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jueves, 12 de marzo de 2020

La "toilette" del mayordomo

La toilette del mayordomo


Tomás, el joven mecánico, me aportó que tenía ciertas referencias acerca del inusual tamaño del miembro viril del sátiro mayordomo, asimismo aportadas gratuitamente por otros miembros de la tripulación, conocedores del asunto. Pero, el día menos pensado, el mecánico, atónito, pudo comprobarlo con sus propios ojos en una jornada indeterminada y fatídica, así y todo, fecha inolvidable. Tuvo lugar en un estupendo y despejado sábado de octubre; estaban aún amarrados en el largo y desvencijado muelle de reparaciones de Trapichona, en el Pireo. Después de una tarea arriesgada, grasienta e ingrata en el interior del túnel del doble fondo, Tomás subía presto, aunque muy malhumorado a la ducha, acicateado por la bronca que habían tenido él y los oficiales con el tirano palentino, por inducirles éste a efectuar un trabajo totalmente inútil, penoso e innecesario cuando, después de comer, y estando ya dispuestos para salir de turismo por la capital griega, el energúmeno castellano les obligó, sin más ni más, a enfundarse de nuevo la ropa de faena, equiparse con linternas y algunas herramientas e introducirse en el túnel maldito. Un pasadizo exiguo de un metro escaso de ancho por otro metro de alto; pero que, así y todo, quedaba reducido a un cubículo muy limitado, por el espacio que le restaban los baos, vagras, varengas, bulárcamas, cuadernas, válvulas y tuberías, atravesándolo sin miramientos en sentido longitudinal: una espelunca lúgubre, mefítica, irrespirable, e infernal que discurría a través del doble fondo, desde el mamparo de proa de la cámara de máquinas hasta los aledaños del pique de proa. La faena consistía en tratar de recuperar dos válvulas de mando oleo hidráulico olvidadas, que acaso permanecían durmiendo allí desde la batalla de Lepanto, abandonadas a su albedrío por el famoso manco homónimo. Al final, dicha labor se les tornará imposible de realizar, ya que cuando –reptando de mala manera, respirando con serias dificultades, llenos de rozaduras en los brazos y piernas– llegaron Tomás y Raúl, el mocho y barbudo tarraconense, tercer oficial de máquinas con los buzos hechos jirones donde se encontraban los dichosos mecanismos, se dieron cuenta de que, por el peso y tamaño de dichos artefactos, les resultará imposible trasladarlos cincuenta metros por el interior del pasadizo grasiento; ya que les era imperativo avanzar por el interior del túnel levantándolos entre los dos a pulso, para ir sorteando una a una las malditas varengas. Sin embargo, como se verá a continuación, la infructuosa escaramuza, a la que ambos tripulantes bautizaron la tocacojones, fue urdida por el atrabiliario chief sólo para palpar descaradamente los testículos a los de la máquina, y, de haber conseguido éstos recuperar los aparatos, así aquél quizás lograse méritos unipersonales ante los astutos armadores helénicos.
A lo que iba, después de esta pequeña digresión no es que haya querido escurrir el bulto, no; voy a ver si consigo ceñirme al delicado affaire que quería contar.
Tras el fracaso estrepitoso de la tarea tocacojones, nada más soportar la trifulca estentórea que les descargó el jefe, tratándolos nada menos que de inútiles, y escapar todos de la sala de máquinas como conejos asustados, Tomás, muy enfadado, trepaba de dos en dos los peldaños empinados de las escalas, con el maquinista catalán a su rebufo. Ambos ascendían disparados hacia sus duchas respectivas; aunque, después, tuvieron que enjabonarse entre ambos para quitarse, casi arrancarse la grasa –y, si se descuidaban, desprendiéndose jirones de piel– que tenían soldada a la espalda, al restregarse con inusitado garbo ora el uno al otro, ora el otro al uno con un estropajo recio, pero impregnado a su vez de un detergente especial, al que los argonautas nombraban química. Al entornar la puerta del aseo, Tomás se encontró a bocajarro con el portugués de frente, dentro de la toilette que habitualmente sólo usaba el joven mecánico. A pesar de que han pasado muchos años de la mentada escena, éste no podría asegurar a ciencia cierta, aun a sabiendas de la libidinosa fama de garañón bisexual que el luso gozaba a bordo, que el cocinero hubiese preparado a posta el encuentro, porque éste jamás se le llegó a insinuar a Tomás. El caso es que aquel día de marras el mecánico sorprendió sin quererlo al portugués, corito en la ducha. Pero, ahí es nada, también en plena erección, descapullado; quedándose atónito el recién llegado a la ducha ante las proporciones descomunales exhibidas por tal falo. Y es que, si la barriga le resultaba asimismo de una monstruosa prominencia, cuando el cocinero se puso de perfil, al ser sorprendido por el mecánico, la verga, oscura, le sobresalía como un largo y romo ariete –eso sí, me apuntó Tomás–, rebasando con holgura tamaña y acusado ángulo ascendente la silueta curva de su abdomen adiposo y afelpado.
Todavía recuerdo el día que Tomás, en pleno paseo por el muelle portugalujo, estupefacto, me contó la intempestiva escena, revelándome que en la vida había visto tal cantidad de rabo.

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