Etiquetas

viernes, 13 de marzo de 2020

Cátedras de billar

Cátedras de billar


Tomás seguía inmerso en la típica edad en la que todos mozalbetes comprendidos entre los catorce y diecisiete años pensábamos que sabíamos mucho del mundo femenino. Pero, claro, sobre la base incierta de unos conocimientos adquiridos, la mayoría de las veces, de tratados teóricos y escritos muy farragosos de sexología: casi indescifrables, que no dejaban de ser unos compendios bastante casposos y deslavazados, como consecuencia de la censura, implacable, ejercida aún por los empecinados poderes fácticos que dirigían con tenacidad los derroteros unidireccionales e históricos de ‘La Gran Reserva Espiritual de Occidente’: una grande, libre, indisoluble e infragmentable unidaddedestinoenlouniversal, en donde, a pesar de triunfar el fascio con aplastante diferencia en la cruzada, casi siempre proclamaban aquellos secuaces que aún así estábamos amenazados de continuo por terribles contubernios judeo-masones.
Aquel aprendizaje tan arduo se lo debemos en mayor escala a la auditoría, cotidiana y perseverante, de decenas y decenas de enseñanzas soeces, recabadas por medio de chistes procaces y un sinnúmero de aventuras híbridas narradas fantásticamente por aquellos intrépidos protagonistas veinteañeros, con el pitillo en la boca, a lo Bogart, y el taco de billar apoyado con indolencia impostada sobre la mesa de billar, después de haberlo untado con suavina en la parte más delgada, así facilitar su deslizamiento sobre los dedos de la mano, siempre sudorosos, y embadurnado su badana semiesférica de la punta del palo con un cubo de tiza pequeño, de color añil, evitándoles pifias inoportunas sobre el marfil de las bolas. De vez en cuando, los oradores de fortuna guiñaban el ojo de forma simultánea desde la perspectiva humosa, elevada, envueltos por volutas etéreas, interrumpidos a veces por las toses estentóreas que les provocaba la fumarada, fustigados por la nicotina depositada en sus gargantas. Así y todo, adivinaban la mejor proyección y presunta trayectoria de la bola ebúrnea blanca marcada por un punto negro diminuto, la cual, sacudida por el palo, golpeará con sequedad a sus homólogas. A pesar de toda esta prosopopeya, el billarista de turno tratará de no errar con el palo durante un largo intervalo de tiempo con el fin de efectuar una tacada extensa de carambolas, que trasladará lo más rápidamente, no sólo con pretendida petulancia sino también con duros gestos de matón, al ábaco, ecuánime y multicolor, colgado de la pared, pareciendo como que al jugador de turno y a sus satélites, los golfantes ilustrados, se les iba la vida en aquellos ademanes no sólo demasiado estudiados sino vehementes en exceso.

Siempre se trataba de historias tórridas, aun revestidas de ciertos tintes escatológicos; pero que escuchábamos los novatos a aquellos oradores serios: los sabios billaristas, en cátedra atenta y devota. En otras ocasiones, dichas aventuras también las recabábamos de compañeros aún más avispados que los portadores del taco, o de otros todavía más afortunados o decididos que ya habían debutado en el sexo. Unos y otros baquianos presumían con vanidad, tan ampulosa como masculina, de haberse llevado a su pareja aleatoria femenina a la campa, al muelle de hierro de Portu –sporting, decíamos entonces– o a alguno de aquellos reservados de ciertos bares, tan cutres y no menos caros, para parejas cachondas; además, estos muchachotes no dejaban de alardear con suficiencia repetidora y frívola ante los imberbes, restregándonos que ya se habían tirado a ésta o aquélla: féminas que, por entonces, resultaban unos mitos eróticos rimbombantes para los novatos; ahora, esta circunstancia nunca fue obstáculo para que las leyendas y hazañas de las damiselas fueran conocidas de sobra, tanto por nosotros como por todas las cuadrillas de bisoños que poblaban las concurridas salas de billares del pueblo y sus aledaños, verbigracia:
