El impío don Pío y el pío don Miguel
Después de un sinfín de dudas y temores, tras los precoces balbuceos,
me lancé incansable a la búsqueda de la perfección literaria, junto con
la inherente esperanza de hallar algún estilo. Como no encontraba la ansiada
perfección ni el estilo soñado –aún sigo sin hallarlos–, me consuelo al punto
con lo que el impío don Pío, el Gorki español, les espetaba en
diferentes entrevistas a algunos de los más insolentes, altivos y atildados
gacetilleros de su tiempo acerca de los estilos literarios: “que sólo se
trataban de galas retóricas de difunto, que le parecían adornos de
cementerio..., cosas rancias que olían a muerto.” Él, el más heteróclito de
todos los escritores: el cascarrabias Baroja, que sin hacer caso jamás
de los patrones y cánones literarios que imperaban en aquellas sórdidas épocas,
poseía más estilo que los demás, sencillamente por carecer de él.
Y, mira por dónde, el dios
Unamuno, el más universal de todos los vascos, nos dejó dicho: “El triunfo del
estilo radica precisamente en no tenerlo”.
Abatido, tratando así
de justificar mi desconsolada aflicción, quizá he llegado a la conclusión de
que dicha perfección no existe.
Mirándolo desde otro punto de vista, añado que en todo momento me he
definido, me defino y me definiré como cervantino, unamuniano y barojiano
hasta la médula, y es que siempre me he dedicado y me dedico a leer y releer
con fruición la obra del manco de Lepanto, la del autor de Niebla y, en
especial, la del escéptico galeno de Cestona, que luego acabó regentando la
tahona familiar en la metrópoli conquistada por los facciosos. Ahora bien,
últimamente he ido desengañándome mucho respecto a la persona de este postrero
escritor; y, matizando, expongo que don Pío se tornó en un personaje muy
singular, el cual se propuso dar rienda suelta a una imaginación muy dinámica,
pero sólo a través de sus personajes: rebeldes, valientes, arrojados, los
cuales, precisamente, colijo que son los que hubiera deseado ser él; sin
embargo, su absoluto nihilismo y fastidiosa falta de fe en el mundo se lo
impidieron. Estas contingencias resultaron unas abrumadoras y características
constantes en sus, así y todo, entrañables libros, donde el autor se nos
mostraba acérrimamente agrio y despectivo no sólo con las creencias religiosas,
sino asimismo con la política y la mezquina sociedad de aquellos años.
Analizando este comportamiento, echo de ver, a pesar de todo, que su sinceridad
fue absoluta: sólo que siempre la utilizó para denostar a casi todo lo
que se le ponía por delante, a veces de manera grave. En una de sus mejores
novelas: El árbol de la ciencia, por medio de su protagonista, Andrés
Hurtado, trasunto del autor, llegó a manifestar que lo bueno que tiene la
filosofía es que le convence a uno de que lo mejor es no hacer nada: de donde
deduzco, una vez más, su total nihilismo fatalista. Don Pío se manifestó
plenamente convencido de que el hombre, desde antes de la era del Cromañón
hasta nuestros días, había actuado y seguía actuando cual un lobo para el
hombre (homo homini lupus), como vaticinó Plauto hace ya demasiados
siglos. Baroja, recalcitrante, ejerció de persona conservadora: con fama de
tacaño, cascarrabias y misógino; todo lo cual no le acarreó ningún problema, ya
que estaba dotado de una saneada situación económica por su prosapia. Nunca se
decantó por la acción; en cambio, sí que viajó algo por Europa. Fue un
enamorado de la técnica y del progreso, mas decimonónicos, en plena época del
vapor; y me atrevería a sugerir que también muy reaccionario (otro como Goethe,
que prefería la injusticia al desorden). ¡Qué postura más cómoda la de aquellos
privilegiados!: cuando tenían hecha la cama con las sábanas limpias, el techo
seguro, y la comida servida con cofia a su hora en la mesa; empero, el pueblo
–la chusma o la horda, como decían todos aquellos mimados– se debatía en la más
acuciante de las miserias.
