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viernes, 27 de marzo de 2020

El mareómetro y los simpáticos crustáceos




El mareómetro y los simpáticos crustáceos



Los dos peripatéticos paseantes han dejado atrás la negra estructura que más físicamente une ambas márgenes, pero que las sigue separando en lo social; ahora están delante del antiguo reloj que sólo marca los minutos y funciona con las mareas. El Tenaz Hablador ejerce de cicerone. Le cuenta a Bus los avatares y sufrimientos de dicho artilugio: que fue fabricado por la casa Borrell & Wagner de París en el país vecino allende de los Pirineos; que hace tiempo, durante una gran pleamar, un pez espada prodigioso efectuó un gran salto, logró atrapar hábilmente la saeta indicadora, y, aprovechando la inercia del impulso tan tremendo, a causa del rápido efecto boomerang, volvió presto al cauce de la ría con la presa trabada en sus fauces, huyendo veloz al Cantábrico.
Desde entonces, le añade, aunque han pasado largos años desde la acrobacia genial, singular sabotaje y rapto posterior, aún seguimos sin manecilla y, claro, sin poder apreciar los datos de pleamares y bajamares.
Que, a pesar de todo, el dispositivo repetidor permanece incansable bajo influjo de las atracciones astrales, accionado por la fuerza mareomotriz, con sus crecientes y vaciantes flujos naturales; que, por medio de un sistema sencillo y eficiente, el aparato galo sigue unido mecánicamente al flotador encerrado en su túnel, coloreado por el limo del fondo, transfiriendo sus movimientos con vaivén, indisimulado y perenne, al eje que atraviesa la simbólica y solitaria esfera graduada. Al apuntar hacia arriba con el dedo índice, el Tenaz le revela que el citado cuadrante está dividido en porciones numeradas, del uno al seis, y corona con equitativa gallardía el mástil, moldeado y glauco; reiterándole, al circunspecto Bus, que este monolito simbólico se encuentra amarrado con gruesos pernos a su peana cilíndrica de obra civil, situada, en medio del concurrido paseo, al socaire de vientos y mareas, pero no de monstruos marinos feroces. Además, le comenta que todos los peripatéticos paseantes no dejamos de tener la esperanza de que ese teleósteo raudo y audaz, acicateado por el éxito anterior, vuelva voraz en otra expedición depredadora, quizá ahora en busca del sector albo, y sea arponeado en el nuevo lance por alguno de los pacientes y hábiles pescadores que diariamente pueblan el paseo del muelle: pertrechados con largas cañas de fibra de carbono, nasas abultadas provistas de los oportunos trebejos piscícolas, radio de transistores, un sustancioso bocadillo de tortilla de patata, una fría cerveza de lata... o la más castiza, sobada e inseparable bota de vino. Le apunta que la mayoría de los transeúntes esperamos con ansiedad la llegada de ese día afortunado, en el que sus captores, no bien sea apresado el ovíparo intrépido, recuperen la saeta de su vientre ávido para que un ‘relojero’ artesano nos la reponga con precisión minuciosa en el mismo lugar de donde fue arrebatada… Apostillándole finalmente que los habituales viandantes, o nobles villanos portugalujos, quedaríamos muy agradecidos por la labor benefactora de estos filantrópicos profesionales.
Carraspea y asiente Bus, un poco perplejo ante el elaborado speech del Tenaz Hablador; pero esta catilinaria, harto instructiva, no es óbice para que ambos continúen sin más el paseo cotidiano haciendo algunas disquisiciones entre lo divino y lo humano.

Mientras avanzan hacia el faro comentando Las vidas paralelas, de Plutarco o Los diálogos, de Platón –citando a Kant, Shopenhauer, con sus grandes inversiones y escasos dividendos en la industria de la vida, o el militarismo tenebroso que se respira entre las páginas de La decadencia de Occidente, de Spengler–, se acuerdan al unísono del joven Hans Castorp y del ecuánime Settembrini del monstruo Thomas Mann y por fin –pidiendo sopitas los dos–, concluyen en el oráculo de Delphos, Jantipa, la cicuta mortal y alguno de los continuadores de la obra del genial, feo y peripatético Sócrates.

El agua de la ría escarabajea borboteante lamiendo con apetencia nerviosa los intersticios oleosos de las rocas de la escollera, azuzada por el creciente empuje de la marea.
La lancha del práctico se desliza rauda, como rémora fugaz enloquecida en busca de los vagidos y lamentos lejanos de una ballena blanca herida, mimetizada entre los senos de las ondas marinas, acunada con dulzura por el continuo rolar de los vientos y arropada entre las corrientes cálidas que recorren las soledades vastas de los grises océanos... La embarcación, estilizada y aerodinámica, avanza a toda máquina, empopada, trabada con fuerza a la lámina acuática por causa de la potencia aportada por sus dos motores; las crestas espumosas de las olas formadas por su roda metálica y afilada, al cortar con ímpetu el flujo caudaloso de la pleamar, forman una estela tan fulgurante como divergente que, al chocar contra las riberas ennegrecidas del estuario, rompe el monótono equilibrio natural. Este contratiempo esporádico hace huir, despavoridos hacia el fondo del cauce, a los abundantes karramarros que, bajo un sol de justicia, poblaban apaciblemente encima de las piedras del malecón, terriblemente asustados, esperando que pase el tremendo maremoto y así volver a repetir la escena anterior...
Empero, el paseante, peripatético, convertido ahora en tenaz observador, al otear la entrada del Abra contempla el regreso a toda máquina de la lancha del piloto a su base junto al centenario busto de bronce sobre mármol de Carrara del insigne Víctor Chávarri, situado detrás de la negra estructura del Puente Colgante, y repentinamente se ve embargado por una tristeza infinita, similar a la pena que habría debido sentir aquel famoso santo de Asís, al pensar de nuevo en la mala suerte de nuestros hermanos los simpáticos crustáceos.


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