Las olas
de la inocencia
Mi colega arrastra una dosis de
conformismo, otra de indiferencia y otra de insatisfacción no bien le hicieron
tomar la hostia consagrada. Desde entonces empezó a percibir la enorme
diferencia de clases, al contemplar los usos y costumbres de esa otra alegre y próspera sociedad, diferente de la que él estaba
acostumbrado a ver, y que habitaba en la ribera derecha del Nervión, junto a su
desembocadura en el Abra, dentro de la entrañable e histórica ensenada
interior. Se trataba de una casta de afortunados moradores en palacios y
mansiones enormes, o simplemente residentes en pisos de gran lujo dotados de
grandes terrazas solariegas, protegidas a su vez por majestuosas y chirriantes
sombrillas abatibles. En aquellos lugares, muy reales para sus moradores, pero
demasiado idílicos e inalcanzables para el resto de los contemplativos merodeadores estivales, algunas familias
tomaban el té de las cinco, con languidez, quizá con influjo y maneras
anglosajonas, reflejando así el hedonismo y parsimonia de un vasto colectivo
representado en su mayoría por gentes cómodas, solventes, satisfechas: sin
aprietos de ningún tipo.
Al mismo tiempo, Serafín, Bautista,
Remigio... o Hilario, altivos porteros forrados por el obligatorio uniforme o
incluso investidos de librea, desertores
del arado, reinaban con despotismo advenedizo en sus suntuosos portales, o lo
que es lo mismo, en amplios accesos separados de la acera por puertas de acero
forjado impresionantes; cuyos suelos resplandecían revestidos de impecables alfombrados,
fijados a los escalones por medio de largos tubos de latón pulido.
En el interior de estos zaguanes
destacaba de forma especial la solemne presencia del gran diván Chester, clásico, de factura británica,
cual enorme paquidermo exhausto, apoyado perezosamente encima del terrazo pulido
o parquet encerado, pisando con sus patas delanteras la imponente alfombra
persa; jalonado en su delantera por una gran mesa acristalada, cuyos soportes
terminaban en agresivas garras de tigre, complementada a su vez por sendas
mesitas de mármol a sus costados, sobre las que surgían lámparas esbeltas coronadas
por tulipas de tonos ebúrneos, escoltadas a su vez por grandes ceniceros de
terracota, cristal de Murano o incluso de bronce, imitando gárgolas añejas en
forma de cabeza de felino.
Centrado de forma simétrica con el
sedentario e inmenso hipopótamo,
pleno de tensas cacarañas circulares
atacándole el amplio asiento y generoso respaldo, casi siempre se emplazaba un
óleo enorme, o litografía sufrida, representando la típica cacería inglesa del
zorro, en la que participaban solemnemente toda la corte y su séquito inacabable
de lacayos e histriones, caballerías elegantes, y canes fieros hostigando sin
tregua a los asustados raposos, los cuales siempre huían despavoridos tras
empecinados toques de cuerno, bajo un cielo plomizo sempiterno, matizado por el
resplandor incipiente y ambarino del crepúsculo fugaz que doraba los páramos baldíos
de las highs lands.
Encerrada en otras molduras, eso sí,
todas ellas selectas, aparecía alguna recurrida marina, o batalla naval
anglo–hispana o galo–holandesa, todas ellas desarrolladas con absoluta
ferocidad tanto en mares abiertos como al socaire de ensenadas protegidas por
cabos abruptos. Invariablemente se observaba una humareda inmensa en ellas,
provocada por el intercambio caótico de fuego cruzado entre los altos bordos;
los velámenes y gallardetes aparecían ardiendo; los recios palos machos,
astillados, resistían aún alojados en sus carlingas abstrusas, y la mayor parte
de la jarcia: gavias y botavaras se mostraban asimismo bamboleantes,
amenazadoras, desencajadas salvajemente de sus motones.
