida en la
rampa. Perezosos, sacábamos el bote del agua y lo volteábamos cargándolo al
mismo tiempo sobre nuestros fatigados hombros; esta maniobra facilitaba el
drenaje total del agua salada que siempre se acumulaba a bordo durante la
intensa sesión de remo. Al final de la boga lo transportábamos hacia su lugar
de almacenaje. Ejecutábamos estas fases rutinarias finales un poco cohibidos,
imaginando a distancia la supervisión atenta del viejo lobo, con su vieja
cachimba trabada en sus colmillos, aún prominentes. En momentos determinados no
lo veíamos, pero los remeros echábamos de ver que el lobo se encontraba apostado estratégicamente entre las
embarcaciones desvencijadas que colmaban los adoquines, vetustos, del plano
inclinado, a la espera de ser carenadas, calafateadas y pintadas; ya que, al
ascender con el bote cargado sobre nuestros hombros, percibíamos las vaharadas
aromáticas de buen tabaco de pipa. Después, teníamos dolores de músculos
abdominales, dorsales, lumbares, bíceps y posaderas para largos días. Las manos
nos aparecían despellejadas en su totalidad: en carne viva, una cuestión
peliaguda que podía delatarnos ante nuestras familias y profesores. Sin
embargo, si en alguna ocasión fuimos descubiertos, se debió, más que nada, a
causa de algún chivatazo flagrante dado por algún ojeador..., u ojeadora
espontáneos.
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