Toda esta disquisición me conduce a ensayar un paralelismo antagónico
(acción–inacción) con el vate de la calle Ronda: Unamuno; y es que éste fue
todo lo contrario de Baroja. Don Miguel sí que ejerció de hombre de acción, a
pesar de su sentimiento trágico de la vida y sus tremendas contradicciones
emotivas y ontológicas respecto a la fe cristiana: un monstruo que trató
de tú a tú a dictadores y esbirros. Es más, como resultado de aquellas tamañas
trapatiestas, a causa de sus enconadas disensiones con el establishment
y, a posteriori, lógicas consecuencias represivas, impuestas por el
cruento dictador de turno, cuando tuvo que purgarlas, en absoluto le
importó hacerlo con su destierro isleño.
Cuando rememoro, salvando las distancias, la escena
que se desarrolló en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de
octubre de 1936, poco después del estallido de la más cruenta e incivil
contienda que asolará el Ruedo Ibérico, tan bien relatada por mi admirado
Andrés Trapiello, en “Las armas y las letras”, y vuelta a recordárnosla el
lúcido Félix de Azúa, en “Lecturas compulsivas”, siempre siento una especie de
eufórico escalofrío que me recorre la espina dorsal en forma de certero
latigazo de rabia e impotencia: “La nuestra sólo es una guerra incivil. Nací
arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay
que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para
la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora,
inquisitiva, mas no de Inquisición”, oraba Unamuno con imperturbable
aplomo. Por el contrario, el energúmeno fundador de La Legión, Millán Astray,
no dejó de interrumpirlo en ningún momento, tratando de romper el discurso del
vasco, sin dejar de proferir tan histérico como atrabiliario: ¡Muera la
vida!, ¡viva la muerte!, ¡muera la inteligencia! Todavía tuvo tiempo el ex
rector y catedrático de griego para soltarle la siguiente andanada: ¡Venceréis
pero no convenceréis! Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no
convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo
que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis
en España. He dicho, le replicó finalmente el bardo bilbaíno. Después, don
Miguel tuvo que salir escoltado por Carmen Polo y José María Pemán (este último
también había proferido una elaborada sarta de estupideces loando la incipiente
cruzada), rodeados de una atronadora y amenazante caterva de carlistas,
falangistas, nacionalcatólicos, legionarios y otras especies, berreando todos
como puercos, sólo que con el brazo en alto y la palma extendida.
Unamuno
sale del Paraninfo de la Universidad de Salamanca escoltado por el obispo Pla y
Deniel,
rodeado por una inacabable caterva de atronadores fascistas, siempre con el brazo en alto, tras
el enfrentamiento verbal que sostuvo con Millán Astray el 12 de octubre de 1936. Aunque no se
les ve en la foto, también Carmen Polo de Franco y Pemán estuvieron defendiendo a Unamumo.
rodeado por una inacabable caterva de atronadores fascistas, siempre con el brazo en alto, tras
el enfrentamiento verbal que sostuvo con Millán Astray el 12 de octubre de 1936. Aunque no se
les ve en la foto, también Carmen Polo de Franco y Pemán estuvieron defendiendo a Unamumo.
Después de esta digresión, no puedo evitar la temblorosa emoción que me
invade; pero vaya por delante que no tengo nada en contra de mi querido
misógino y entrañable impío, por lo que vuelvo de nuevo al autor de El
laberinto de las sirenas. Acopio una buena partida de sus obras, y voy
adquiriendo las que se me ponen por delante. Aún más, siempre he mantenido, y
mantengo, no sólo un sincero cariño sino una soberbia admiración por los tres
bardos aludidos; si bien, con el devenir de los años, vamos sabiendo todo de
las personas y de los escritores. El primo de don Pío, Justo Goñi, un hombre
muy sagaz, un día que discutía con él a propósito de las novelas que quería
titular: La lucha por la vida, le soltó: “Desengáñate, tú, aunque te vistas
de anarquista, de socialista o de golfo, no eres más que un señorito.”
Paco Umbral, en Las palabras de la tribu, nos apunta: “Aunque
Baroja se proclama archieuropeo, Europa le abruma, cuando se exilia,
como a Azorín, y acaba escribiendo cartas a Franco pidiéndole permiso para
volver. Franco metía estas cartas debajo de todos los otros papeles, y tardaron
mucho en darle el permiso. Vino, volvió, juró y prometió lo que había que jurar
y prometer, y luego se metió en su casa a seguir escribiendo; pero nunca volvió
a escribir nada que molestase a nadie, salvo a algún pobre muerto como el poeta
modernista Francisco Villaespesa, el cual aún le debía unas miserables pesetas.
Después, hasta su muerte en 1956, don Pío siempre se mostrará muy dócil con la
dictadura”.
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