Siempre ondeaban con claridad los
pabellones nacionales de las potencias citadas en dichas lides, tremolando en
los barrocos castillos de popa. Unas veces lo hacían rasgados; otras ardiendo,
o, aun, en ocasiones, permanecían incólumes en su gallardía arrogante.
En el caso de que tuviéramos alguna
duda respecto a la bandera enarbolada por los fieros contrincantes, creo que la
mayoría de las veces acertaríamos combinando hasta la saciedad el orden de los
cuatro países pendencieros.
El resto de las ocasiones la
protagonista de estas manifestaciones pictóricas era la manida vista de la ría
del Nervión: sus altos hornos, cargaderos, gabarras, remolcadores,
mastodónticos buques en construcción y esbeltos veleros.
Al pasar por delante de tales
recibidores, éstos se percibían profusamente colmados de latones rutilantes y oropeles
fatuos rondando por todas las esquinas. Si por alguna casualidad las grandes puertas
metálicas permanecían entreabiertas, aquellos atónitos infantes notaban un
característico, inconfundible, fuerte y empalagoso olor a Sidol.
Anocheciendo, cuando Serafín..., y
el resto de sus homólogos sacaban la basura que generaban sus explotadores,
cargada al hombro en grandes espuertas de caucho, se los podía presenciar
embutidos en monos azul de mahón. Los mismos buzos que usaban los mecánicos
cuando lustraban los automóviles suntuarios de sus señores a golpe de manguera
en el garaje, calzados con botas katiuskas y enfundados en guantes bermejos de
caucho. Una vez que anegaban los obesos caparazones metálicos, los autos eran
enjabonados con un gran pedazo de esponja, para continuar aclarándolos con
abundante caudal de líquido elemento, ya que estas gentes, al parecer, no
tenían restricciones de tan vital tesoro (en aquellos tiempos había muchas
zonas de la margen izquierda, y en especial de las grandes barriadas que
surgieron tras el imparable desarrollismo, que tenían ciertos horarios para
disfrutar de la escasa agua corriente que trepaba por los atanores al interior
de los desangelados domicilios). Acto seguido, a golpe de manubrio, pasando una
y otra vez la gamuza, trabajaban con gesto cansino pero eficiente: ora a través
del virtual organillo provisto de dos
cilindros de goma, ora acariciando con mimo increíble las superficies enormes de
los carros hasta que conseguían un secado
especial y, sin más, pasaban al proceso lento de encerado de los corpulentos
Dodge, Packard, Chevrolet, Bentley, Jaguar, Austin, Lancia...
Unos y otros empleados ejercían de lacayos
perennes y necesarios para sus ricos señores; pero por lo general –lo mismo
dentro que fuera de su resignado ámbito laboral– casi siempre se comportaban de
forma muy cicatera de cara a sus iguales.
Tomasín presenciaba atónito el
diferente color de la riqueza prendido en los rostros risueños, envanecidos y
satisfechos de los ataviados caballeros, y el no menos agradecido cutis de sus
empingorotadas e imponentes damas. Percibía maravillado el deslizar sosegado de
los automóviles, silenciosos y relucientes, la mayoría de rigurosa y costosa
importación. Haigas que se movían
manejados de modo exclusivo por otros siervos escrupulosos de los señores, los mecánicos,
tan privilegiados como pragmáticos: Aproniano, Melquiades, Hermógenes,
Canuto... (los del lavadero anterior). Aunque estos clanes, por percibir más
sueldo, lógicamente, se mostraban más altivos que los de las cuadrillas
formadas por los responsables de las garitas acristaladas repletas de manojos
de llaves, múltiples anaqueles vomitando líos y líos de correspondencia, y un
sinnúmero de espuertas negras vespertinas. Ahora bien, sin ninguna duda se les
notaba muy orgullosos manejando a bordo de los automóviles recién lustrados;
siempre uniformados con americana cruzada de tonos azul Bilbao, provista de
botones metálicos plateados y pantalón a juego. Camisa impoluta, blanca, con el
cuello rodeado por la obligatoria corbata negra; sin embargo, rematada con
desmañada torpeza por un nudo diminuto y vulgar. Calzaban zapatos oscuros, de
lustre impecable. Sus astutas manos aparecían escondidas en guantes blancos. La
testa, arrogante, de no ser por los reflejos charolados emitidos por las
inevitables gafas de sol, soldadas a los cartílagos de las orejas por patillas anchas
de celuloide, casi pasaba desapercibida, mimetizada con la genuina y negra
gorra de plato.
