Galerna
En aquella tarde, aún otoñal,
durante el paseo peripatético cotidiano
por el muelle, los dos caminantes
presintieron la galerna, al contemplar
el enfadado, tétrico y oscuro aspecto
que les presentaba el cielo sobre
la puerta de acceso al Abra interior.
El “Santanita”, perpetuo, oxidado
y vetusto, cautivo e inamovible,
permanecía fondeado en su sitio
de costumbre, esperando
que los jueces le levantasen el embargo
y, sin más demora, poder largar amarras
para volver a sentirse libre
en largas singladuras hacia
lugares exóticos del Pacífico Sur.
De repente el cielo se tiñó
de un gris oscuro lúgubre,
casi negro; el viento del noroeste,
repentino y fuerte,
formaba cientos de borreguitos
sobre el cauce anchuroso de la ría,
oponiéndose terco a la corriente
vaciante de la marea.
Pero no, no. Al final no hubo galerna
–menos mal–; así pudieron terminar
felizmente el paseo rutinario.
Entretanto, avanzaban de retorno
con la vista fija en el Mareómetro,
giraban el cuello al unísono
y miraban –como dos devotos frailes
mercedarios– hacia la enlutada
bóveda celeste, aquiescentes,
agradecidos: contentos.
Ambos caminaban
con su languidez habitual
y estoica parsimonia,
mas al mismo tiempo
daban las gracias a la madre naturaleza
y a su variable climatología
por esta benevolencia
gratuita e increíble,
al permitirles volver a sus casas
con las ropas secas.
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