Igone, la Rubia, aunque oxigenada, de Mamariga: ninfómana insaciable. Según los billaristas, no se le ponía nada por delante como se encaprichase de algún maromo. Es más, a veces actuaba sola, una vez que las amigas, más comedidas que ella, acudían de retirada hacia sus domicilios a una hora prudencial. De esta guisa, sin más compañía que sus doradas crenchas, se presentaba valiente en los pubs más marchosos, en donde aún abundaba carne de varón, o irrumpía con arrojo en las abarrotadas cafeterías de la época en busca de la presa elegida para dar el coñazo sin tregua a todos los atónitos miembros de la cuadrilla masculina en cuestión. Al final, siempre conseguía desgajar del grupo al venerado macho, seduciéndolo sin prisa pero sin pausa. Para dicho fin desplegaba un elenco amplio de recursos y nunca dudaba a la hora de utilizar la más provocadora coquetería: “Donde ponía el ojo, ponía el chocho”..., aseguraban textualmente aquellos testarudos oradores, con el taco preparado, tiesos, en jarras; acaso así pretendían emular al Caballero de la Triste Figura con la lanza en ristre, al mismo tiempo que expulsaban decenas y decenas de arabescos humosos dirigiéndolos con tino campanudo a los tubos fluorescentes, fatigados y parpadeantes, acompañándolos de una gama completa de exabruptos y retruécanos elaborados al máximo, los cuales siempre culminaban en toses y carcajadas profusas y no menos estentóreas.
Josefina, la Cachonda, pelirroja delgada de seno tan breve como planchado, o al revés: apenas dos mandarinas se las deseaban para copar el siempre sugestivo sujetador de la talla ochenta, cuyas copas rellenaba con algodón hidrófilo. Residía con sus padres en un piso de la calle Santa Eulalia; trabajaba de auxiliar de farmacia. Sólo verla tras el mostrador de la botica, enfundada en su bata blanca, impoluta, ya les daba un no sé qué: acaso una sacudida especial a los golfos de los billares, cuyo morbo les será transmitido casi por telepatía a los inexpertos espectadores. A partir de esa revelación, interesante, los bisoños la espiábamos de forma oculta, aunque de continuo, mas siempre éramos descubiertos o bien por la réproba susodicha o por su jefa. La Cachonda robaba decenas y decenas de condones surtidos, óvulos espermicidas, sofisticadas cremas vaginales y otros adminículos, tan excitantes como diversos, a su dueña, fachendosa y atrabiliaria, para luego regalárselos a los monitores billaristas más sabios con indolencia desprendida de resabidilla procaz, incitándoles con descaro a usarlos con ella misma en la campa o detrás de los grandes bloques de hormigón del muelle.
Isabel, la Morenaza, oriunda del barrio del Bullón. Entró por enchufe en El Estilo Galés; al poco tiempo de su ingreso en dicho centro, todos los imberbes de la panda supimos en los corrillos copiosos del pueblo que su progenitora, despampanante y circunspecta –esta última cualidad era impostada, sólo de cara a la galería–, aun estando casada como estaba, sostenía un lío de lo más escabroso con uno de los directivos de los grandes almacenes. De donde dedujimos el origen de su atrezzo, fantástico, siempre en vanguardia de la moda, junto con sus perfumes, afeites, al lado de un sinnúmero de complementos caros y sofisticados. Nos resultaba obvio que, con el sueldo de su marido, albañil empleado en la brigada de obras del consistorio municipal, dichos despliegues femíneos le resultasen imposibles. Sin embargo, Isabel tuvo suerte, ya que, cuando se destapó el adulterio de su madre, el acaudalado amante fue trasladado de centro, y ella, la enchufada, a pesar de todo, siguió en su puesto. En el futuro, la Morenaza no supo aprovechar la coyuntura laboral tan favorable; y es que, con el correr de los años tuvo una aventura tórrida y vergonzosa, similar a la que mantuvo su madre (de tal palo, tal putilla). En este caso se trató de un affaire vergonzoso, tanto más chabacano cuanto más vodevilesco, como veremos después, ya que la joven, en vez de apuntar a la cumbre –como lo había hecho su madre– y dar un buen braguetazo con inteligencia suficiente y discreción total, se lio con un sátiro disfrazado de simple empleado del obrador de pastelería de dichos grandes almacenes, casado y padre de seis arrapiezos; ahora bien, según decían las malas lenguas, un mozo garañón. Sus compañeros les sorprendieron varias veces en pleno devaneo, a pesar de escamotearse hábilmente en horas convenidas, buscando para ello los sitios más ocultos e insospechados del centro de trabajo y, ahí es nada, en plena jornada laboral. Parece ser que, para tales menesteres, la empleada abandonaba su punto de venta con cualquier excusa, ante la mirada impertérrita de Susana, compañera veterana de mueble; ésta, aunque le vigilaba el stand, abarrotado, y daba cuenta de su largo abandono al