Tanto el paseo de la playa, aristocrático,
decorado por plátanos silvestres antiguos, que entonces estaba delimitado con
cuidados parterres tapizados de césped abundante, adornado por mustias y
escasas flores ,y, a su vez, comunicado por senderos anchos alfombrados de
grava crujiente, como el tramo comprendido entre el puente trasbordador hasta
el faro de Las Arenas y el umbroso parque homónimo del eximio ingeniero de
caminos, puertos y canales, Evaristo de Churruca –nombrado conde de Motrico por
Alfonso XIII–, presidido por la colosal estatua de bronce revestida con pátina ancestral,
se hallaban invadidos por legiones de expertas y pacientes gerontólogas,
rodeadas a su vez por sus imprescindibles ayudantas, las muy repipis señoritas
de compañía.
Transcurrían unas tardes estivales,
apacibles, luminosas, fugaces: inolvidables.
Todas las partidas de asalariadas
conducían, colgados del brazo, a ancianos venerables, que lo más seguro en su
día fueron muy autoritarios capitanes de empresa. Aunque, en aquellos momentos imborrables,
también algunos eran paseados en silla de ruedas, aquejados por el mal de
Parkinson.
Asimismo, aparecían pedagogas
teutonas rubias, institutrices francesas o aun pelirrojas nurses anglosajonas, las
cuales complementaban la serena escena estival con sobrada prestancia.
El resto del personal estaba
completado por puericultoras aguerridas, que, de forma profesional, controlaban
a destajo la algarabía feliz de los pequeños clanes infantiles formados por
piñas revoltosas de figurines, calzados con zapatitos de charol, y sus
piececitos enfundados en calcetines de perlé muy bien elaborados. Dichos
clanecitos se exhibían tocados con gorros de algodón almidonados y vestidos, a
su vez, con trajecitos de marinero lindos y cumplidos.
Al lado de las cotizadas señoritas
extranjeras también paseaban las nodrizas vernáculas, más sufridas y humildes;
e innumerables añas. Se desplegaban tocadas con las cofias reglamentarias y
enmarañadas por doquier con un sinfín de lacitos de encaje. Avanzaban con
cierto anadeo impostado de ocas en celo, contoneando sus caderas generosas de
frustradas matronas dentro de la falda, ceñida, del uniforme reglamentario
mientras empujaban con satisfacción estulta los cochecitos del suntuario trousseau,
soberbios y charolados. Se trataba de un ajuar específico que siempre asomaba
resplandeciente, bien dotado, lo más seguro que importado del país vecino por
los orondos progenitores para sus aún diminutos descendientes, la mayoría de
las veces muy berreantes bebes de muy rica cuna.
