Ensueños sobre mi butaca favorita
I: El hediondo muladar animado
II: Catarsis, hambruna, turistas y emigrantes
III: Cartillas, bacanales… y más guerra
IV: Neutralidad, represión y aislamiento
V: Torquemada, los marañones y Eldorado
VI: Panoplias, celos y duelos
I
De aquellos programas de la
televisión estatal que más genuinamente podemos denominar telebasura, destaca
uno que se titula Gran Hermano.
Huele tanto el fermentado estiércol que emana del pestífero muladar, que nunca me atreví a presenciarlo; pero, aun
así, he seguido con rigor científico las críticas y comentarios de
gente que posee conocimientos necesarios como para fundamentar y corroborar de
forma fehaciente lo que ya me temía.
“¿A quién se le habrá ocurrido
tamaña desfachatez?”
Y que, a mayor abundamiento, lo
plagien algunas televisiones europeas..., vamos..., el colmo de los colmos: “Ir
a Vigo, casarse con una viga y tener hijos listones”, que decía mi pobre padre;
o, también: “Meter una zapatilla en una jaula y esperar a que cante”, como se
me antoja decir ahora.
Digo del espacio citado
anteriormente si no sería una evolución hacia lo morboso –que parece ser lo que
más demanda incesantemente la siempre insatisfecha
audiencia de la caja que cada día es más tonta– de aquellos otros programas que
tantas lágrimas hacían derramar a las gentes que los contemplaban, denominados reality show... O de aquel otro llamado Quién
sabe dónde.
En concreto, este último era
presentado por un periodista famoso, apellidado Lobatón, y ambos acaparaban una
audiencia muy estimable para la mejor televisión del país; a ello contribuían
en buena medida los familiares de los desaparecidos, que volvían, incrédulos y
apenados, de dios sabe dónde, al cabo
de varios lustros, y las escenas emotivas –a veces desgarradoras– representadas
por aquéllos en el momento puntual del feliz retorno y encuentro dentro del
plató, las cuales siempre catartizaban a los televidentes.
II
Pero lo más revelador e instructivo,
tras la contemplación de los espectáculos televisivos patéticos y animados que
he citado, era que dejaban traslucir el fondo de miseria, habitual y crudo, y el
desarraigo de una nación que, al final de la década de los sesenta y principios
de los setenta, el establishment, cicatero,
nos hacía creer que ya se trataba de un país europeo, moderno... y en realidad
seguíamos aislados a cal y canto del conjunto de las naciones avanzadas, habida
cuenta de que aún no habíamos superado nuestros atavismos, lacras y complejos
endémicos de país pobre, en todos los órdenes.
Al mismo tiempo otras legiones de
turistas ávidos, motorizados, que tenían vacaciones pagadas cruzaban las
fronteras e invadían las costas, los campings y los hoteles hispanos en busca
de sensaciones fuertes, aprovechando el cambio ventajoso de sus poderosas
divisas en relación con la devaluada peseta. Las constantes avalanchas de
extranjeros contrastaban vergonzosamente con las partidas, conmovedoras, de
miles de emigrantes patrios, que huían
transportando al hombro la consabida maleta de cartón o incluso un arca de
madera tosca atada con cuerdas, esmaltada o sin esmaltar. Aquellas hordas de paletos entrañables (tan
cariñosamente españoles), eran nuestros más genuinos representantes; casi
siempre se los veía enfundados en el clásico traje de pana negra o marrón,
gastada, en cuyos bolsos de la chaqueta o sufrido pantalón indefectiblemente se
encontraban: la petaca repujada, de piel de Ubrique, rebosante de picadillo; el
papel de fumar; el chisquero de mecha, contra viento y marea; y la navaja
albaceteña, bien afilada, con cachas en forma de pata de cabra. Normalmente viajaban
con la faja liada al vientre, enjuto, y la boina, muy ajada, calada hasta las
orejas; mal calzados, embutidos en botas de campo, toscas y acartonadas,
elaboradas de buen material por el
artesano zapatero remendón de sus pueblos de origen. Aun a veces se desplazaban
apoyándose sobre alpargatas de esparto, livianas, atadas con tiras alrededor de
los tobillos. Además de las valijas arcaicas consabidas, los más afortunados
irrumpían en los andenes de las estaciones cargados con cestas de mimbre:
rebosantes de longanizas, huevos cocidos, sardinas gallegas, chorizos de
Salamanca, cecina de León y tortillas de patata, gruesas, con variados
tropiezos entreverados entre ellas, y hogazas de pan algo rancias; la bota de
vino se hacía notar hinchada, rellena de un caldo espeso de Toro, más ligero
Jumilla o Valdepeñas.
