Metaxa y syrtaki
De sus salidas turísticas durante el
tiempo que duró la reparación, Tomás me apunta que recuerda con nostalgia
especial las rondas vespertinas al filo del crepúsculo, de paseo por la city griega. Si bien, rememora con más
énfasis las correrías nocturnas a través del puerto comercial y las que
efectuaba a lo largo del atracadero deportivo del Pireo, suntuario, ocupado por
decenas de yates de poliéster y veleros artesanales de casco de madera y gran
arboladura; todos ellos se mostraban flamantes aparejados con compleja jarcia
manual. El mecánico se acuerda sobremanera de la Atenas clásica y de la
Acrópolis, con su Partenón en lo alto del collado, dominando la antigua
metrópoli helénica.
Algunas veces, los argonautas
prácticamente hacían caso omiso a la cena rutinaria de a bordo, refrigerio que
últimamente consistía en una media luna de melón correoso, acompañada de una
loncha gruesa de jamón de cochino turco o tapir malayo, de primer plato; ambos manjares habían sido adquiridos en no se
sabe qué puerto, aunque seguramente fueron mercados en condiciones económicas
ventajosas, dada la gran habilidad mercantil de Sampaio, cocinero mayordomo
originario de Sintra, un personaje carismático, adiposo y muy procaz. De
segundo plato les ponía una carne argentina congelada, a la plancha,
proveniente, lo más seguro que de La Pampa durante la dictadura peronista. Este
banquete siempre era servido a las seis de la larde por Pedro Mari, un veterano
camarero oriundo del barrio santurzano de Mamariga. De tal menú picoteaban sin
ninguna gana o asomo de apetito, para hacerlo unas horas más tarde en las
tascas típicas de Trapichona, en donde devoraban unas fuentes enormes de
langostinos y pescados del país, un poco insípidos, sin el sabor de los del
nuestro bravo Cantábrico; aunque no les importaba en exceso a los marineros,
puesto que lo contrarrestaban regándolos con muy buenos y abundantes vinos
blancos del Rhin y del Peloponeso. Otros días, los argonautas, hambrientos, en
horas avanzadas de la tarde, al comienzo de la noche griega, deglutían
imponentes churrascos o asados al estilo argentino, en unos especiales
chiringuitos que permanecían situados al aire libre a lo largo de la carretera
que conectaba El Pireo con Atenas. En dichas bacanales siempre eran acompañados por marchosos grupos folclóricos
del humilde y legendario país mediterráneo. De esta forma, las tunas vernáculas hacían que tales
inolvidables veladas serían más alegres con el continuo trasiego de selectos
vinos internacionales, y más ensoñadoras, a medida que el syrtaki y sus
melódicos sones: Siko horepse, An
m’axiossi o Theos, Kira giorgena, Oniro demeno, I Margarita i Margaro... les hacían evocar a sus
novias, esposas e hijos esperándoles con harta paciencia durante cinco meses en
las costas del lejano Cantábrico.
Tomás también rememora las rondas
nocturnas, inagotables, recorriendo los tugurios más abigarrados del Pireo,
llenos a reventar de tripulantes de todas las nacionalidades, que aparecían
sentados junto a exóticas y muy jóvenes hetairas orientales. Se trataba de antros de perdición, numerosos e
inacabables, que se ubicaban al lado de la estación marítima, de donde partían
los albos cruceros rebosantes de turistas rumbo a todas las paradisíacas y
mitológicas islas del Egeo.
Aquellos periplos resultaban unos
garbeos incansables e instructivos para él, junto a sus expertos compañeros de
tripulación, muy versados en lupanares, güisqui y meretrices. En dichas covachas, Tomás y sus alegres compañeros
de tripulación bailaban syrtaki alegremente, brazos en alto, tras
arrojar altas pilas de platos de alfarería barata de tono claro sobre el
maderamen desvencijado de las pistas de baile habituales e improvisadas en
aquellos tabucos lascivos. Cada torre de platos les costaba cien cacharros (dracmas), él y sus colegas
llamaban así a la poco manejable moneda griega y a sus papelotes dispendiosos.
El joven mecánico se quedaba impresionado al contemplar la juerga incombustible
e inagotable de todas estas legiones desatinadas de navegantes ebrios,
vociferantes y pendencieros, provenientes de los países y etnias más dispares,
que, a su vez, aparecían acompañados de prostitutas pegadizas de ojos rasgados
y pieles aceitunadas. Todos ellos trasegaban güisqui y un coñac griego
denominado Metaxa, con tal frenesí, que semejaban, al echárselo al sediento
sumidero sin fondo de sus áridos gaznates, estar bombeando gasoil a bordo de
sus barcos, recirculándolo de un tanque de estribor contiguo al pique de proa
hacia otro de babor, sito en el doble fondo de popa, para nivelar correctamente
la escora evidente de la nave desafortunada, acaso al garete en algún momento
de suma emergencia.
En su mayoría, las múltiples escenas
narradas e inolvidables recuerdos eran actualizados por enésima vez en estos
parajes mediterráneos tan bellos e iluminados. Pero, además, todos los relatos
que torpemente he tecleado, estaban revestidos y acentuados épicamente por una
vena humorístico-aventurera entrañable; la cual, con lirismo melancólico,
emanaba a borbotones del corazón inmenso de unos hombres o, mejor, argonautas,
provistos de una raza, un temple y una mentalidad especiales.
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