Prestaba especial atención a los juguetes que veía: esmaltados, fabulosos,
carísimos, inalcanzables para él, su familia y el resto de los clanes
proletarios de cualquiera de los niños que, como él, cruzaban la ría a bordo
del gran juguete colgante denominado Puente Vizcaya e, inmediatamente,
caminando paralelo al muelle de Churruca llegaban a la cercana playa. Durante
el paseo, corto, que mediaba hasta el arenal, el infante era seducido de forma
exclusiva por las bicicletas, flamantes, que, con gesto perezoso, pedaleaban
los niños ricos de su edad, equipadas con cubiertas neumáticas; su primera bici tenía ruedas macizas. Veía que
estas singulares draisianas estaban
dotadas de frenos de zapatas accionados por cable, e incluso distinguía la
cascada de tres piñones en el costado derecho del eje de la rueda trasera. Se
trataba de unas diminutas ruedecillas dentadas, que, junto a las dos catalinas
grandes, solidarias con el eje de los pedales, conformaban el cambio original
de seis velocidades. ¡Qué máquinas más maravillosas y atractivas!: amarillas,
rojas, verdes, marrones..., con fileteados dorados a lo largo de los tubos que
conformaban el recio bastidor; pero, aun así, esta afortunada estética no era
óbice para que los biciclos fueran maltratados por los infantes caprichosos. Y
es que siempre rodaban más a golpes por los suelos que sobre el giro de sus
obesas cubiertas de color caqui, manufacturadas por la casa anglo-francesa
Hutchinson.
Tomasín caminaba lento por el
muelle. En muchas ocasiones lo hacía rezagado del desplazamiento ágil de la piña
familiar, porque por costumbre lo recorría mirando a los buques que, de
improviso, aparecían en el activo cauce; y aquel día tenía la mirada clavada
con sincero entusiasmo infantil en la nave que lo surcaba, atoada por el
admirado Silvia II y escoltada a popa
por el Erandio, ambos remolcadores de
la compañía Ibaizabal. Se trataba de un buque prodigioso que avanzaba a buen
ritmo, a pesar de navegar con la hélice semisumergida, rotando a revoluciones escasas,
lanzando delicuescentes borbotones espumosos a babor y estribor desde el
estilizado codaste y emitiendo sonidos típicos, cadenciosos, rasgados, como si
acaso la ría y su fauna exigua fuesen las que se quejasen de la agresión incisiva
y broncínea. Al mismo tiempo, la motonave, esbelta, cautiva, asida de la larga
mano de su tozudo captor, remontaba la fuerte corriente aportada por la pleamar
y, con hinchada placidez, enfilaba la proa hacia el Abra exterior, dirigida por
el práctico de turno desde el elevado puente de gobierno.
En aquel caso ésta era una demora
justificada del alevín, asombrado por la presencia del buque en cuestión, al
que llamaban a voces su tía, primos y hermanos con las manos apoyadas sobre la
boca, haciendo altavoz todo el grupo: “Vaamooos, Tomasiiin” –les oyó varias
veces–, pero él hizo caso omiso, absorto en la contemplación de la admirable
estampa marinera, ya que se le aparecía un barco enorme cuyo casco aparecía
pintado de blanco. En la superestructura, destacaba una chimenea negra enorme, engalanada,
casi en su totalidad, por las siglas en blanco de los Cruceros Ybarra: el
majestuoso Cabo San Roque, bellísimo navío
pareja del Cabo San Vicente, ambos
construidos a mediados de la década de los cincuenta en SECN[1],
la conocida Naval de Sestao.
Se trataba de una tarjeta postal tan
multicromática como indeleble para él, que ya empezaba a sentir una pasión especial
por todo tipo de embarcaciones.
Todas estas escenas, inolvidables, se
mostraban repletas de detalles numerosos e instructivos de una particular belle
époque, dolce vita doméstica… o piccolo
mondo antico, reflejado con nitidez absoluta en algunas de las novelas de
A. Menchaca, y eran contempladas con perplejidad impasible y admiración solemne
por el inquieto infante. Asimismo, resultaban evaluadas sin usura por la inocencia
sana, deliciosa e infantil que anidaba en sus ojitos, deslumbrados, durante
aquellos lejanos, difíciles e irrepetibles años –aunque, a pesar de todo, felices
para él–, cuando, en su niñez, su tía Paz, cariñosa y abnegada, pastoreaba a su
revoltosa prole de sobrinos dirigiéndola a la concurrida playa de Las Arenas.
