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sábado, 11 de abril de 2020

El émulo de Gustave

El émulo de Gustave

 Ayer me sentí todo un Flaubert, con permiso de Bouvard y Pécuchet: por la mañana, no bien me desayuné, antepuse un adjetivo a un sustantivo en la frase que estaba pergeñando; por la tarde, después de almorzar, se lo postpuse, y, antes de introducirme entre las sábanas, lo anulé.

lunes, 6 de abril de 2020

La fértil malmaridada



La fértil malmaridada


Pasaste obligada por la vicaría
a los veintitrés años
(a la fuerza también ahorcan),
a causa de un coitus interruptus
que a los nueve meses se convirtió,
en tu ubérrimo gineceo,
por obra y gracia de la madre naturaleza,
en un hermoso varón de cuatro kilos de peso
y cincuenta y cinco centímetros de talla.

A los cuatro años concebiste otro machote,
a pesar del efectivo método anticonceptivo
que empleabas, bajo el consejo
de una prestigiosa profesional
de la villa de don Diego.

Tras nueve años de aquella firma,
nerviosa en extremo,
en uno de los juzgados de la capital,
tú y tu consorte os planteasteis la separación
y firmasteis raudos el convenio regulador.

Después de siete años de vida independiente,
volvisteis a firmar el subsiguiente divorcio,
con su retahíla congénita de demandas;
ruido estruendoso de procuradores
y abogados sin toga, requerimientos puntuales
de juzgados; docenas de alegaciones minuciosas;
sentencias temerosas, actas notariales,
minutas, disposiciones;
embargos y alzamientos de bienes…


lunes, 30 de marzo de 2020

Ensueños sobre mi butaca favorita




Ensueños sobre mi butaca favorita




I: El hediondo muladar animado
II: Catarsis, hambruna, turistas y emigrantes
III: Cartillas, bacanales… y más guerra
IV: Neutralidad, represión y aislamiento
V: Torquemada, los marañones y Eldorado
VI: Panoplias, celos y duelos

I

De aquellos programas de la televisión estatal que más genuinamente podemos denominar telebasura, destaca uno que se titula Gran Hermano. Huele tanto el fermentado estiércol que emana del pestífero muladar, que nunca me atreví a presenciarlo; pero, aun así, he seguido con rigor científico las críticas y comentarios de gente que posee conocimientos necesarios como para fundamentar y corroborar de forma fehaciente lo que ya me temía.
“¿A quién se le habrá ocurrido tamaña desfachatez?”
Y que, a mayor abundamiento, lo plagien algunas televisiones europeas..., vamos..., el colmo de los colmos: “Ir a Vigo, casarse con una viga y tener hijos listones”, que decía mi pobre padre; o, también: “Meter una zapatilla en una jaula y esperar a que cante”, como se me antoja decir ahora.
Digo del espacio citado anteriormente si no sería una evolución hacia lo morboso –que parece ser lo que más demanda incesantemente la siempre insatisfecha audiencia de la caja que cada día es más tonta– de aquellos otros programas que tantas lágrimas hacían derramar a las gentes que los contemplaban, denominados reality show... O de aquel otro llamado Quién sabe dónde.
En concreto, este último era presentado por un periodista famoso, apellidado Lobatón, y ambos acaparaban una audiencia muy estimable para la mejor televisión del país; a ello contribuían en buena medida los familiares de los desaparecidos, que volvían, incrédulos y apenados, de dios sabe dónde, al cabo de varios lustros, y las escenas emotivas –a veces desgarradoras– representadas por aquéllos en el momento puntual del feliz retorno y encuentro dentro del plató, las cuales siempre catartizaban a los televidentes.