Nuestros paletos llenaban con cierto recato y timidez hispana los vagones de
tercera categoría de los grandes expresos europeos, en busca de un futuro mejor
para ellos y las divisas, imprescindibles, que puntualmente enviarán a sus
pueblos natales para poder paliar el hambre, acuciante, de los familiares, circunspectos,
que se habían quedado en la desolada piel de toro al cuidado del terruño y de cuatro…
o, a lo sumo, media docena de animales famélicos, de cuadra. Siendo estas
gentes las que gozaban de cierto privilegio,
ya que la inmensa mayoría no tenía nada para llevarse a la boca. Estoy haciendo
referencia a los años posteriores e inmediatos a la devastadora y cruenta
contienda. Fueron tiempos en los que se padeció una hambruna tremenda,
espantosa, dentro de una posguerra ácida, cuyas manidas imágenes, las
generaciones más jóvenes, aún en pantalones cortos, hemos presenciado algo
incrédulos, siempre en blanco y negro. Apenas había nada de nada: no se
encontraba un gato vivo, peladura de patata, de plátano o de naranja entre los
desperdicios habituales de un pueblo o ciudad de entonces.
III
Después de todo aquel amargo
panorama, llegaron las cartillas de racionamiento. En algunas imprentas
clandestinas se imprimieron miles de ellas de forma fraudulenta; y ciertos
facinerosos se enriquecieron con su intenso tráfico y agiotaje. Dotadas de
estas libretas, tras interminables colas y esperas –a veces infructuosas–, las
gentes, famélicas, conseguían una barra de un pan especial de no se sabe qué
cereal, cuatro patatas, y, los más afortunados –increíblemente favorecidos,
opino–, una ración valiosa de aceite, cuando no algo de manteca, para freír lo
poco freíble que entonces se podía conseguir sin recurrir al estraperlo,
recurso impensable para la mayoría por los precios prohibitivos que imperaban,
de mercado negro. Con estos escasos abastos, tan fundamentales para el pueblo desnutrido,
especulaban algunos elementos afectos al régimen; eso sí, amasando al unísono
unas fortunas suculentas, que luego dilapidaban alegremente dando rienda suelta
a su frustrada imaginación en grandes orgías y bacanales, con las mejores delicatessen
de importación, servidos con cofia, a espuertas y a su total arbitrio. Mientras
tanto, el resto de los habitantes, especialmente los del bando perdedor, se
arracimaban espoleados por la miseria tremenda que asolaba el Ruedo Ibérico o
se pudrían irremediablemente en las cárceles de todo el territorio nacional o,
asimismo, en campos de concentración, en países que ya se autodenominaban
demócratas o republicanos; pero que dieron totalmente la espalda a sus compatriotas,
aguerridos y necesitados, de debajo de los Pirineos.