Sr. Delicado, el despistado jefe de sección de oportunidades; si bien, la colega de la ausente ya sospechaba el contenido bochornoso de tales huidas. El amante, fámulo, dejaba su zona de trabajo en el obrador de repostería, siempre situada al borde de la perola rechoncha de la batidora incansable, a la que, hasta la llegaba del momento feliz de la espantada, no dejaba de cascarle docenas y docenas de huevos en su borde superior, metálico y afilado, para lanzarlos con indolencia desabrida a su marsupio cóncavo. Con dichas ausencias, el pastelero demoraba a su libre albedrío todo el proceso, laborioso y rutinario, de preparación del tocino de cielo, los hojaldres, chuchos, carolinas, cabellos de ángel y otras dulces delicatessen.
Al final, los colegas de la Morenaza, hartos de tales ausencias y escenas, viendo que la jodienda no tenía enmienda, resolvieron denunciarlos ante la dirección, y, esa misma semana, que casualmente correspondía a la del catorce de febrero, terminaron los dos en la puta calle: fueron despedidos sin más preámbulos ni cortapisas de ningún tipo. Dichas bajas fueron debidas no sólo a causa de la actitud, tan terca como cotidiana, de los dos amantes que, así y todo, tuvieron tiempo de sobra para enmendarse, sino por la actuación, severa e implacable, del jefe de personal. Éste, nada más saberlo y verificarlo con sus ojos, se quedó atónito ante tal cuadro erótico, eso sí. Pero esta circunstancia no fue óbice para que él se mostrase contundente: aún más, acicateado porque el repostero pertenecía al comité sindical de empresa; aunque Toño, el Rondeño, si bien a veces se mostraba reivindicativo en sus propuestas, resultaba un enlace al que apenas se le oía chistar en las reuniones laborales. El directivo añadió al consejo auditor, boquiabierto, que la vendedora sorprendida era una impresionante hembra morena de unos ciento ochenta centímetros de talla, dotada de seno turgente, unas piernas esculturales y, por lo visto, un aguante maratoniano; no fuera a ser que, de no haber tomado dicha decisión drástica, una vez pasado el susto, la vendedora y el pastelero volviesen a las andadas.
Míriam, la Chocho Eléctrico, residía en la calle Juan XXIII. Era hija muy repipi de un listero atildado de la Continental Eléctrica, tan arrogante y presumido como miope, chivato, esquirol y lacayuno. Así le distinguían los peritos golfos –ya que lo conocían por medio de Gorka, alias Canillas, cuyo ascendiente, mecánico ajustador fino, era compañero de trabajo en la misma sección donde ejercía sus fueros el apuntador–, con el taco en ristre y el cigarro humoso, mordido y ladeado entre los dientes. Cuando se la iban a clavar a la niñata chochola –según declamaba el Pupas, gesticulante, con el taco como si fuera su presunta compañera sexual y hablando en falsete, imitándola– ésta clamaba con pasión temblorosa, pero con melindre plañidero, estudiado, suplicando: “Ay, ay, ay, por favor no, no, no..., Mikel, cielo mío, ay, ay, ay, no, no, por favor no me metas toda esa cosa”. A lo que Vicente, el Bíceps, el más grandullón, forzudo y descarado del grupo de descarados matones, añadía poniendo la voz en falsete e imitando al teatrero Pupas: “Ay, ay sí, sí Mikel, corazón, por favor sácamela hacia dentro que me entra mucho aire”. “Pero, nada de eso, no bien el artista de turno se la introducía entera –continuaba jocoso Vicente– pedía, hierática, con la cara desencajada y los ojos vidriosos, como fuera de sus órbitas: más profundidad y apremio, meándose de gusto mucho antes de llegar al paroxismo y ventoseándose como un fuelle por tal parte, con variados aires porteños de bandoneón, durante los movimientos confricativos pertinaces de los genitales afanosos, esperando que su chocho, ávido, se le convirtiese en algo muy parecido a un abrevadero de patos”. La inmediata inundación seminal, si bien crispada y cercenada a lo bruto, le sobrevenía inexorable con rito masculino, regándole su hirsuto monte de Venus tras la marcha atrás obligada del Pupas, Maciste el Coloso, el Carambolas, el Bujías, el Bíceps, u otro aguerrido galán picador de turno. Míriam, al sentir el contacto cálido y húmedo de la avenida compulsiva e intensa de esperma, se volvía loca de gusto, retorciéndose como un crótalo herido de bala sobre la áspera tundra, envuelta en un galimatías, erótico e inacabable, de suspiros y violentas contracciones.
