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jueves, 12 de marzo de 2020

Fusako, Mikado, Namiko, Okiku, Shinako y Tokiko


Fusako, Mikado, Namiko, Okiku, Shinako y Tokiko


Los engrasadores, sobreexcitados, parlaban ahora del coñito dulce, estrecho y prieto de las sumisas profesionales filipinas y de los masajes inolvidables que con habilidad sorprendente les practicaban las tailandesas en Singapur, expertas en el manejo envolvente de los músculos vaginales, revestidos de un terciopelo especial, según alguno de los compañeros afortunados que cataron sus delicias exquisitas. Y es que, las tagalas, ágiles y versadas, junto con las numerosas hetairas representantes de las etnias thai y malaya, todas ellas elásticas y juguetonas, eran consideradas por los argonautas como las mejores profesionales del oficio más viejo del mundo.

En algún momento dado de la conversación libidinosa, en la que el número de confidencias íntimas y matices tórridos iba en aumento, aportados en todo momento por los veteranos argonautas, ésta se revelaba especialmente animada por el trasiego imparable de varias cajas de cerveza. Policarpo, el contramaestre galaico, profesional excelente de veleidades artístico-plásticas reconocidas, les recordaba con insistencia –incidiendo de vez en cuando en la larga conversación anterior, que resultaba desgranada en su mayor parte por Kepa Aguirrezubiría, uno de los veteranos engrasadores– los favores deliciosos que recibieron en Japón, cuando navegaban con la Sanko Line. Les recalcaba machacón, aureolado por una añoranza tan sibarítica como hedonista que, cuando tocaban puerto en Osaka y luego en Kobe, urbes del mítico imperio del sol naciente, la mayoría de los miembros de la tripulación, formada por gallegos y vascos, no podía prescindir de los delicados placeres de pago que les proporcionaban las encantadoras geishas. Con ellas primero tomaban el té en tacitas muy coquetas de porcelana china, o espirituoso sake en pocillos diminutos, permaneciendo frente a las niponas en posición búdica, con pose hierática, sentados sobre el tatami, y disfrutando desde este preciso momento, al contemplarlas embutidas en sus bellos kimonos de seda, soberbiamente rematados a popa por el lazo respingón. Después las despojaban de la conocida prenda aborigen, no sin una renuencia tan fingida como simpática por parte de sus cuerpos asiáticos, dóciles y experimentados, presidida y adornada a su vez por un galimatías delicioso, que transmitían las meretrices en forma de sinfonía alegre y desordenada, plena de grititos impostados de lamento.
Los argonautas, tras juguetear un rato con su elegante lencería parisina, colmada de blondas y transparencias, retozaban en simbiosis íntima sobre los castigados futones, a la sombra de pagodas cercanas e impresionantes... Polvo que te va polvo que te viene, en los breves intervalos reparadores, tras el placer gratificante, entre buchito y buchito de sake, contemplaban de manera sincrónica, en relajada posición horizontal, las panoplias desplegadas de katanas antiguas, escalofriantes, ubicadas al lado de los retratos expresivos de sus samuráis más feroces o, asimismo, fijaban la vista en los finos biombos, ubicuos y multicolores. Estos paneles son, aún hoy –según las explicaciones oportunas de Poli–, unas joyas excelentes. Todos resplandecían, decorados con motivos bellísimos, los cuales, a lo largo de los siglos, mejor y más fidedignamente han representado la sutil trayectoria del exquisito arte oriental, desde los periodos remotos de Jomon y Yayoi (–5000 al –200 a.C.); los del 552 al 1185: Asuka, Nara, Heian, Kamasura, además de los de Togugawa, Muromachi y Momoyama hasta 1868, para dar inicio a la Edad Moderna, que concluirá en los iconos anodinos consumistas, de usar y tirar, de la época actual.
Tanto la práctica como la consumación de estas escenas epicúreas les suponía un buen puñado de cientos de yenes; mas no les importaba, tras las jornadas de navegación indefectibles y largas que les esperaban nada más salir del último puerto nipón, en él que tanto disfrutaron. Ya tendrían tiempo de ahorrar plata durante las monótonas singladuras rumbo al estrecho de Bass, bordeando la costa oriental australiana para virar noventa grados a estribor sin cruzar el paralelo de los 40º S. Una vez que superaban el cabo Howe y dejaban a popa las islas Furneaux por la aleta de babor, el piloto ponía rumbo al Oeste para recalar en Melbourne. Seguidamente atravesaban el Índico en línea recta, prácticamente ceñidos al paralelo anterior, a razón de unas 288 millas diarias o el equivalente a una velocidad de 12 Nudos/hora; pero soñando ya con las negritas de Ciudad del Cabo. Durante la travesía, no dejaban de pensar en el inhumano apartheid sudafricano, habida cuenta de que en uno de los viajes anteriores la policía había impuesto una sanción de 400 rands al radio, por sorprenderle en pleno paseo de la mano de una hotentote preciosa, de dieciséis años. Una vez que doblaban el cabo Good Hope, se sentían cada vez más cerca de la vieja Europa, donde tras las escalas obligatorias en La Coruña y en el activo puerto holandés de Rotterdam, arribarán sin novedad a Hamburgo, punto final de la singladura, con las miras puestas en las labores inherentes a la descarga y las obligadas visitas al siempre animado arrabal de San Pauli.
Lo pasaban bien en aquellos sórdidos lupanares teutones, entre canturriadas alegres y caudalosos ríos de excelente birra –añadía de vez en cuando Fernando, el habilidoso electricista–, recordándoles al mismo tiempo las aventuras similares que realizaban durante la corta escala en el país de los tulipanes y los molinos de viento. Allí, las meretrices, insulsas, se exhibían en paños menores tras las cristaleras, como si fuesen las mascotas a la venta en una tienda de animales. Pero, a la hora de acoplarse con tales ejércitos de concubinas tan frías como robóticas, con cara de calculadora, notaban en el acto la rigidez mercantil que dejaban traslucir sus miradas gélidas. Tanto en el momento del acoplamiento, mecánico y frío, como después de él, los argonautas –en cierto modo compungidos–, no dejaban de rememorar con ternura melancólica las escenas originales que realizaron hace un mes a varios miles de millas de distancia. La mayoría de las veces comprobaban desilusionados que estas últimas bacanales edulcoradas corridas en la cuna de la civilización no tenían nada que ver con los cuadros humanos lánguidos, exóticos e indelebles que vivieron en Osaka con Mikado, Tokiko, Fusako, Namiko, Shinako, Okiku...: las carísimas, pero dulces geishas del rico país oriental y que, inexorablemente, nada más que ellos llegaban al activo puerto del estuario del Elba, les hacían pensar en el viaje inmediato de retorno al Japón.
Solamente escuchando al chispas la fonética melosa, cuando pronunciaba los delicados nombres de las meretrices niponas, ya se le ponían los dientes largos a Tomás, el maquinín, como le llamaba a veces Berna, el sarcástico bombero galaico; pensando que acaso algún día afortunado de no sabe qué año, también él recalaría en alguno de los puertos asiáticos más abstrusos, donde tendría ocasión de emular a los viejos lobos de mar, ya cincuentones, curtidos…, pero todos ellos con unas experiencias prendidas de sus cuerpos que ya quisiera para sí un ávido mozalbete de veintiocho primaveras.

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