La toilette del mayordomo
Tomás, el
joven mecánico, me aportó que tenía ciertas referencias acerca del inusual tamaño del
miembro viril del sátiro mayordomo, asimismo aportadas gratuitamente por otros
miembros de la tripulación, conocedores del asunto. Pero, el día menos pensado,
el mecánico, atónito, pudo comprobarlo con sus propios ojos en una jornada
indeterminada y fatídica, así y todo, fecha inolvidable. Tuvo lugar en un
estupendo y despejado sábado de octubre; estaban aún amarrados en el largo y
desvencijado muelle de reparaciones de Trapichona, en el Pireo. Después de una
tarea arriesgada, grasienta e ingrata en el interior del túnel del doble fondo,
Tomás subía presto, aunque muy malhumorado a la ducha, acicateado por la bronca
que habían tenido él y los oficiales con el tirano palentino, por inducirles
éste a efectuar un trabajo totalmente inútil, penoso e innecesario cuando,
después de comer, y estando ya dispuestos para salir de turismo por la capital
griega, el energúmeno castellano les obligó, sin más ni más, a enfundarse de
nuevo la ropa de faena, equiparse con linternas y algunas herramientas e
introducirse en el túnel maldito. Un pasadizo exiguo de un metro escaso de
ancho por otro metro de alto; pero que, así y todo, quedaba reducido a un
cubículo muy limitado, por el espacio que le restaban los baos, vagras, varengas,
bulárcamas, cuadernas, válvulas y tuberías, atravesándolo sin miramientos en
sentido longitudinal: una espelunca lúgubre, mefítica, irrespirable, e infernal
que discurría a través del doble fondo, desde el mamparo de proa de la cámara
de máquinas hasta los aledaños del pique de proa. La faena consistía en tratar
de recuperar dos válvulas de mando oleo hidráulico olvidadas, que acaso
permanecían durmiendo allí desde la batalla de Lepanto, abandonadas a su
albedrío por el famoso manco homónimo. Al final, dicha labor se les tornará
imposible de realizar, ya que cuando –reptando de mala manera, respirando con
serias dificultades, llenos de rozaduras en los brazos y piernas– llegaron
Tomás y Raúl, el mocho y barbudo tarraconense, tercer oficial de máquinas con
los buzos hechos jirones donde se encontraban los dichosos mecanismos, se
dieron cuenta de que, por el peso y tamaño de dichos artefactos, les resultará
imposible trasladarlos cincuenta metros por el interior del pasadizo grasiento;
ya que les era imperativo avanzar por el interior del túnel levantándolos entre
los dos a pulso, para ir sorteando una a una las malditas varengas. Sin
embargo, como se verá a continuación, la infructuosa escaramuza, a la que ambos
tripulantes bautizaron la tocacojones,
fue urdida por el atrabiliario chief
sólo para palpar descaradamente los testículos a los de la máquina, y, de haber
conseguido éstos recuperar los aparatos, así aquél quizás lograse méritos
unipersonales ante los astutos armadores helénicos.
A lo que iba, después de esta
pequeña digresión no es que haya querido escurrir el bulto, no; voy a ver si
consigo ceñirme al delicado affaire
que quería contar.
Tras el fracaso estrepitoso de la
tarea tocacojones, nada más soportar
la trifulca estentórea que les descargó el jefe, tratándolos nada menos que de
inútiles, y escapar todos de la sala de máquinas como conejos asustados, Tomás,
muy enfadado, trepaba de dos en dos los peldaños empinados de las escalas, con
el maquinista catalán a su rebufo. Ambos ascendían disparados hacia sus duchas
respectivas; aunque, después, tuvieron que enjabonarse entre ambos para
quitarse, casi arrancarse la grasa –y, si se descuidaban, desprendiéndose
jirones de piel– que tenían soldada a la espalda, al restregarse con inusitado
garbo ora el uno al otro, ora el otro al uno con un estropajo recio, pero
impregnado a su vez de un detergente especial, al que los argonautas nombraban química. Al entornar la puerta del aseo,
Tomás se encontró a bocajarro con el portugués de frente, dentro de la toilette que habitualmente sólo usaba el
joven mecánico. A pesar de que han pasado muchos años de la mentada escena,
éste no podría asegurar a ciencia cierta, aun a sabiendas de la libidinosa fama
de garañón bisexual que el luso gozaba a bordo, que el cocinero hubiese
preparado a posta el encuentro, porque éste jamás se le llegó a insinuar a
Tomás. El caso es que aquel día de marras el mecánico sorprendió sin quererlo
al portugués, corito en la ducha. Pero, ahí es nada, también en plena erección,
descapullado; quedándose atónito el recién llegado a la ducha ante las
proporciones descomunales exhibidas por tal falo. Y es que, si la barriga le
resultaba asimismo de una monstruosa prominencia, cuando el cocinero se puso de
perfil, al ser sorprendido por el mecánico, la verga, oscura, le sobresalía
como un largo y romo ariete –eso sí, me apuntó Tomás–, rebasando con holgura
tamaña y acusado ángulo ascendente la silueta curva de su abdomen adiposo y
afelpado.
Todavía recuerdo el día que Tomás,
en pleno paseo por el muelle portugalujo, estupefacto, me contó la intempestiva
escena, revelándome que en la vida había visto tal cantidad de rabo.
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