II

Pero lo más revelador e instructivo, tras la contemplación de los espectáculos televisivos patéticos y animados que he citado, era que dejaban traslucir el fondo de miseria, habitual y crudo, y el desarraigo de una nación que, al final de la década de los sesenta y principios de los setenta, el establishment, cicatero, nos hacía creer que ya se trataba de un país europeo, moderno... y en realidad seguíamos aislados a cal y canto del conjunto de las naciones avanzadas, habida cuenta de que aún no habíamos superado nuestros atavismos, lacras y complejos endémicos de país pobre, en todos los órdenes.
Al mismo tiempo otras legiones de turistas ávidos, motorizados, que tenían vacaciones pagadas cruzaban las fronteras e invadían las costas, los campings y los hoteles hispanos en busca de sensaciones fuertes, aprovechando el cambio ventajoso de sus poderosas divisas en relación con la devaluada peseta. Las constantes avalanchas de extranjeros contrastaban vergonzosamente con las partidas, conmovedoras, de miles de emigrantes patrios, que huían transportando al hombro la consabida maleta de cartón o incluso un arca de madera tosca atada con cuerdas, esmaltada o sin esmaltar. Aquellas hordas de paletos entrañables (tan cariñosamente españoles), eran nuestros más genuinos representantes; casi siempre se los veía enfundados en el clásico traje de pana negra o marrón, gastada, en cuyos bolsos de la chaqueta o sufrido pantalón indefectiblemente se encontraban: la petaca repujada, de piel de Ubrique, rebosante de picadillo; el papel de fumar; el chisquero de mecha, contra viento y marea; y la navaja albaceteña, bien afilada, con cachas en forma de pata de cabra. Normalmente viajaban con la faja liada al vientre, enjuto, y la boina, muy ajada, calada hasta las orejas; mal calzados, embutidos en botas de campo, toscas y acartonadas, elaboradas de buen material por el artesano zapatero remendón de sus pueblos de origen. Aun a veces se desplazaban apoyándose sobre alpargatas de esparto, livianas, atadas con tiras alrededor de los tobillos. Además de las valijas arcaicas consabidas, los más afortunados irrumpían en los andenes de las estaciones cargados con cestas de mimbre: rebosantes de longanizas, huevos cocidos, sardinas gallegas, chorizos de Salamanca, cecina de León y tortillas de patata, gruesas, con variados tropiezos entreverados entre ellas, y hogazas de pan algo rancias; la bota de vino se hacía notar hinchada, rellena de un caldo espeso de Toro, más ligero Jumilla o Valdepeñas.
Nuestros paletos llenaban con cierto recato y timidez hispana los vagones de tercera categoría de los grandes expresos europeos, en busca de un futuro mejor para ellos y las divisas, imprescindibles, que puntualmente enviarán a sus pueblos natales para poder paliar el hambre, acuciante, de los familiares, circunspectos, que se habían quedado en la desolada piel de toro al cuidado del terruño y de cuatro… o, a lo sumo, media docena de animales famélicos, de cuadra. Siendo estas gentes las que gozaban de cierto privilegio, ya que la inmensa mayoría no tenía nada para llevarse a la boca. Estoy haciendo referencia a los años posteriores e inmediatos a la devastadora y cruenta contienda. Fueron tiempos en los que se padeció una hambruna tremenda, espantosa, dentro de una posguerra ácida, cuyas manidas imágenes, las generaciones más jóvenes, aún en pantalones cortos, hemos presenciado algo incrédulos, siempre en blanco y negro. Apenas había nada de nada: no se encontraba un gato vivo, peladura de patata, de plátano o de naranja entre los desperdicios habituales de un pueblo o ciudad de entonces.