Todas aquellas interpretaciones in situ facilitaban, tanto los golfos libidinosos como a los oyentes bisoños, que todo el grupo nos desternillásemos de risa entre toses, esputos y algún que otro exabrupto recordando al valiente patrón del pueblo, el que mató al lagarto. Los golfos del billar también solían mentar de forma cariñosa a la patrona de los argonautas, talla que todos los años era, y, aún hoy, es sacada de la parroquia para pasearla en lancha por el Abra interior. Es más, los billaristas llegaban a tales arrebatos pasionales, que tenían que llevarse las manos a la barriga para intentar contener las oscilaciones violentas de los vientres trémulos. Mas, aun así, no podían evitar que estas contingencias hilarantes, alegres y desaforadas les dejasen exhaustos, lo mismo a los taimados actores que a nosotros, los atentos oyentes habituales. Este follón, intenso, facilitaba a los demás jugadores de las máquinas tableteantes de petacos y al resto de los que castigaban a los futbolines ruidosos y tableros glaucos de ping pong, que todos ellos se apiñaran alrededor de la mesa de billar en donde se disputaba la partida histriónica. Se trataba del detonante de una algarada incipiente de consecuencias imprevistas, cuya explosión no agradaba en absoluto al responsable del negocio. Éste, al que llamábamos el Calavera, por sus remarcadas facciones cráneo encefálicas, desesperado y a gritos, enarbolaba un trozo de taco de billar desechado e intentaba poner, a palos, orden en el salón, no fuera a ser que el motín presunto se le disparase yéndosele a mayores... y, aprovechando la ocasión, algunos de aquellos pilluelos se le marchasen sin pagar las partidas en curso; razón por la cual, antes de asir el palo astillado, echaba la llave no sólo a la puerta de acceso de la sala de futbolines, como decíamos los novatos, sino al cajón metálico en donde guardaba el dinero. De esta manera empezaba su gestión, dilatada pero efectiva; ahora, una vez aplacada la revuelta, ni dios salía de la escandalosa sala de futbolines sin haber pasado antes por la vicaría.