Él iba muy contento portando en
bandolera su flotador verde, inflado, de cabeza de pato, y el cubo de plástico
colgado de la mano derecha, bamboleándolo alegre a su paso, con la palita y el
rastrillo en su interior. Sirviéndose de tales herramientas construirá castillos
moldeados sobre la arena, dotados con foso y aun puente levadizo, edificándolos
con denuedo infantil lo más cerca posible de las aguas del Abra interior que,
aunque parecía que estaban limpias para los ejércitos pueriles, en realidad
resultaba todo lo contrario, ya que se encontraban polutas en exceso. Estas construcciones
geniales, didácticas y endebles serán contempladas con tristeza profunda por
sus hábiles arquitectos que, todavía
con las herramientas en la mano, gritaban y pataleaban con rabia desmesurada e
infantil sobre el silicio cuando caían derrumbadas sin contemplaciones por
pequeñas olas al romper sobre los modelos construidos, aún húmedos, impulsadas
con denuedo cansino por la creciente. Estos trabajos, metódicos, elaborados a
base de cubo, pala y rastrillo eran disueltos sin contemplaciones por el
reflujo marino, difuminándose en cuestión de segundos, a pesar de que la resaca
no ayudaba en absoluto a la faena destructiva, ya que siempre escaseaba en tal
cala. El fracaso repentino de estas brigadas de contratistas tan singulares se convertía en un revulsivo fuerte que
les hacía emprender un nuevo reto arquitectónico con inusitado furor; pero,
claro, ahora lo acometían situados unos metros más arriba de donde había llegado
la última ola destructora. De nuevo, tras parlamentar a pie de obra estudiaban
y ejecutaban las medidas preceptivas de contención, acotando el recinto del
próximo proyecto. Para tal fin intercalaban una gran barrera compuesta de arena
mojada, palos y algún tronco o tabla que habían sido arrojados por la marea,
instalándolos delante de los cimientos nuevos. Así se protegían de los embates,
tímidos, del flujo marino e iniciaban la elevación del siguiente castillo
feudal... Esta vez, huraños y sobremanera desconfiados, arrancaban la obra con
cierto disimulo, mirando hacia la muy brillante, pero no menos amenazadora
lámina acuática.
Comprimían el silicio con harta
paciencia, ayudados por sus ágiles manitas, y golpeaban con la pala todo el material que era posible introducir
dentro de los cubos de plástico para voltearlos certeramente sobre los puntos
que decidió con pretendida estrategia Iñaki, el cercano colega aparejador. Antes de la descarga, éste
ya había medido a pasitos la distancia idónea entre las torres almenadas; a
pies juntos las sobrias murallas circundantes; a palmitos los arcos de medio
punto, el imprescindible foso –cuanto más profundo mejor– y el puente levadizo,
este último consistía en una tabla de más o menos seis palmos de largo por dos
de ancho; a deditos el resto de los remates góticos y ojivales, junto a los
elementos, numerosos, tomados de estilos eclécticos. Dichos detalles
ornamentales los plagiaban de álbumes de cromos, tebeos y decenas de cuentos
ilustrados infantiles, donde aparecían los monumentos más emblemáticos y, cómo
no, los alcázares más esbeltos de Castilla, Lorena, Alsacia, del valle del
Rhin, Baviera, Bohemia, Moldavia… o Transilvania. De esta forma daban la
elegancia necesaria y rigidez sobrada a la fortaleza que pretendían elevar de
forma lenta, segura; acaso la nueva obra, con las debidas precauciones que habían
tomado, quizá les resultase indestructible…
Casi siempre llevaban decenas de
toscos soldaditos de plástico dentro de los cubos: figuras deseadas, de todos
los colores, que les costaban una peseta; aunque muchos de sus representantes
también venían enterrados en los paquetes de detergente que mercaban sus
madres. A veces, en el momento que éstas llegaban resignadas y sudorosas
portando el abultado bolso de la compra, ellos rebuscaban ansiosos hozando en
su interior con celo inusitado de funcionario turco de aduanas. Unas veces
revolvían todo el contenido con gozosa anuencia materna; ahora, otras con
cierto recelo, ante el gesto adusto forzado por las sacrificadas amas de casa.