Cuando me pongo a recordar el
artículo primero de la Constitución de
1931 de la malograda 2ª República, que señalaba: “España es una república
democrática de trabajadores diferentes organizados en régimen de libertad y
justicia”, escribo: “¡Qué poco caso nos hicieron!” Ahora que, no tardando
mucho, Europa entera se volvería a desangrar en un conflicto mucho más grave,
terrible y encarnizado que la primera Guerra Mundial o guerra de trincheras; este evento bélico reciente, o
segunda Gran Guerra, contaba con unos medios de destrucción y una tecnología
destructiva que en aquellos tiempos ya resultaban tremendamente maquiavélicos y
espantosamente avanzados. Estos adelantos
dejaron una estela de destrucción inmensa y desoladora en todos los frentes de
batalla, terribles, y un aniquilamiento del pueblo judío no sólo atroz, sino
meticuloso y sistemático por causa de las ínfulas envenenadoras del
nacional-socialismo teutón. Estas premisas fueron llevadas adelante sin
escrúpulos ni miramientos por los sicarios y energúmenos nazis; las cuales
degeneraron en el genocidio más funesto de toda la funesta historia de la
humanidad, y que jamás será olvidado por los ascendientes y descendientes de
los mártires y los escasos supervivientes que eventualmente pudieron escapar de
aquel holocausto fatídico.
IV
Unos años después del término de la
última contienda mundial, nos llegará el trigo y la carne de la Argentina de
Perón. A continuación, lo harán las ayudas cuantiosas a Europa, previstas en el
plan Marshall, a cambio de la implantación de bases militares yankees en los lugares más estratégicos
de los países afectados. El conocido propósito humanitario, homónimo del general George Catiett, Premio Nóbel de
la paz en 1953, fue elaborándose en U.S.A. entre 1947 y 1949 y apareció en el
viejo continente en plena década de los cincuenta. Los socorros esperados fueron
llegando en el transcurso del periodo tenso, denominado guerra fría, posterior a la segunda gran guerra. Su reglamento fue
aceptado de forma unánime por dieciséis países, en la Conferencia de París, y únicamente
fue rechazado por la Unión Soviética.
Por suerte, durante la segunda Gran
Guerra –como en la primera– permanecimos en un estado de neutralidad beneficioso: contingencia afortunada
que permitió que el país ibérico, de alguna forma u otra, iniciase un lento
proceso de reconstrucción; si bien con la aplicación rigurosa de un control férreo
e implacable, vis à vis, por parte de un régimen de fuerza desbordada, bruta,
pero que, ideológicamente, resultaba muy pobre. El nuevo establishment
estuvo basado de forma constante y capital, desde el triunfo de la cruzada
católica hasta la anhelada transición política, en la aplicación de una represión
continua y tremenda, infatigablemente ejercida con absoluta legalidad por los advenedizos y antiguos
conspiradores y su caterva inherente de sicarios. Nunca les habían temblado las
manos a los gobernadores militares y civiles, sanguinarios todos ellos, en el
momento de la firma de centenas y centenas de sentencias de muerte; miles de
personas fueron procesadas en juicios sumarísimos, tras haber sido detectadas y
prestamente detenidas e interrogadas por los colaboradores más lacayunos de los
mandatarios. Todos aquellos cadáveres andantes, desgraciados, totalmente
desechos, confesaban muchas veces su pretendida culpabilidad, ya con decenas de
fracturas en sus huesos, castigados sobremanera; así evitaban las tandas de
inhumanas vejaciones y suplicios subsiguientes. De todas las maneras, no
dejaban de recibir tormentos, tan sofisticados como bestiales, que eran
aplicados salvajemente por séquitos eficaces de cobardes: boxeadores, picaneros, cirujanos
de campaña sádicos o de hospital de sangre, que practicaban disecciones
anatómicas sin cloroformo sobre los cuerpos exánimes de sus compatriotas,
blandiendo de forma simultánea bisturís herrumbrosos. Estas escenas, tétricas, eran
contempladas con frialdad absoluta e inhumana por el resto del elenco selecto de
torturadores profesionales de la
D.G.S.1: comisarios y subcomisarios, ocultos
bajo sus anteojos solares rutilantes; agentes y subagentes arribistas mascando
chicle con dureza impostada y gesto sarcástico, como sacados de las mejores
novelas negras o requetevistas películas policíacas norteamericanas. Todos
estos personajes y personajillos: caterva macabra que siempre estaba mendigando
en busca de ascensos por méritos de guerra,
se tornaban en los lacayos más sublimes y abyectos, cabecillas pensantes y más
terribles esbirros de la dictadura, corrosiva a rabiar, que habían impuesto los
militares rebeldes.
Así y todo, a trancas y barrancas, después de la brutal conflagración vernácula
la nación fue caminando –catartizada– hacia un futuro lleno de incertidumbres;
pero, ante el estado actual de la sociedad española, la transición esperada y
la evolución vertiginosa de los acontecimientos socio-políticos, estos albures,
con el correr de los años, no han hecho otra cosa que demostrarnos, tanto al
que teclea estos párrafos como a las generaciones venideras, que el olvido del
oneroso millón de víctimas que había causado la guerra cruenta entre hermanos,
nos ha resultado imposible –y me atrevería a decir que lo sigue siendo–, lo
mismo en la férula que circunda a los descendientes, orgullosos de los
vencedores, que en la perteneciente a los sucesores de los vencidos, abatidos y
humillados, después de la larga contienda denominada por los azules: La Gran
Cruzada Católica.
Aquellos años no tan lejanos, a
caballo entre la República, tan bisoña y esperanzadora como agonizante y
fenecida, y el alzamiento incipiente de los rebeldes, se tornaron excesivamente
difíciles. Después estos personajes, tras tres años de desolación y muerte; de
mugre, hambre y miseria, al mando del melifluo general gallego, darían paso –cautivo
y desarmado el ejército rojo y habiendo alcanzado las tropas nacionales
sus últimos objetivos– a una de las dictaduras más ásperas y luctuosas de
toda la dilatada, afligida e irredenta historia de la humanidad. Fueron fechas
decisivas en las páginas tristes de la gran leyenda e historia agitada de un
país, al cual aquel individuo había denominado unidaddedestino en lo universal, en el que llegado como llegó el
caso, les fue necesario defenderlo no ya joseantonianamente: con la acre
y humosa dialéctica de las pistolitas,
sino que impusieron al pueblo demócrata la filípica terrible y sangrienta de
los máuseres, obuses, granadas de mano, morteros y otras exquisiteces de
importación.
A pesar de la victoria aplastante del
gran jefe faccioso, el régimen impuesto por él con la valiosa ayuda
italogermana, siempre se encontraría acosado recalcitrantemente por peligrosos y disolventes contubernios
judeomasónicos; ahora bien, este nuevo destino no fue óbice para que la
nación resultante, arrasada, fuera rebautizada, con la ayuda importante y
decisiva del clero, como LA RESERVA ESPIRITUAL DE OCCIDENTE (denominación
que pongo en mayúsculas y negrita en semejanza de hilajos negros engarabitados de
sotana vieja y muy raída, únicamente para diferenciarlo en el texto).
V
Afortunadamente las nuevas
generaciones, presentes en todos los sectores de esta nueva sociedad –pese a lo
que he manifestado anteriormente–, poco a poco vamos prescindiendo de aquella
página tan negra en la historia de esta nación, a pesar de que el eximio doctor
D. Gregorio Marañón vaticinase en su día que serían necesarias tres
generaciones (equivalente a cien años) para su olvido completo.
Por fortuna, haciendo referencia a
las creencias religiosas administradas de forma irrefutable por los negros
prosélitos, aliados hasta la muerte con los militares rebeldes, ambos
representantes fanáticos de su Dios
en la tierra, las progenies actuales somos cada vez más laicas y, con tal
comportamiento o forma de pensar, influimos notablemente en la otra parte de la
sociedad conservadora. Lógicamente dicha actitud ética está haciendo
reconsiderar a la Iglesia muchas de sus posturas atávicas de intransigencia, oscurantismo y refracción a la cultura: cada vez hay menos gente que se atreve a
intentar descifrar dogmas y misterios impenetrables que durante siglos tuvieron
atemorizados a millones de creyentes, con la sospecha de estar siempre en
pecado y a un paso de las calderas de Pedro Botero. Esta organización tan
inhumana como criminal ha sido la gran culpable, a lo largo de toda la triste
historia de este país –primero como poder fáctico y después sumándose sin
complejos al alzamiento militar de los insurrectos–, de la mayoría de los males
y atraso endémico centenario que siempre ha caracterizado a la nación ibérica.