III

Después de todo aquel amargo panorama, llegaron las cartillas de racionamiento. En algunas imprentas clandestinas se imprimieron miles de ellas de forma fraudulenta; y ciertos facinerosos se enriquecieron con su intenso tráfico y agiotaje. Dotadas de estas libretas, tras interminables colas y esperas –a veces infructuosas–, las gentes, famélicas, conseguían una barra de un pan especial de no se sabe qué cereal, cuatro patatas, y, los más afortunados –increíblemente favorecidos, opino–, una ración valiosa de aceite, cuando no algo de manteca, para freír lo poco freíble que entonces se podía conseguir sin recurrir al estraperlo, recurso impensable para la mayoría por los precios prohibitivos que imperaban, de mercado negro. Con estos escasos abastos, tan fundamentales para el pueblo desnutrido, especulaban algunos elementos afectos al régimen; eso sí, amasando al unísono unas fortunas suculentas, que luego dilapidaban alegremente dando rienda suelta a su frustrada imaginación en grandes orgías y bacanales, con las mejores delicatessen de importación, servidos con cofia, a espuertas y a su total arbitrio. Mientras tanto, el resto de los habitantes, especialmente los del bando perdedor, se arracimaban espoleados por la miseria tremenda que asolaba el Ruedo Ibérico o se pudrían irremediablemente en las cárceles de todo el territorio nacional o, asimismo, en campos de concentración, en países que ya se autodenominaban demócratas o republicanos; pero que dieron totalmente la espalda a sus compatriotas, aguerridos y necesitados, de debajo de los Pirineos.
Cuando me pongo a recordar el artículo primero de la Constitución de 1931 de la malograda 2ª República, que señalaba: “España es una república democrática de trabajadores diferentes organizados en régimen de libertad y justicia”, escribo: “¡Qué poco caso nos hicieron!” Ahora que, no tardando mucho, Europa entera se volvería a desangrar en un conflicto mucho más grave, terrible y encarnizado que la primera Guerra Mundial o guerra de trincheras; este evento bélico reciente, o segunda Gran Guerra, contaba con unos medios de destrucción y una tecnología destructiva que en aquellos tiempos ya resultaban tremendamente maquiavélicos y espantosamente avanzados. Estos adelantos dejaron una estela de destrucción inmensa y desoladora en todos los frentes de batalla, terribles, y un aniquilamiento del pueblo judío no sólo atroz, sino meticuloso y sistemático por causa de las ínfulas envenenadoras del nacional-socialismo teutón. Estas premisas fueron llevadas adelante sin escrúpulos ni miramientos por los sicarios y energúmenos nazis; las cuales degeneraron en el genocidio más funesto de toda la funesta historia de la humanidad, y que jamás será olvidado por los ascendientes y descendientes de los mártires y los escasos supervivientes que eventualmente pudieron escapar de aquel holocausto fatídico.

IV

Unos años después del término de la última contienda mundial, nos llegará el trigo y la carne de la Argentina de Perón. A continuación, lo harán las ayudas cuantiosas a Europa, previstas en el plan Marshall, a cambio de la implantación de bases militares yankees en los lugares más estratégicos de los países afectados. El conocido propósito humanitario, homónimo del general George Catiett, Premio Nóbel de la paz en 1953, fue elaborándose en U.S.A. entre 1947 y 1949 y apareció en el viejo continente en plena década de los cincuenta. Los socorros esperados fueron llegando en el transcurso del periodo tenso, denominado guerra fría, posterior a la segunda gran guerra. Su reglamento fue aceptado de forma unánime por dieciséis países, en la Conferencia de París, y únicamente fue rechazado por la Unión Soviética.
Por suerte, durante la segunda Gran Guerra –como en la primera– permanecimos en un estado de neutralidad beneficioso: contingencia afortunada que permitió que el país ibérico, de alguna forma u otra, iniciase un lento proceso de reconstrucción; si bien con la aplicación rigurosa de un control férreo e implacable, vis à vis, por parte de un régimen de fuerza desbordada, bruta, pero que, ideológicamente, resultaba muy pobre. El nuevo establishment estuvo basado de forma constante y capital, desde el triunfo de la cruzada católica hasta la anhelada transición política, en la aplicación de una represión continua y tremenda, infatigablemente ejercida con absoluta legalidad por los advenedizos y antiguos conspiradores y su caterva inherente de sicarios. Nunca les habían temblado las manos a los gobernadores militares y civiles, sanguinarios todos ellos, en el momento de la firma de centenas y centenas de sentencias de muerte; miles de personas fueron procesadas en juicios sumarísimos, tras haber sido detectadas y prestamente detenidas e interrogadas por los colaboradores más lacayunos de los mandatarios. Todos aquellos cadáveres andantes, desgraciados, totalmente desechos, confesaban muchas veces su pretendida culpabilidad, ya con decenas de fracturas en sus huesos, castigados sobremanera; así evitaban las tandas de inhumanas vejaciones y suplicios subsiguientes. De todas las maneras, no dejaban de recibir tormentos, tan sofisticados como bestiales, que eran aplicados salvajemente por séquitos eficaces de cobardes: boxeadores, picaneros, cirujanos de campaña sádicos o de hospital de sangre, que practicaban disecciones anatómicas sin cloroformo sobre los cuerpos exánimes de sus compatriotas, blandiendo de forma simultánea bisturís herrumbrosos. Estas escenas, tétricas, eran contempladas con frialdad absoluta e inhumana por el resto del elenco selecto de torturadores profesionales de la D.G.S.1: comisarios y subcomisarios, ocultos bajo sus anteojos solares rutilantes; agentes y subagentes arribistas mascando chicle con dureza impostada y gesto sarcástico, como sacados de las mejores novelas negras o requetevistas películas policíacas norteamericanas. Todos estos personajes y personajillos: caterva macabra que siempre estaba mendigando en busca de ascensos por méritos de guerra, se tornaban en los lacayos más sublimes y abyectos, cabecillas pensantes y más terribles esbirros de la dictadura, corrosiva a rabiar, que habían impuesto los militares rebeldes.