Los infantes sentían una sensación inefable durante la exploración exhaustiva;
este gesto se transmutaba en un escalofrío victorioso cuando, al introducir las
manos en el herniado capazo, palpaban el cartón del envase, que venía camuflado
a posta entre los envueltos de papel de estraza del pollo o de la carne, o
estibado furtivamente debajo de las colas del pescado; mas siempre viajaba bien
acorazado entre el resto de las compras imperativas, cotidianas, que
transportaban al hogar sus incansables progenitoras. A continuación, nada más
extraerlo del capacho de hule, los arrapiezos, vivarachos, aplastaban con
satisfacción el pequeño ojal perforado del precinto. Si el soldadito en
cuestión se hallaba cerca del orificio practicado, lo sacaban sin más ni más,
haciendo pinza con dos deditos y exhalando un gesto heroico, como si acaso se
hubiese tratado de un cálculo renal recóndito ya sobre la mano del cirujano experto,
extirpado tras horas de lucha extenuante en el aséptico quirófano. Ahora bien,
si tanto el maldito cosaco como el presunto zapador nazi se resistían, los
infantes retaban intrépidos la paciencia materna y sin más volcaban ávidos la
totalidad del contenido albo sobre una hoja de papel de periódico que antes
habían extendido sobre la sufrida mesa de formica de la cocina. En algunas
ocasiones, cuando ya estaban a punto de arrojar la toalla, desesperados porque
no aparecía ni un resquicio bélico en el interior del cartón, en el último
momento venía a la vida un chaqueta
azul del Séptimo de Caballería, sin ninguna duda huyendo del terrible general
Custer, a su vez acosado por los sioux; pero, así y todo, se mostraba aferrado,
casi mimetizado con su cotizado Winchester de repetición. Al cabo, éste caía
exangüe sobre la mesa; eso sí, rebozado en una costra gruesa de detergente
humedecido.
Después, por lógica, tenían que
reintroducir todo el detergente en su lugar de origen por el mismo orificio que
lo desalojaron con tanta impaciencia: una maniobra que a veces no les era tan
fácil, y, claro está, no les quedaba más remedio que recurrir a un embudo de
verdad, si el que habían improvisado a modo de tolva con la misma hoja del
diario no cumplió a plena satisfacción el cometido, esperado y aliviador, como
les sucedía en la mayoría de las ocasiones. Siempre se trataba de maniobras torpes
e infantiles, que, con el paso de los minutos, se convertían sin remedio en
faenas engorrosas. Es más, casi siempre finalizaban con el suelo de la cocina nevado, y con el alto valor añadido de
un cachete soberbio, o, zapatillazo restallante, propinado en el mismo momento
que sus observadoras, hieráticas, perdieron la paciencia. Pero no, la
escaramuza no quedaba resuelta aún hasta que estos rapaces revoltosos terminaban
de recoger y reponer en el cartón, ahora situado con hueca insolencia en medio
de la mesa, la última partícula del albo contenido desparramado.
Los cadáveres más selectos, los de a
peseta, los mercaban de forma rutinaria en los quioscos fijos de El chino, El portuario, Castanillos... o en el resto de los
puestos callejeros ambulantes que aparecían situados con estrategia a la salida
de las escuelas y colegios. Todos estos pintorescos mercadillos se mostraban
repletos de haces de regaliz de palo, torpedos y gominolas de todos los
colores, pastillas de leche de burra, pipas de girasol, de calabaza, chufas,
aceitunas, pepinillos, cebollitas e interminables atadillos de sobres de cromos
de futbolistas. Túmulos de Pulgarcitos,
Carpantas, Zipis y Zapes, Pitagorines,
Pepes Goteras y Otilios, chapuzas a domicilio, Mortadelos y Filemones, Robertos Alcázares y Pedrines,
El capitán trueno, El jabato o aquel famoso sargento Gorila de Hazañas Bélicas. Además,
todos los puestecillos hacían gala de casilleros repletos de toneladas de
caramelos de menta, malvavisco y bombones de chocolate rellenos de licor.