Desiré, la Melómana, de Capitán Mendizábal: capi, o la calle del dólar, decíamos entonces. Ésta ejercía de contumaz estudiante de Comercio que, además, se creía niña pija por méritos propios desde la cuna, el chupete, el Jané de charol y el Pelargón. Siempre cateaba por vagancia; sólo pensaba en estar hora tras hora en el Rolls Royce y el resto de los pubs y bares de moda de la bonita aldea, en los cuales, acompañada de amigas muy afines a ella, tomaba té con limón, descafeinado de cafetera... o aun, cuando la piña femínea quería retar a los donjuanes de costumbre, ellas se armaban de valor y pedían un cubata de ron Negrita, sobrecargado de alcohol, después lo sorbían por riguroso turno entre las cuatro ponentes, acompañado de cigarrillos rubios mentolados. Hablaban de trapos, bikinis, tíos cachas, nabos o del destino anual de sus vacaciones. Era hija única de un delineante de la Naval, satisfecho, que estaba convencido de que tenía un diamante en bruto en casa; quizá el tiralíneas intentaba reservarla para un armador multimillonario de Neguri. Lo que ignoraba el dibujante, confiado y orondo, es que, a sus dieciocho primaveras, dicha joya ya estaba tallada en exceso: repulida y ya libre de asperezas. La prenda, seráfica, conocía todos los reservados para parejas del pueblo y de los alrededores, del más cutre al más moderno. Del mismo modo resultaba una de las más expertas y consumadas melómanas. Dentro de dicha disciplina, brillaba de una forma especial en la composición, cuyo organigrama tan difícil resultaba al resto de sus amigas, de solos, dúos, tercetos y cuartetos de sinfonías, muy elaborados todos ellos; sobre todo, los destinados para zambomba y clarinete.
Conchi, la Experta. Hábil y disciplinada peluquera del barrio Cabieces, la cual nunca ponía pegas a nada ni a nadie; si bien, en todo momento le gustaba llevar la voz cantante. Dicho protagonismo hacía que ella siempre disfrutase, se encontrase con quien se hallara: ora prosternada, entregada, rendida ante un veterano altanero de los del billar pidiéndole suavidad y ternura con aplomo; ora dirigiendo la maniobra, temblorosa y torpe, de acoplamiento del aspirante aleatorio, tan virginal como trémulo, con la polla dura, pero aterrorizada, bien ceñida entre los anillos numerosos que invariablemente decoraban la mano diestra de la Experta.
O, Irene, la Tetona. Del barrio de Las Viñas, muy versada en masajes a la cubana y todo un repertorio interminable de gallolas, algunas entreveradas con pellizcos comedidos, cachetes en las nalgas y glúteos... y de premio –si el abandonado pollo de turno se había dejado conducir con concentración y aquiescencia absolutas–, le remataba la faena de la gallola en curso con un remolinete de regalo, complicado hasta la saciedad…

He decidido cesar en este punto la enumeración vodevilesca porque no sólo las escenas comentadas, sino los personajes que he intentado reflejar acudieron en un momento que me encontraba desquiciado, abatido, falto de inspiración y contemplaba evanescente las musarañas, curiosas, que ya anidaban en el techo y las que, con el mismo fin, de las anteriores aún trepaban por las paredes de mi espartano estudio, sobre todo cuando una de ellas aterrizó suavemente sobre el teclado. Quizá uno estaba en trance de adivinar el trajín pertinaz de las que sabía todavía más dañinas y que presentía ocultas, mimetizadas con el polvo que día tras día se va acumulando detrás de las ordenadas estanterías. A todas ellas les estoy sobremanera agradecido, incluso a las sabandijas, gnomos, duendes, virus informáticos y otros bichos, delicuescentes e inimaginables, más atrevidos, que imaginaba mofándose con saña de mi ineptitud. Por el contrario, estoy convencido de que algunas de las criaturas etéreas citadas aun serán capaces de activarme la memoria al empezar a teclear. Si continué el capítulo hasta llegar a Irene: la Tetona, fue, más que nada, porque pensé que las acciones encajaban en él.
Añado que no sólo conocí de vista a las protagonistas de carne y hueso, sino sus numerosas habilidades y conocimientos, sofisticados y sorprendentes, en la materia que me ocupó; pero aquellas damiselas, lúbricas a más no poder, de edades comprendidas entre dieciocho y veinte años, aparecían tan lejanas como inalcanzables para la mayoría de los mozalbetes principiantes en la época narrada. Así y todo, nos mostrábamos enormemente satisfechos después de acudir de oidores a la cita cotidiana de los billares con perseverancia vespertina; de un modo especial tras el desarrollo y conclusión, morboso e interesante, de las interesantes cátedras de taco, esputo, tiza y cigarrillo.
A pesar de todo, lo que más deseaba Tomás era echarse una chavala con ansiedad imperiosa: un anhelo de lo más normal entre amigos de colegio, de barrio o compañeros de trabajo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario