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lunes, 9 de marzo de 2020

Las olas de la inocencia

Las olas de la inocencia


Mi colega arrastra una dosis de conformismo, otra de indiferencia y otra de insatisfacción no bien le hicieron tomar la hostia consagrada. Desde entonces empezó a percibir la enorme diferencia de clases, al contemplar los usos y costumbres de esa otra alegre y próspera sociedad, diferente de la que él estaba acostumbrado a ver, y que habitaba en la ribera derecha del Nervión, junto a su desembocadura en el Abra, dentro de la entrañable e histórica ensenada interior. Se trataba de una casta de afortunados moradores en palacios y mansiones enormes, o simplemente residentes en pisos de gran lujo dotados de grandes terrazas solariegas, protegidas a su vez por majestuosas y chirriantes sombrillas abatibles. En aquellos lugares, muy reales para sus moradores, pero demasiado idílicos e inalcanzables para el resto de los contemplativos merodeadores estivales, algunas familias tomaban el té de las cinco, con languidez, quizá con influjo y maneras anglosajonas, reflejando así el hedonismo y parsimonia de un vasto colectivo representado en su mayoría por gentes cómodas, solventes, satisfechas: sin aprietos de ningún tipo.
Al mismo tiempo, Serafín, Bautista, Remigio... o Hilario, altivos porteros forrados por el obligatorio uniforme o incluso investidos de librea, desertores del arado, reinaban con despotismo advenedizo en sus suntuosos portales, o lo que es lo mismo, en amplios accesos separados de la acera por puertas de acero forjado impresionantes; cuyos suelos resplandecían revestidos de impecables alfombrados, fijados a los escalones por medio de largos tubos de latón pulido.
En el interior de estos zaguanes destacaba de forma especial la solemne presencia del gran diván Chester, clásico, de factura británica, cual enorme paquidermo exhausto, apoyado perezosamente encima del terrazo pulido o parquet encerado, pisando con sus patas delanteras la imponente alfombra persa; jalonado en su delantera por una gran mesa acristalada, cuyos soportes terminaban en agresivas garras de tigre, complementada a su vez por sendas mesitas de mármol a sus costados, sobre las que surgían lámparas esbeltas coronadas por tulipas de tonos ebúrneos, escoltadas a su vez por grandes ceniceros de terracota, cristal de Murano o incluso de bronce, imitando gárgolas añejas en forma de cabeza de felino.
Centrado de forma simétrica con el sedentario e inmenso hipopótamo, pleno de tensas cacarañas circulares atacándole el amplio asiento y generoso respaldo, casi siempre se emplazaba un óleo enorme, o litografía sufrida, representando la típica cacería inglesa del zorro, en la que participaban solemnemente toda la corte y su séquito inacabable de lacayos e histriones, caballerías elegantes, y canes fieros hostigando sin tregua a los asustados raposos, los cuales siempre huían despavoridos tras empecinados toques de cuerno, bajo un cielo plomizo sempiterno, matizado por el resplandor incipiente y ambarino del crepúsculo fugaz que doraba los páramos baldíos de las highs lands.
Encerrada en otras molduras, eso sí, todas ellas selectas, aparecía alguna recurrida marina, o batalla naval anglo–hispana o galo–holandesa, todas ellas desarrolladas con absoluta ferocidad tanto en mares abiertos como al socaire de ensenadas protegidas por cabos abruptos. Invariablemente se observaba una humareda inmensa en ellas, provocada por el intercambio caótico de fuego cruzado entre los altos bordos; los velámenes y gallardetes aparecían ardiendo; los recios palos machos, astillados, resistían aún alojados en sus carlingas abstrusas, y la mayor parte de la jarcia: gavias y botavaras se mostraban asimismo bamboleantes, amenazadoras, desencajadas salvajemente de sus motones.
Siempre ondeaban con claridad los pabellones nacionales de las potencias citadas en dichas lides, tremolando en los barrocos castillos de popa. Unas veces lo hacían rasgados; otras ardiendo, o, aun, en ocasiones, permanecían incólumes en su gallardía arrogante.
En el caso de que tuviéramos alguna duda respecto a la bandera enarbolada por los fieros contrincantes, creo que la mayoría de las veces acertaríamos combinando hasta la saciedad el orden de los cuatro países pendencieros.
El resto de las ocasiones la protagonista de estas manifestaciones pictóricas era la manida vista de la ría del Nervión: sus altos hornos, cargaderos, gabarras, remolcadores, mastodónticos buques en construcción y esbeltos veleros.
Al pasar por delante de tales recibidores, éstos se percibían profusamente colmados de latones rutilantes y oropeles fatuos rondando por todas las esquinas. Si por alguna casualidad las grandes puertas metálicas permanecían entreabiertas, aquellos atónitos infantes notaban un característico, inconfundible, fuerte y empalagoso olor a Sidol.

Anocheciendo, cuando Serafín..., y el resto de sus homólogos sacaban la basura que generaban sus explotadores, cargada al hombro en grandes espuertas de caucho, se los podía presenciar embutidos en monos azul de mahón. Los mismos buzos que usaban los mecánicos cuando lustraban los automóviles suntuarios de sus señores a golpe de manguera en el garaje, calzados con botas katiuskas y enfundados en guantes bermejos de caucho. Una vez que anegaban los obesos caparazones metálicos, los autos eran enjabonados con un gran pedazo de esponja, para continuar aclarándolos con abundante caudal de líquido elemento, ya que estas gentes, al parecer, no tenían restricciones de tan vital tesoro (en aquellos tiempos había muchas zonas de la margen izquierda, y en especial de las grandes barriadas que surgieron tras el imparable desarrollismo, que tenían ciertos horarios para disfrutar de la escasa agua corriente que trepaba por los atanores al interior de los desangelados domicilios). Acto seguido, a golpe de manubrio, pasando una y otra vez la gamuza, trabajaban con gesto cansino pero eficiente: ora a través del virtual organillo provisto de dos cilindros de goma, ora acariciando con mimo increíble las superficies enormes de los carros hasta que conseguían un secado especial y, sin más, pasaban al proceso lento de encerado de los corpulentos Dodge, Packard, Chevrolet, Bentley, Jaguar, Austin, Lancia...
Unos y otros empleados ejercían de lacayos perennes y necesarios para sus ricos señores; pero por lo general –lo mismo dentro que fuera de su resignado ámbito laboral– casi siempre se comportaban de forma muy cicatera de cara a sus iguales.

Tomasín presenciaba atónito el diferente color de la riqueza prendido en los rostros risueños, envanecidos y satisfechos de los ataviados caballeros, y el no menos agradecido cutis de sus empingorotadas e imponentes damas. Percibía maravillado el deslizar sosegado de los automóviles, silenciosos y relucientes, la mayoría de rigurosa y costosa importación. Haigas que se movían manejados de modo exclusivo por otros siervos escrupulosos de los señores, los mecánicos, tan privilegiados como pragmáticos: Aproniano, Melquiades, Hermógenes, Canuto... (los del lavadero anterior). Aunque estos clanes, por percibir más sueldo, lógicamente, se mostraban más altivos que los de las cuadrillas formadas por los responsables de las garitas acristaladas repletas de manojos de llaves, múltiples anaqueles vomitando líos y líos de correspondencia, y un sinnúmero de espuertas negras vespertinas. Ahora bien, sin ninguna duda se les notaba muy orgullosos manejando a bordo de los automóviles recién lustrados; siempre uniformados con americana cruzada de tonos azul Bilbao, provista de botones metálicos plateados y pantalón a juego. Camisa impoluta, blanca, con el cuello rodeado por la obligatoria corbata negra; sin embargo, rematada con desmañada torpeza por un nudo diminuto y vulgar. Calzaban zapatos oscuros, de lustre impecable. Sus astutas manos aparecían escondidas en guantes blancos. La testa, arrogante, de no ser por los reflejos charolados emitidos por las inevitables gafas de sol, soldadas a los cartílagos de las orejas por patillas anchas de celuloide, casi pasaba desapercibida, mimetizada con la genuina y negra gorra de plato.

Tanto el paseo de la playa, aristocrático, decorado por plátanos silvestres antiguos, que entonces estaba delimitado con cuidados parterres tapizados de césped abundante, adornado por mustias y escasas flores ,y, a su vez, comunicado por senderos anchos alfombrados de grava crujiente, como el tramo comprendido entre el puente trasbordador hasta el faro de Las Arenas y el umbroso parque homónimo del eximio ingeniero de caminos, puertos y canales, Evaristo de Churruca –nombrado conde de Motrico por Alfonso XIII–, presidido por la colosal estatua de bronce revestida con pátina ancestral, se hallaban invadidos por legiones de expertas y pacientes gerontólogas, rodeadas a su vez por sus imprescindibles ayudantas, las muy repipis señoritas de compañía.

Transcurrían unas tardes estivales, apacibles, luminosas, fugaces: inolvidables.

Todas las partidas de asalariadas conducían, colgados del brazo, a ancianos venerables, que lo más seguro en su día fueron muy autoritarios capitanes de empresa. Aunque, en aquellos momentos imborrables, también algunos eran paseados en silla de ruedas, aquejados por el mal de Parkinson.
Asimismo, aparecían pedagogas teutonas rubias, institutrices francesas o aun pelirrojas nurses anglosajonas, las cuales complementaban la serena escena estival con sobrada prestancia.
El resto del personal estaba completado por puericultoras aguerridas, que, de forma profesional, controlaban a destajo la algarabía feliz de los pequeños clanes infantiles formados por piñas revoltosas de figurines, calzados con zapatitos de charol, y sus piececitos enfundados en calcetines de perlé muy bien elaborados. Dichos clanecitos se exhibían tocados con gorros de algodón almidonados y vestidos, a su vez, con trajecitos de marinero lindos y cumplidos.
Al lado de las cotizadas señoritas extranjeras también paseaban las nodrizas vernáculas, más sufridas y humildes; e innumerables añas. Se desplegaban tocadas con las cofias reglamentarias y enmarañadas por doquier con un sinfín de lacitos de encaje. Avanzaban con cierto anadeo impostado de ocas en celo, contoneando sus caderas generosas de frustradas matronas dentro de la falda, ceñida, del uniforme reglamentario mientras empujaban con satisfacción estulta los cochecitos del suntuario trousseau, soberbios y charolados. Se trataba de un ajuar específico que siempre asomaba resplandeciente, bien dotado, lo más seguro que importado del país vecino por los orondos progenitores para sus aún diminutos descendientes, la mayoría de las veces muy berreantes bebes de muy rica cuna.

Prestaba especial atención a los juguetes que veía: esmaltados, fabulosos, carísimos, inalcanzables para él, su familia y el resto de los clanes proletarios de cualquiera de los niños que, como él, cruzaban la ría a bordo del gran juguete colgante denominado Puente Vizcaya e, inmediatamente, caminando paralelo al muelle de Churruca llegaban a la cercana playa. Durante el paseo, corto, que mediaba hasta el arenal, el infante era seducido de forma exclusiva por las bicicletas, flamantes, que, con gesto perezoso, pedaleaban los niños ricos de su edad, equipadas con cubiertas neumáticas; su primera bici tenía ruedas macizas. Veía que estas singulares draisianas estaban dotadas de frenos de zapatas accionados por cable, e incluso distinguía la cascada de tres piñones en el costado derecho del eje de la rueda trasera. Se trataba de unas diminutas ruedecillas dentadas, que, junto a las dos catalinas grandes, solidarias con el eje de los pedales, conformaban el cambio original de seis velocidades. ¡Qué máquinas más maravillosas y atractivas!: amarillas, rojas, verdes, marrones..., con fileteados dorados a lo largo de los tubos que conformaban el recio bastidor; pero, aun así, esta afortunada estética no era óbice para que los biciclos fueran maltratados por los infantes caprichosos. Y es que siempre rodaban más a golpes por los suelos que sobre el giro de sus obesas cubiertas de color caqui, manufacturadas por la casa anglo-francesa Hutchinson.

Tomasín caminaba lento por el muelle. En muchas ocasiones lo hacía rezagado del desplazamiento ágil de la piña familiar, porque por costumbre lo recorría mirando a los buques que, de improviso, aparecían en el activo cauce; y aquel día tenía la mirada clavada con sincero entusiasmo infantil en la nave que lo surcaba, atoada por el admirado Silvia II y escoltada a popa por el Erandio, ambos remolcadores de la compañía Ibaizabal. Se trataba de un buque prodigioso que avanzaba a buen ritmo, a pesar de navegar con la hélice semisumergida, rotando a revoluciones escasas, lanzando delicuescentes borbotones espumosos a babor y estribor desde el estilizado codaste y emitiendo sonidos típicos, cadenciosos, rasgados, como si acaso la ría y su fauna exigua fuesen las que se quejasen de la agresión incisiva y broncínea. Al mismo tiempo, la motonave, esbelta, cautiva, asida de la larga mano de su tozudo captor, remontaba la fuerte corriente aportada por la pleamar y, con hinchada placidez, enfilaba la proa hacia el Abra exterior, dirigida por el práctico de turno desde el elevado puente de gobierno.
En aquel caso ésta era una demora justificada del alevín, asombrado por la presencia del buque en cuestión, al que llamaban a voces su tía, primos y hermanos con las manos apoyadas sobre la boca, haciendo altavoz todo el grupo: “Vaamooos, Tomasiiin” –les oyó varias veces–, pero él hizo caso omiso, absorto en la contemplación de la admirable estampa marinera, ya que se le aparecía un barco enorme cuyo casco aparecía pintado de blanco. En la superestructura, destacaba una chimenea negra enorme, engalanada, casi en su totalidad, por las siglas en blanco de los Cruceros Ybarra: el majestuoso Cabo San Roque, bellísimo navío pareja del Cabo San Vicente, ambos construidos a mediados de la década de los cincuenta en SECN[1], la conocida Naval de Sestao.
Se trataba de una tarjeta postal tan multicromática como indeleble para él, que ya empezaba a sentir una pasión especial por todo tipo de embarcaciones.

Todas estas escenas, inolvidables, se mostraban repletas de detalles numerosos e instructivos de una particular belle époque, dolce vita doméstica… o piccolo mondo antico, reflejado con nitidez absoluta en algunas de las novelas de A. Menchaca, y eran contempladas con perplejidad impasible y admiración solemne por el inquieto infante. Asimismo, resultaban evaluadas sin usura por la inocencia sana, deliciosa e infantil que anidaba en sus ojitos, deslumbrados, durante aquellos lejanos, difíciles e irrepetibles años –aunque, a pesar de todo, felices para él–, cuando, en su niñez, su tía Paz, cariñosa y abnegada, pastoreaba a su revoltosa prole de sobrinos dirigiéndola a la concurrida playa de Las Arenas.
Él iba muy contento portando en bandolera su flotador verde, inflado, de cabeza de pato, y el cubo de plástico colgado de la mano derecha, bamboleándolo alegre a su paso, con la palita y el rastrillo en su interior. Sirviéndose de tales herramientas construirá castillos moldeados sobre la arena, dotados con foso y aun puente levadizo, edificándolos con denuedo infantil lo más cerca posible de las aguas del Abra interior que, aunque parecía que estaban limpias para los ejércitos pueriles, en realidad resultaba todo lo contrario, ya que se encontraban polutas en exceso. Estas construcciones geniales, didácticas y endebles serán contempladas con tristeza profunda por sus hábiles arquitectos que, todavía con las herramientas en la mano, gritaban y pataleaban con rabia desmesurada e infantil sobre el silicio cuando caían derrumbadas sin contemplaciones por pequeñas olas al romper sobre los modelos construidos, aún húmedos, impulsadas con denuedo cansino por la creciente. Estos trabajos, metódicos, elaborados a base de cubo, pala y rastrillo eran disueltos sin contemplaciones por el reflujo marino, difuminándose en cuestión de segundos, a pesar de que la resaca no ayudaba en absoluto a la faena destructiva, ya que siempre escaseaba en tal cala. El fracaso repentino de estas brigadas de contratistas tan singulares se convertía en un revulsivo fuerte que les hacía emprender un nuevo reto arquitectónico con inusitado furor; pero, claro, ahora lo acometían situados unos metros más arriba de donde había llegado la última ola destructora. De nuevo, tras parlamentar a pie de obra estudiaban y ejecutaban las medidas preceptivas de contención, acotando el recinto del próximo proyecto. Para tal fin intercalaban una gran barrera compuesta de arena mojada, palos y algún tronco o tabla que habían sido arrojados por la marea, instalándolos delante de los cimientos nuevos. Así se protegían de los embates, tímidos, del flujo marino e iniciaban la elevación del siguiente castillo feudal... Esta vez, huraños y sobremanera desconfiados, arrancaban la obra con cierto disimulo, mirando hacia la muy brillante, pero no menos amenazadora lámina acuática.
Comprimían el silicio con harta paciencia, ayudados por sus ágiles manitas, y golpeaban con la pala todo el material que era posible introducir dentro de los cubos de plástico para voltearlos certeramente sobre los puntos que decidió con pretendida estrategia Iñaki, el cercano colega aparejador. Antes de la descarga, éste ya había medido a pasitos la distancia idónea entre las torres almenadas; a pies juntos las sobrias murallas circundantes; a palmitos los arcos de medio punto, el imprescindible foso –cuanto más profundo mejor– y el puente levadizo, este último consistía en una tabla de más o menos seis palmos de largo por dos de ancho; a deditos el resto de los remates góticos y ojivales, junto a los elementos, numerosos, tomados de estilos eclécticos. Dichos detalles ornamentales los plagiaban de álbumes de cromos, tebeos y decenas de cuentos ilustrados infantiles, donde aparecían los monumentos más emblemáticos y, cómo no, los alcázares más esbeltos de Castilla, Lorena, Alsacia, del valle del Rhin, Baviera, Bohemia, Moldavia… o Transilvania. De esta forma daban la elegancia necesaria y rigidez sobrada a la fortaleza que pretendían elevar de forma lenta, segura; acaso la nueva obra, con las debidas precauciones que habían tomado, quizá les resultase indestructible…