Así y todo, a trancas y barrancas, después de la brutal conflagración vernácula la nación fue caminando –catartizada– hacia un futuro lleno de incertidumbres; pero, ante el estado actual de la sociedad española, la transición esperada y la evolución vertiginosa de los acontecimientos socio-políticos, estos albures, con el correr de los años, no han hecho otra cosa que demostrarnos, tanto al que teclea estos párrafos como a las generaciones venideras, que el olvido del oneroso millón de víctimas que había causado la guerra cruenta entre hermanos, nos ha resultado imposible –y me atrevería a decir que lo sigue siendo–, lo mismo en la férula que circunda a los descendientes, orgullosos de los vencedores, que en la perteneciente a los sucesores de los vencidos, abatidos y humillados, después de la larga contienda denominada por los azules: La Gran Cruzada Católica.
Aquellos años no tan lejanos, a caballo entre la República, tan bisoña y esperanzadora como agonizante y fenecida, y el alzamiento incipiente de los rebeldes, se tornaron excesivamente difíciles. Después estos personajes, tras tres años de desolación y muerte; de mugre, hambre y miseria, al mando del melifluo general gallego, darían paso –cautivo y desarmado el ejército rojo y habiendo alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos– a una de las dictaduras más ásperas y luctuosas de toda la dilatada, afligida e irredenta historia de la humanidad. Fueron fechas decisivas en las páginas tristes de la gran leyenda e historia agitada de un país, al cual aquel individuo había denominado unidaddedestino en lo universal, en el que llegado como llegó el caso, les fue necesario defenderlo no ya joseantonianamente: con la acre y humosa dialéctica de las pistolitas, sino que impusieron al pueblo demócrata la filípica terrible y sangrienta de los máuseres, obuses, granadas de mano, morteros y otras exquisiteces de importación.
A pesar de la victoria aplastante del gran jefe faccioso, el régimen impuesto por él con la valiosa ayuda italogermana, siempre se encontraría acosado recalcitrantemente por peligrosos y disolventes contubernios judeomasónicos; ahora bien, este nuevo destino no fue óbice para que la nación resultante, arrasada, fuera rebautizada, con la ayuda importante y decisiva del clero, como LA RESERVA ESPIRITUAL DE OCCIDENTE (denominación que pongo en mayúsculas y negrita en semejanza de hilajos negros engarabitados de sotana vieja y muy raída, únicamente para diferenciarlo en el texto).