Por todo ello, la situación impuesta por la Iglesia: mística, temerosa,
fanática y perenne ha impedido a este país estar a la cabeza de las naciones
más avanzadas, las cuales se alarmaban de forma ostensible al conocer los
métodos que había empleado la SANTA INQUISICIÓN, ayudada con primor por
la SANTA HERMANDAD (las pongo en mayúsculas para diferenciarlas en el
texto), cuando en las plazas de Castilla
se procedía a algún auto de fe, donde imponía la presencia sobrecogedora del cardenal
Torquemada, tétrico, gélido e
implacable: su primer inquisidor. Aquellas chusmas delirantes de prosélitos apasionados,
adictos y no adictos al dogma católico, podían oler el asado de carne humana
que reverberaba de las flamas exhaladas por los ígneos cuerpos de los infelices
sambenitados, que morían abrasados tras ejecuciones sumarísimas, en nombre de
un dios inventado por los hombres. Transcurría una fase de la historia en donde
la vida no tenía ningún valor y aún menos la de los plebeyos y gente baja; y es
que éstos vivían en sumisión constante e indigencia humillante, ante la total
apatía de la nobleza, el clero y la corte.
Todo lo que en esta larga, pero
honda glosa digresiva anterior, he intentado relatar me la sugirió el programa
aludido al comienzo de este texto. Fue en el transcurso de un día aciago en el
que, tratando de vencer la abulia y total falta de ideas para seguir viviendo
en positivo, no sé cómo, me dio por encender la caja que cada día es más tonta.
A lo largo de estos párrafos apasionados
he intentado sintetizar de manera lo más sucinta posible unos hechos que
indudable e indisolublemente forman parte de la historia fanatizada de un país
que fue magno: en sus dominios no se ponía el sol. Sin embargo, pudo ser mucho
más grandioso –no en posesiones y colonias– por la gallardía y el potencial
humano intrínsecos de una raza formada por gentes sobrias, estoicas,
acostumbradas y adiestradas para grandes empresas. Pero que, bajo el yugo, ubicuo
y eterno, de la cruz de un cristo crucificado, por un lado, no tuvieron otras
miras que las que les impuso el fanatismo axiomático de una religión monoteísta;
y, por el otro, la búsqueda continua e infatigable de Eldorado; eso sí, constantemente acuciadas por la fiebre del oro subsiguiente
e insaciable. Empero, sucumbieron arrastradas por las pasiones más bajas;
puesto que por menos de un quítame allá
esas pajas, hacían entrechocar las espadas con ferocidad absoluta de
alimañas peligrosas acosadas –muchas veces en vano–; es más, no distinguían ni
a sus coetáneos o paisanos.