Los moldes de plástico que adquirían
a capricho en los lugares citados, y los que a duras penas lograban exhumar de sus sarcófagos multicolores catalanes:
Colones, Omos, Persiles, Elenas..., representaban de forma difusa
a guerreros vikingos, cruzados de la Edad Media, romanos, cosacos, mongoles,
gladiadores, caballeros pertrechados con montante y celada, chaquetas azules,
exploradores, guías, vaqueros e indios. Todos estos celadores, impasibles, serán
repartidos de forma aleatoria por las dependencias del recién inaugurado
castillo playero; pero poniendo especial atención a su colocación correcta en
sus respectivos espacios arquitectónicos. Después, nunca perderán de vista al
golpe de las olas, no fuera a ser que éstas se los secuestrasen de un zarpazo inoportuno,
haciendo muy difícil su recuperación posterior; y es que los góticos contratistas aún no dominaban el arte
natatorio. No obstante, en muchas ocasiones, los vigilantes, estólidos, apostados
en las almenas, pasadizos y saeteras serán arrebatados sin remedio del reducto
por alguna rompiente renegada. Los que quedaban a salvo de las fauces incisivas
de Neptuno, serán rescatados en su reflujo, pero sin vida, abatidos, yertos,
flotando sobre la espuma efervescente. Sin pérdida de tiempo, los alineaban de manera
correcta en la arena seca por orden de pertenencia a uno u otro clan e,
inmediatamente, con cierta hosquedad, empezaban el enésimo ciclo constructivo
un poco más arriba de la franja húmeda que, como referencia postrera, les había
dejado la ola traidora más reciente …
Durante aquellas fechas, esta afortunada provincia estaba inmersa en
un desarrollismo industrial postautárquico pleno y eufórico, impregnado,
además, de un frenesí productivo muy contaminante y ruidoso que nunca hizo
ningún tipo de concesiones a los ciudadanos..., ni mucho menos a la ecología.
El ambiente se apreciaba siempre viciado e insufrible durante el día,
tornándose en un hábitat dantesco por la noche, circunstancia que aprovechaban
las empresas para emitir más y mejor, amparadas en las tinieblas y
circunstancias meteorológicas adversas. Asimismo, todo el entorno de la margen
izquierda de la ría aparecía rodeado en su totalidad por una atmósfera pesada,
saturada de gases sulfurosos y ácidos corrosivos, todos ellos sumados a las
concentraciones, inadmisibles, de metales pesados depositados en los suelos
industriales, superexplotados, o arrastrados por los viscosos, mefíticos y
asesinos cauces de los ríos, ¡si es que entonces quedaba algo vivo por liquidar!
Dicha ecología brilló por su ausencia
en la provincia; pero lo hizo, de una forma muy especial, en las obras de arte,
bucólicas, de los pintores y artistas vernáculos más cotizados; ahora bien,
colgadas sobre kilómetros de paredes revestidas de maderas nobles. Resplandeció
con una ostentación desmesurada en los interiores fastuosos de los escritorios
bancarios, suntuariamente albergados en edificios megalómanos de esqueleto
metálico, revestidos por cientos de toneladas de vidrio y mármol. Pero brilló
por su total ausencia en el acto de vivir de los ciudadanos, mero y necesario.
Este particular entorno estuvo de continuo fustigado por una codicia irrefrenable
y desmesurada, acrecentada por la ferocidad prepotente (marxista a la contra) que aplicaba aquella oligarquía rancia, fatua
y multimillonaria, sin ningún tipo de escrúpulos y en continuo desprecio hacia
los colectivos, abnegados y laboriosos, de gentes menestrales; a pesar de haber
contribuido éstos con creces al astronómico statu
quo económico de aquélla, intrínseca conditio
sine qua non.
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