El mareómetro y los simpáticos crustáceos
Los
dos peripatéticos paseantes han dejado atrás la negra estructura que más
físicamente une ambas márgenes, pero que las sigue separando en lo social; ahora
están delante del antiguo reloj que sólo marca los minutos y
funciona con las mareas. El Tenaz Hablador ejerce de cicerone. Le cuenta
a Bus los avatares y sufrimientos de dicho artilugio: que fue
fabricado por la casa Borrell & Wagner de París en el país vecino allende
de los Pirineos; que hace tiempo, durante una gran pleamar, un pez espada prodigioso
efectuó un gran salto, logró atrapar hábilmente la saeta indicadora, y,
aprovechando la inercia del impulso tan tremendo, a causa del rápido efecto boomerang, volvió presto al cauce de la
ría con la presa trabada en sus fauces, huyendo veloz al Cantábrico.
Desde
entonces, le añade, aunque han pasado largos años desde la acrobacia genial,
singular sabotaje y rapto posterior, aún seguimos sin manecilla y, claro, sin
poder apreciar los datos de pleamares y bajamares.
Que,
a pesar de todo, el dispositivo repetidor permanece incansable bajo influjo de
las atracciones astrales, accionado por la fuerza mareomotriz, con sus crecientes
y vaciantes flujos naturales; que, por medio de un sistema sencillo y eficiente,
el aparato galo sigue unido mecánicamente al flotador encerrado en su túnel,
coloreado por el limo del fondo, transfiriendo sus movimientos con vaivén, indisimulado
y perenne, al eje que atraviesa la simbólica y solitaria esfera graduada. Al
apuntar hacia arriba con el dedo índice, el Tenaz le revela que el
citado cuadrante está dividido en porciones numeradas, del uno al seis, y
corona con equitativa gallardía el mástil, moldeado y glauco; reiterándole, al
circunspecto Bus, que este monolito simbólico se encuentra amarrado con
gruesos pernos a su peana cilíndrica de obra civil, situada, en medio del
concurrido paseo, al socaire de vientos y mareas, pero no de monstruos marinos feroces.
Además, le comenta que todos los peripatéticos paseantes no dejamos de tener la
esperanza de que ese teleósteo raudo y audaz, acicateado por el éxito anterior,
vuelva voraz en otra expedición depredadora, quizá ahora en busca del sector albo,
y sea arponeado en el nuevo lance por alguno de los pacientes y hábiles pescadores
que diariamente pueblan el paseo del muelle: pertrechados con largas cañas de
fibra de carbono, nasas abultadas provistas de los oportunos trebejos
piscícolas, radio de transistores, un sustancioso bocadillo de tortilla de
patata, una fría cerveza de lata... o la más castiza, sobada e inseparable bota
de vino. Le apunta que la mayoría de los transeúntes esperamos con ansiedad la
llegada de ese día afortunado, en el que sus captores, no bien sea apresado el ovíparo
intrépido, recuperen la saeta de su vientre ávido para que un ‘relojero’
artesano nos la reponga con precisión minuciosa en el mismo lugar de
donde fue arrebatada… Apostillándole finalmente que los habituales viandantes,
o nobles villanos portugalujos, quedaríamos muy agradecidos por la labor
benefactora de estos filantrópicos profesionales.
Carraspea
y asiente Bus, un poco perplejo ante el elaborado speech del Tenaz Hablador; pero esta catilinaria,
harto instructiva, no es óbice para que ambos continúen sin más el paseo cotidiano
haciendo algunas disquisiciones entre lo divino y lo humano.
Mientras
avanzan hacia el faro comentando Las
vidas paralelas, de Plutarco o Los
diálogos, de Platón –citando a Kant, Shopenhauer, con sus grandes inversiones
y escasos dividendos en la industria de la vida, o el militarismo
tenebroso que se respira entre las páginas de La decadencia de Occidente, de Spengler–, se acuerdan al unísono
del joven Hans Castorp y del ecuánime Settembrini del monstruo Thomas Mann
y por fin –pidiendo sopitas los dos–, concluyen en el oráculo de Delphos,
Jantipa, la cicuta mortal y alguno de los continuadores de la obra del genial,
feo y peripatético Sócrates.
El
agua de la ría escarabajea borboteante lamiendo con apetencia nerviosa los intersticios
oleosos de las rocas de la escollera, azuzada por el creciente empuje de la
marea.
La
lancha del práctico se desliza rauda, como rémora fugaz enloquecida en busca de
los vagidos y lamentos lejanos de una ballena blanca herida, mimetizada entre
los senos de las ondas marinas, acunada con dulzura por el continuo rolar de
los vientos y arropada entre las corrientes cálidas que recorren las soledades vastas
de los grises océanos... La embarcación, estilizada y aerodinámica, avanza a
toda máquina, empopada, trabada con fuerza a la lámina acuática por causa de la
potencia aportada por sus dos motores; las crestas espumosas de las olas
formadas por su roda metálica y afilada, al cortar con ímpetu el flujo caudaloso
de la pleamar, forman una estela tan fulgurante como divergente que, al chocar
contra las riberas ennegrecidas del estuario, rompe el monótono equilibrio
natural. Este contratiempo esporádico hace huir, despavoridos hacia el
fondo del cauce, a los abundantes karramarros
que, bajo un sol de justicia, poblaban apaciblemente encima de las piedras del
malecón, terriblemente asustados, esperando que pase el tremendo maremoto
y así volver a repetir la escena anterior...
Empero,
el paseante, peripatético, convertido ahora en tenaz observador, al
otear la entrada del Abra contempla el regreso a toda máquina de la lancha del
piloto a su base junto al centenario busto de bronce sobre mármol de Carrara
del insigne Víctor Chávarri, situado detrás de la negra estructura del Puente
Colgante, y repentinamente se ve embargado por una tristeza infinita, similar a
la pena que habría debido sentir aquel famoso santo de Asís, al pensar de nuevo
en la mala suerte de nuestros hermanos los simpáticos crustáceos.
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