V

Afortunadamente las nuevas generaciones, presentes en todos los sectores de esta nueva sociedad –pese a lo que he manifestado anteriormente–, poco a poco vamos prescindiendo de aquella página tan negra en la historia de esta nación, a pesar de que el eximio doctor D. Gregorio Marañón vaticinase en su día que serían necesarias tres generaciones (equivalente a cien años) para su olvido completo.
Por fortuna, haciendo referencia a las creencias religiosas administradas de forma irrefutable por los negros prosélitos, aliados hasta la muerte con los militares rebeldes, ambos representantes fanáticos de su Dios en la tierra, las progenies actuales somos cada vez más laicas y, con tal comportamiento o forma de pensar, influimos notablemente en la otra parte de la sociedad conservadora. Lógicamente dicha actitud ética está haciendo reconsiderar a la Iglesia muchas de sus posturas atávicas de intransigencia, oscurantismo y refracción a la cultura: cada vez hay menos gente que se atreve a intentar descifrar dogmas y misterios impenetrables que durante siglos tuvieron atemorizados a millones de creyentes, con la sospecha de estar siempre en pecado y a un paso de las calderas de Pedro Botero. Esta organización tan inhumana como criminal ha sido la gran culpable, a lo largo de toda la triste historia de este país –primero como poder fáctico y después sumándose sin complejos al alzamiento militar de los insurrectos–, de la mayoría de los males y atraso endémico centenario que siempre ha caracterizado a la nación ibérica. Por todo ello, la situación impuesta por la Iglesia: mística, temerosa, fanática y perenne ha impedido a este país estar a la cabeza de las naciones más avanzadas, las cuales se alarmaban de forma ostensible al conocer los métodos que había empleado la SANTA INQUISICIÓN, ayudada con primor por la SANTA HERMANDAD (las pongo en mayúsculas para diferenciarlas en el texto), cuando en las plazas de Castilla se procedía a algún auto de fe, donde imponía la presencia sobrecogedora del cardenal Torquemada, tétrico, gélido e implacable: su primer inquisidor. Aquellas chusmas delirantes de prosélitos apasionados, adictos y no adictos al dogma católico, podían oler el asado de carne humana que reverberaba de las flamas exhaladas por los ígneos cuerpos de los infelices sambenitados, que morían abrasados tras ejecuciones sumarísimas, en nombre de un dios inventado por los hombres. Transcurría una fase de la historia en donde la vida no tenía ningún valor y aún menos la de los plebeyos y gente baja; y es que éstos vivían en sumisión constante e indigencia humillante, ante la total apatía de la nobleza, el clero y la corte.

Todo lo que en esta larga, pero honda glosa digresiva anterior, he intentado relatar me la sugirió el programa aludido al comienzo de este texto. Fue en el transcurso de un día aciago en el que, tratando de vencer la abulia y total falta de ideas para seguir viviendo en positivo, no sé cómo, me dio por encender la caja que cada día es más tonta.
A lo largo de estos párrafos apasionados he intentado sintetizar de manera lo más sucinta posible unos hechos que indudable e indisolublemente forman parte de la historia fanatizada de un país que fue magno: en sus dominios no se ponía el sol. Sin embargo, pudo ser mucho más grandioso –no en posesiones y colonias– por la gallardía y el potencial humano intrínsecos de una raza formada por gentes sobrias, estoicas, acostumbradas y adiestradas para grandes empresas. Pero que, bajo el yugo, ubicuo y eterno, de la cruz de un cristo crucificado, por un lado, no tuvieron otras miras que las que les impuso el fanatismo axiomático de una religión monoteísta; y, por el otro, la búsqueda continua e infatigable de Eldorado; eso sí, constantemente acuciadas por la fiebre del oro subsiguiente e insaciable. Empero, sucumbieron arrastradas por las pasiones más bajas; puesto que por menos de un quítame allá esas pajas, hacían entrechocar las espadas con ferocidad absoluta de alimañas peligrosas acosadas –muchas veces en vano–; es más, no distinguían ni a sus coetáneos o paisanos.

