Fusako,
Mikado, Namiko, Okiku, Shinako y Tokiko
Los engrasadores, sobreexcitados,
parlaban ahora del coñito dulce, estrecho
y prieto de las sumisas profesionales filipinas y de los masajes inolvidables que con habilidad
sorprendente les practicaban las tailandesas en Singapur, expertas en el manejo
envolvente de los músculos vaginales, revestidos de un terciopelo especial,
según alguno de los compañeros afortunados que cataron sus delicias exquisitas.
Y es que, las tagalas, ágiles y versadas, junto con las numerosas hetairas
representantes de las etnias thai y malaya, todas ellas elásticas y juguetonas,
eran consideradas por los argonautas como las mejores profesionales del oficio
más viejo del mundo.
En algún momento dado de la
conversación libidinosa, en la que el número de confidencias íntimas y matices
tórridos iba en aumento, aportados en todo momento por los veteranos
argonautas, ésta se revelaba especialmente animada por el trasiego imparable de
varias cajas de cerveza. Policarpo, el contramaestre galaico, profesional excelente
de veleidades artístico-plásticas reconocidas, les recordaba con insistencia
–incidiendo de vez en cuando en la larga conversación anterior, que resultaba
desgranada en su mayor parte por Kepa Aguirrezubiría, uno de los veteranos
engrasadores– los favores deliciosos que recibieron en Japón, cuando navegaban
con la Sanko Line. Les recalcaba machacón, aureolado por una añoranza tan
sibarítica como hedonista que, cuando tocaban puerto en Osaka y luego en Kobe,
urbes del mítico imperio del sol naciente, la mayoría de los miembros de la
tripulación, formada por gallegos y vascos, no podía prescindir de los
delicados placeres de pago que les proporcionaban las encantadoras geishas. Con ellas primero tomaban el té
en tacitas muy coquetas de porcelana china, o espirituoso sake en pocillos diminutos,
permaneciendo frente a las niponas en posición búdica, con pose hierática,
sentados sobre el tatami, y disfrutando desde este preciso momento, al
contemplarlas embutidas en sus bellos kimonos de seda, soberbiamente rematados a popa por el lazo respingón. Después
las despojaban de la conocida prenda aborigen, no sin una renuencia tan fingida
como simpática por parte de sus cuerpos asiáticos, dóciles y experimentados,
presidida y adornada a su vez por un galimatías delicioso, que transmitían las
meretrices en forma de sinfonía alegre y desordenada, plena de grititos impostados
de lamento.
Los argonautas, tras juguetear un
rato con su elegante lencería parisina, colmada de blondas y transparencias,
retozaban en simbiosis íntima sobre los castigados futones, a la sombra de pagodas
cercanas e impresionantes... Polvo que te va polvo que te viene, en los breves
intervalos reparadores, tras el placer gratificante, entre buchito y buchito de
sake, contemplaban de manera sincrónica, en relajada posición horizontal, las
panoplias desplegadas de katanas antiguas, escalofriantes, ubicadas al lado de
los retratos expresivos de sus samuráis más feroces o, asimismo, fijaban la
vista en los finos biombos, ubicuos y multicolores. Estos paneles son, aún hoy
–según las explicaciones oportunas de Poli–, unas joyas excelentes. Todos
resplandecían, decorados con motivos bellísimos, los cuales, a lo largo de los
siglos, mejor y más fidedignamente han representado la sutil trayectoria del
exquisito arte oriental, desde los periodos remotos de Jomon y Yayoi (–5000 al
–200 a.C.); los del 552 al 1185: Asuka, Nara, Heian, Kamasura, además de los de
Togugawa, Muromachi y Momoyama hasta 1868, para dar inicio a la Edad Moderna,
que concluirá en los iconos anodinos consumistas, de usar y tirar, de la época actual.
Tanto la práctica como la consumación de estas escenas epicúreas
les suponía un buen puñado de cientos de yenes; mas no les importaba, tras las
jornadas de navegación indefectibles y largas que les esperaban nada más salir
del último puerto nipón, en él que tanto disfrutaron. Ya tendrían tiempo de
ahorrar plata durante las monótonas singladuras rumbo al estrecho de Bass,
bordeando la costa oriental australiana para virar noventa grados a estribor
sin cruzar el paralelo de los 40º S. Una vez que superaban el cabo Howe y
dejaban a popa las islas Furneaux por la aleta de babor, el piloto ponía rumbo
al Oeste para recalar en Melbourne. Seguidamente atravesaban el Índico en línea
recta, prácticamente ceñidos al paralelo anterior, a razón de unas 288 millas
diarias o el equivalente a una velocidad de 12 Nudos/hora; pero soñando ya con
las negritas de Ciudad del Cabo. Durante la travesía, no dejaban de pensar en
el inhumano apartheid sudafricano,
habida cuenta de que en uno de los viajes anteriores la policía había impuesto
una sanción de 400 rands al radio, por sorprenderle en pleno paseo de la mano
de una hotentote preciosa, de dieciséis años. Una vez que doblaban el cabo Good
Hope, se sentían cada vez más cerca de la vieja Europa, donde tras las escalas
obligatorias en La Coruña y en el activo puerto holandés de Rotterdam,
arribarán sin novedad a Hamburgo, punto final de la singladura, con las miras
puestas en las labores inherentes a la descarga y las obligadas visitas al siempre
animado arrabal de San Pauli.
Lo pasaban bien en aquellos sórdidos
lupanares teutones, entre canturriadas alegres y caudalosos ríos de excelente birra –añadía de vez en cuando Fernando,
el habilidoso electricista–, recordándoles al mismo tiempo las aventuras similares
que realizaban durante la corta escala en el país de los tulipanes y los
molinos de viento. Allí, las meretrices, insulsas, se exhibían en paños menores
tras las cristaleras, como si fuesen las mascotas a la venta en una tienda de
animales. Pero, a la hora de acoplarse con tales ejércitos de concubinas tan
frías como robóticas, con cara de calculadora, notaban en el acto la rigidez
mercantil que dejaban traslucir sus miradas gélidas. Tanto en el momento del acoplamiento,
mecánico y frío, como después de él, los argonautas –en cierto modo
compungidos–, no dejaban de rememorar con ternura melancólica las escenas
originales que realizaron hace un mes a varios miles de millas de distancia. La
mayoría de las veces comprobaban desilusionados que estas últimas bacanales
edulcoradas corridas en la cuna de la civilización no tenían nada que ver con
los cuadros humanos lánguidos, exóticos e indelebles que vivieron en Osaka con
Mikado, Tokiko, Fusako, Namiko, Shinako, Okiku...: las carísimas, pero dulces geishas del rico país oriental y que,
inexorablemente, nada más que ellos llegaban al activo puerto del estuario del
Elba, les hacían pensar en el viaje inmediato de retorno al Japón.
Solamente escuchando al chispas la fonética melosa, cuando
pronunciaba los delicados nombres de las meretrices niponas, ya se le ponían
los dientes largos a Tomás, el maquinín,
como le llamaba a veces Berna, el sarcástico bombero galaico; pensando que
acaso algún día afortunado de no sabe qué año, también él recalaría en alguno
de los puertos asiáticos más abstrusos, donde tendría ocasión de emular a los
viejos lobos de mar, ya cincuentones, curtidos…, pero todos ellos con unas
experiencias prendidas de sus cuerpos que ya quisiera para sí un ávido mozalbete de veintiocho primaveras.
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