Casi siempre llevaban decenas de toscos soldaditos de plástico dentro de los cubos: figuras deseadas, de todos los colores, que les costaban una peseta; aunque muchos de sus representantes también venían enterrados en los paquetes de detergente que mercaban sus madres. A veces, en el momento que éstas llegaban resignadas y sudorosas portando el abultado bolso de la compra, ellos rebuscaban ansiosos hozando en su interior con celo inusitado de funcionario turco de aduanas. Unas veces revolvían todo el contenido con gozosa anuencia materna; ahora, otras con cierto recelo, ante el gesto adusto forzado por las sacrificadas amas de casa. Los infantes sentían una sensación inefable durante la exploración exhaustiva; este gesto se transmutaba en un escalofrío victorioso cuando, al introducir las manos en el herniado capazo, palpaban el cartón del envase, que venía camuflado a posta entre los envueltos de papel de estraza del pollo o de la carne, o estibado furtivamente debajo de las colas del pescado; mas siempre viajaba bien acorazado entre el resto de las compras imperativas, cotidianas, que transportaban al hogar sus incansables progenitoras. A continuación, nada más extraerlo del capacho de hule, los arrapiezos, vivarachos, aplastaban con satisfacción el pequeño ojal perforado del precinto. Si el soldadito en cuestión se hallaba cerca del orificio practicado, lo sacaban sin más ni más, haciendo pinza con dos deditos y exhalando un gesto heroico, como si acaso se hubiese tratado de un cálculo renal recóndito ya sobre la mano del cirujano experto, extirpado tras horas de lucha extenuante en el aséptico quirófano. Ahora bien, si tanto el maldito cosaco como el presunto zapador nazi se resistían, los infantes retaban intrépidos la paciencia materna y sin más volcaban ávidos la totalidad del contenido albo sobre una hoja de papel de periódico que antes habían extendido sobre la sufrida mesa de formica de la cocina. En algunas ocasiones, cuando ya estaban a punto de arrojar la toalla, desesperados porque no aparecía ni un resquicio bélico en el interior del cartón, en el último momento venía a la vida un chaqueta azul del Séptimo de Caballería, sin ninguna duda huyendo del terrible general Custer, a su vez acosado por los sioux; pero, así y todo, se mostraba aferrado, casi mimetizado con su cotizado Winchester de repetición. Al cabo, éste caía exangüe sobre la mesa; eso sí, rebozado en una costra gruesa de detergente humedecido.
Después, por lógica, tenían que reintroducir todo el detergente en su lugar de origen por el mismo orificio que lo desalojaron con tanta impaciencia: una maniobra que a veces no les era tan fácil, y, claro está, no les quedaba más remedio que recurrir a un embudo de verdad, si el que habían improvisado a modo de tolva con la misma hoja del diario no cumplió a plena satisfacción el cometido, esperado y aliviador, como les sucedía en la mayoría de las ocasiones. Siempre se trataba de maniobras torpes e infantiles, que, con el paso de los minutos, se convertían sin remedio en faenas engorrosas. Es más, casi siempre finalizaban con el suelo de la cocina nevado, y con el alto valor añadido de un cachete soberbio, o, zapatillazo restallante, propinado en el mismo momento que sus observadoras, hieráticas, perdieron la paciencia. Pero no, la escaramuza no quedaba resuelta aún hasta que estos rapaces revoltosos terminaban de recoger y reponer en el cartón, ahora situado con hueca insolencia en medio de la mesa, la última partícula del albo contenido desparramado.
Los cadáveres más selectos, los de a peseta, los mercaban de forma rutinaria en los quioscos fijos de El chino, El portuario, Castanillos... o en el resto de los puestos callejeros ambulantes que aparecían situados con estrategia a la salida de las escuelas y colegios. Todos estos pintorescos mercadillos se mostraban repletos de haces de regaliz de palo, torpedos y gominolas de todos los colores, pastillas de leche de burra, pipas de girasol, de calabaza, chufas, aceitunas, pepinillos, cebollitas e interminables atadillos de sobres de cromos de futbolistas. Túmulos de Pulgarcitos, Carpantas, Zipis y Zapes, Pitagorines, Pepes Goteras y Otilios, chapuzas a domicilio, Mortadelos y Filemones, Robertos Alcázares y Pedrines, El capitán trueno, El jabato o aquel famoso sargento Gorila de Hazañas Bélicas. Además, todos los puestecillos hacían gala de casilleros repletos de toneladas de caramelos de menta, malvavisco y bombones de chocolate rellenos de licor.
Los moldes de plástico que adquirían a capricho en los lugares citados, y los que a duras penas lograban exhumar de sus sarcófagos multicolores catalanes: Colones, Omos, Persiles, Elenas..., representaban de forma difusa a guerreros vikingos, cruzados de la Edad Media, romanos, cosacos, mongoles, gladiadores, caballeros pertrechados con montante y celada, chaquetas azules, exploradores, guías, vaqueros e indios. Todos estos celadores, impasibles, serán repartidos de forma aleatoria por las dependencias del recién inaugurado castillo playero; pero poniendo especial atención a su colocación correcta en sus respectivos espacios arquitectónicos. Después, nunca perderán de vista al golpe de las olas, no fuera a ser que éstas se los secuestrasen de un zarpazo inoportuno, haciendo muy difícil su recuperación posterior; y es que los góticos contratistas aún no dominaban el arte natatorio. No obstante, en muchas ocasiones, los vigilantes, estólidos, apostados en las almenas, pasadizos y saeteras serán arrebatados sin remedio del reducto por alguna rompiente renegada. Los que quedaban a salvo de las fauces incisivas de Neptuno, serán rescatados en su reflujo, pero sin vida, abatidos, yertos, flotando sobre la espuma efervescente. Sin pérdida de tiempo, los alineaban de manera correcta en la arena seca por orden de pertenencia a uno u otro clan e, inmediatamente, con cierta hosquedad, empezaban el enésimo ciclo constructivo un poco más arriba de la franja húmeda que, como referencia postrera, les había dejado la ola traidora más reciente …