Habida cuenta del arranque de este ensayo, he intentado justificar la cadencia y los derroteros del relato con la aclaración puntual del párrafo anterior; pero, al tocar el tema de Eldorado, no puedo evitar la citación de algunos de sus protagonistas. Aquellos eran unos depredadores ávidos, aventureros, cochineros y pastores, en su mayoría oriundos de la pobre Extremadura: Corteses, Balboas, Ojedas, Pizarros, Valdivias…, o marañones sádicos a las órdenes del vozarrón del alfeñique cojo locoaguirre. Unos y otros dejaban por doquier un reguero de sangre: ya sería en los pantanos mexicanos, a bordo de galeoncitos de juguete; en llanadas despejadas, montando en monstruos herrados que aterrorizaban a los inocentes aborígenes para exterminarlos y robarles el pan cazabe; en maniguas amazónicas impenetrables y umbrías, sembrando el pánico con sus luengas barbas, morriones, celadas, picas, ballestas y toscos arcabuces, aterrorizando a las bestias más salvajes, que salían despavoridas al notar la presencia de estos intrusos acorazados; en quebradas arriscadas y desfiladeros vertiginosos; o en las riberas del caudaloso Marañón (Amazonas), para pasto de bancos de pirañas insaciables, después de descender de las cumbres heladas y peñascos peruanos, con trabajos extenuadores y sufrimientos inhumanos, para embarcar hombres, barraganas, tamemes, bestias y bastimentos en embarcaciones estrambóticas pésimamente construidas, y aún peor calafateadas: algunas no resistían ni la botadura, desarmándose estrepitosamente con la facilidad de un castillo de naipes, mucho antes de llegar al agua…
Aquellos individuos no eran más que unos espantajos de carne y hueso que, transportados por la fuerza de la corriente fluvial más caudalosa del mundo, singlando a bordo de embarcaciones extrañas, atravesaban un paraíso inhóspito repleto de nubes de mosquitos, ofidios venenosos y alimañas desconocidas; avanzaban con codicia desmesurada, engatusados hábilmente por los cautos indígenas. Se dirigían rumbo a la búsqueda de la gran bicoca en forma de piedra filosofal, convertida en laguna untuosa y rutilante, adonde no más llegasen se zambullirían para salir rebozados en oro. Esta expedición daba cuerpo a la utopía más fantástica de todos los tiempos: Eldorado.

VI

Por el contrario, olvidándonos de aquellos parajes amazónicos umbríos o andinos, cuando la acción se desarrollaba en la vieja Europa, obviando los conflictos de Flandes o el Milanesado, y las guerras continuas y sangrientas entre naciones vecinas eternamente rivales, con la eterna sombra de la cruz cristiana festoneando sobre lábaros, pendones y gallardetes; a menudo también transcurría frívolamente entre las orgías e intrigas palaciegas fantásticas que provocaban los válidos y cortesanos ambiciosos al lado de princesas insatisfechas y reinas casquivanas, durante las mascaradas anónimas que celebraban en salones suntuosos y enormes. Asimismo, todos estos personajes, cual intrépidos marañones, en este caso, en la cuna de la civilización, por una cuestión nimia de celos entre alguno de ellos, aquellas escenas histriónicas acababan en duelos laboriosos y muy cruentos, desarrollados a golpe de florete en escenarios sombríos que, normalmente, estaban situados en lugares rodeados de un barroquismo desproporcionado, donde sus protagonistas, osados, se hacían picadillo acicateados lo mismo por una pasión desaforada y desgañitadora que por un viril desprecio aguerrido, estoico, hacia sus propias vidas. El interior de estos espacios mudos: testigo impasible del continuo entrechocar de los afilados ferros, se hallaba genuinamente representado por una profusión de tallas monstruosas, estofadas y sin estofar, junto a lienzos y tapices enormes. A veces estas valiosas obras de arte también resultaban mancilladas y grotesca e impunemente mutiladas, y las telas de las fastuosas pinacotecas atravesadas, desgarradas por la violencia inusitada de alguna estocada fallida. El resto del elenco del decorado manierista lo completaban casullas, cruces, capisayos, sagrarios, cálices, patenas y roquetes; albergados, a veces, en retablos imponentes revestidos de pan de oro. En otras ocasiones hacían acto de presencia armaduras orinadas con las picas en ristre, panoplias desplegadas de aceros toledanos, oropeles, estafermos desmochados, pacotillas abundantes y estandartes representativos no sólo de sectas antiguas sino también de inquietas y belicosas generaciones.


1 Dirección General de Seguridad.