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domingo, 15 de marzo de 2020

Metaxa y syrtaki


Metaxa y syrtaki


De sus salidas turísticas durante el tiempo que duró la reparación, Tomás me apunta que recuerda con nostalgia especial las rondas vespertinas al filo del crepúsculo, de paseo por la city griega. Si bien, rememora con más énfasis las correrías nocturnas a través del puerto comercial y las que efectuaba a lo largo del atracadero deportivo del Pireo, suntuario, ocupado por decenas de yates de poliéster y veleros artesanales de casco de madera y gran arboladura; todos ellos se mostraban flamantes aparejados con compleja jarcia manual. El mecánico se acuerda sobremanera de la Atenas clásica y de la Acrópolis, con su Partenón en lo alto del collado, dominando la antigua metrópoli helénica.
Algunas veces, los argonautas prácticamente hacían caso omiso a la cena rutinaria de a bordo, refrigerio que últimamente consistía en una media luna de melón correoso, acompañada de una loncha gruesa de jamón de cochino turco o tapir malayo, de primer plato; ambos manjares habían sido adquiridos en no se sabe qué puerto, aunque seguramente fueron mercados en condiciones económicas ventajosas, dada la gran habilidad mercantil de Sampaio, cocinero mayordomo originario de Sintra, un personaje carismático, adiposo y muy procaz. De segundo plato les ponía una carne argentina congelada, a la plancha, proveniente, lo más seguro que de La Pampa durante la dictadura peronista. Este banquete siempre era servido a las seis de la larde por Pedro Mari, un veterano camarero oriundo del barrio santurzano de Mamariga. De tal menú picoteaban sin ninguna gana o asomo de apetito, para hacerlo unas horas más tarde en las tascas típicas de Trapichona, en donde devoraban unas fuentes enormes de langostinos y pescados del país, un poco insípidos, sin el sabor de los del nuestro bravo Cantábrico; aunque no les importaba en exceso a los marineros, puesto que lo contrarrestaban regándolos con muy buenos y abundantes vinos blancos del Rhin y del Peloponeso. Otros días, los argonautas, hambrientos, en horas avanzadas de la tarde, al comienzo de la noche griega, deglutían imponentes churrascos o asados al estilo argentino, en unos especiales chiringuitos que permanecían situados al aire libre a lo largo de la carretera que conectaba El Pireo con Atenas. En dichas bacanales siempre eran acompañados por marchosos grupos folclóricos del humilde y legendario país mediterráneo. De esta forma, las tunas vernáculas hacían que tales inolvidables veladas serían más alegres con el continuo trasiego de selectos vinos internacionales, y más ensoñadoras, a medida que el syrtaki y sus melódicos sones: Siko horepse, An m’axiossi o Theos, Kira giorgena, Oniro demeno, I Margarita i Margaro... les hacían evocar a sus novias, esposas e hijos esperándoles con harta paciencia durante cinco meses en las costas del lejano Cantábrico.
Tomás también rememora las rondas nocturnas, inagotables, recorriendo los tugurios más abigarrados del Pireo, llenos a reventar de tripulantes de todas las nacionalidades, que aparecían sentados junto a exóticas y muy jóvenes hetairas orientales. Se trataba de antros de perdición, numerosos e inacabables, que se ubicaban al lado de la estación marítima, de donde partían los albos cruceros rebosantes de turistas rumbo a todas las paradisíacas y mitológicas islas del Egeo.
Aquellos periplos resultaban unos garbeos incansables e instructivos para él, junto a sus expertos compañeros de tripulación, muy versados en lupanares, güisqui y meretrices. En dichas covachas, Tomás y sus alegres compañeros de tripulación bailaban syrtaki alegremente, brazos en alto, tras arrojar altas pilas de platos de alfarería barata de tono claro sobre el maderamen desvencijado de las pistas de baile habituales e improvisadas en aquellos tabucos lascivos. Cada torre de platos les costaba cien cacharros (dracmas), él y sus colegas llamaban así a la poco manejable moneda griega y a sus papelotes dispendiosos. El joven mecánico se quedaba impresionado al contemplar la juerga incombustible e inagotable de todas estas legiones desatinadas de navegantes ebrios, vociferantes y pendencieros, provenientes de los países y etnias más dispares, que, a su vez, aparecían acompañados de prostitutas pegadizas de ojos rasgados y pieles aceitunadas. Todos ellos trasegaban güisqui y un coñac griego denominado Metaxa, con tal frenesí, que semejaban, al echárselo al sediento sumidero sin fondo de sus áridos gaznates, estar bombeando gasoil a bordo de sus barcos, recirculándolo de un tanque de estribor contiguo al pique de proa hacia otro de babor, sito en el doble fondo de popa, para nivelar correctamente la escora evidente de la nave desafortunada, acaso al garete en algún momento de suma emergencia.

En su mayoría, las múltiples escenas narradas e inolvidables recuerdos eran actualizados por enésima vez en estos parajes mediterráneos tan bellos e iluminados. Pero, además, todos los relatos que torpemente he tecleado, estaban revestidos y acentuados épicamente por una vena humorístico-aventurera entrañable; la cual, con lirismo melancólico, emanaba a borbotones del corazón inmenso de unos hombres o, mejor, argonautas, provistos de una raza, un temple y una mentalidad especiales.

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