Durante aquellas fechas, esta afortunada provincia estaba inmersa en un desarrollismo industrial postautárquico pleno y eufórico, impregnado, además, de un frenesí productivo muy contaminante y ruidoso que nunca hizo ningún tipo de concesiones a los ciudadanos..., ni mucho menos a la ecología. El ambiente se apreciaba siempre viciado e insufrible durante el día, tornándose en un hábitat dantesco por la noche, circunstancia que aprovechaban las empresas para emitir más y mejor, amparadas en las tinieblas y circunstancias meteorológicas adversas. Asimismo, todo el entorno de la margen izquierda de la ría aparecía rodeado en su totalidad por una atmósfera pesada, saturada de gases sulfurosos y ácidos corrosivos, todos ellos sumados a las concentraciones, inadmisibles, de metales pesados depositados en los suelos industriales, superexplotados, o arrastrados por los viscosos, mefíticos y asesinos cauces de los ríos, ¡si es que entonces quedaba algo vivo por liquidar! Dicha ecología brilló por su ausencia en la provincia; pero lo hizo, de una forma muy especial, en las obras de arte, bucólicas, de los pintores y artistas vernáculos más cotizados; ahora bien, colgadas sobre kilómetros de paredes revestidas de maderas nobles. Resplandeció con una ostentación desmesurada en los interiores fastuosos de los escritorios bancarios, suntuariamente albergados en edificios megalómanos de esqueleto metálico, revestidos por cientos de toneladas de vidrio y mármol. Pero brilló por su total ausencia en el acto de vivir de los ciudadanos, mero y necesario. Este particular entorno estuvo de continuo fustigado por una codicia irrefrenable y desmesurada, acrecentada por la ferocidad prepotente (marxista a la contra) que aplicaba aquella oligarquía rancia, fatua y multimillonaria, sin ningún tipo de escrúpulos y en continuo desprecio hacia los colectivos, abnegados y laboriosos, de gentes menestrales; a pesar de haber contribuido éstos con creces al astronómico statu quo económico de aquélla, intrínseca conditio sine qua non.


[1] Sociedad Española de Construcción Naval.

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