Habida cuenta del arranque de este
ensayo, he intentado justificar la cadencia y los derroteros del relato con la
aclaración puntual del párrafo anterior; pero, al tocar el tema de Eldorado, no puedo evitar la citación de
algunos de sus protagonistas. Aquellos eran unos depredadores ávidos, aventureros,
cochineros y pastores, en su mayoría oriundos de la pobre Extremadura: Corteses, Balboas, Ojedas, Pizarros, Valdivias…, o marañones sádicos a las órdenes del vozarrón del
alfeñique cojo locoaguirre. Unos y
otros dejaban por doquier un reguero de sangre: ya sería en los pantanos
mexicanos, a bordo de galeoncitos de juguete; en llanadas despejadas, montando
en monstruos herrados que
aterrorizaban a los inocentes aborígenes para exterminarlos y robarles el pan
cazabe; en maniguas amazónicas impenetrables y umbrías, sembrando el pánico con
sus luengas barbas, morriones, celadas, picas, ballestas y toscos arcabuces,
aterrorizando a las bestias más salvajes, que salían despavoridas al notar la
presencia de estos intrusos acorazados; en quebradas arriscadas y desfiladeros vertiginosos;
o en las riberas del caudaloso Marañón (Amazonas), para pasto de bancos de
pirañas insaciables, después de descender de las cumbres heladas y peñascos
peruanos, con trabajos extenuadores y sufrimientos inhumanos, para embarcar
hombres, barraganas, tamemes, bestias y bastimentos en embarcaciones estrambóticas
pésimamente construidas, y aún peor calafateadas: algunas no resistían ni la
botadura, desarmándose estrepitosamente con la facilidad de un castillo de
naipes, mucho antes de llegar al agua…
Aquellos individuos no eran más que
unos espantajos de carne y hueso que, transportados por la fuerza de la
corriente fluvial más caudalosa del mundo, singlando a bordo de embarcaciones extrañas,
atravesaban un paraíso inhóspito repleto de nubes de mosquitos, ofidios venenosos
y alimañas desconocidas; avanzaban con codicia desmesurada, engatusados
hábilmente por los cautos indígenas. Se dirigían rumbo a la búsqueda de la gran
bicoca en forma de piedra filosofal, convertida en laguna untuosa y rutilante,
adonde no más llegasen se zambullirían para salir rebozados en oro. Esta
expedición daba cuerpo a la utopía más fantástica de todos los tiempos: Eldorado.
VI
Por el contrario, olvidándonos de
aquellos parajes amazónicos umbríos o andinos, cuando la acción se desarrollaba
en la vieja Europa, obviando los conflictos de Flandes o el Milanesado, y las
guerras continuas y sangrientas entre naciones vecinas eternamente rivales, con
la eterna sombra de la cruz cristiana festoneando sobre lábaros, pendones y
gallardetes; a menudo también transcurría frívolamente entre las orgías e
intrigas palaciegas fantásticas que provocaban los válidos y cortesanos ambiciosos
al lado de princesas insatisfechas y reinas casquivanas, durante las mascaradas
anónimas que celebraban en salones suntuosos y enormes. Asimismo, todos estos
personajes, cual intrépidos marañones,
en este caso, en la cuna de la civilización,
por una cuestión nimia de celos entre alguno de ellos, aquellas escenas histriónicas
acababan en duelos laboriosos y muy cruentos, desarrollados a golpe de florete
en escenarios sombríos que, normalmente, estaban situados en lugares rodeados
de un barroquismo desproporcionado, donde sus protagonistas, osados, se hacían
picadillo acicateados lo mismo por una pasión desaforada y desgañitadora que
por un viril desprecio aguerrido, estoico, hacia sus propias vidas. El interior
de estos espacios mudos: testigo impasible del continuo entrechocar de los
afilados ferros, se hallaba genuinamente representado por una profusión de
tallas monstruosas, estofadas y sin estofar, junto a lienzos y tapices enormes.
A veces estas valiosas obras de arte también resultaban mancilladas y grotesca
e impunemente mutiladas, y las telas de las fastuosas pinacotecas atravesadas,
desgarradas por la violencia inusitada de alguna estocada fallida. El resto del
elenco del decorado manierista lo completaban casullas, cruces, capisayos,
sagrarios, cálices, patenas y roquetes; albergados, a veces, en retablos imponentes
revestidos de pan de oro. En otras ocasiones hacían acto de presencia armaduras
orinadas con las picas en ristre, panoplias desplegadas de aceros toledanos,
oropeles, estafermos desmochados, pacotillas abundantes y estandartes representativos
no sólo de sectas antiguas sino también de inquietas y belicosas generaciones.