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sábado, 7 de marzo de 2020

El "impío" don Pío y el "pío" don Miguel

El impío don Pío y el pío don Miguel


Después de un sinfín de dudas y temores, tras los precoces balbuceos, me lancé incansable a la búsqueda de la perfección literaria, junto con la inherente esperanza de hallar algún estilo. Como no encontraba la ansiada perfección ni el estilo soñado –aún sigo sin hallarlos–, me consuelo al punto con lo que el impío don Pío, el Gorki español, les espetaba en diferentes entrevistas a algunos de los más insolentes, altivos y atildados gacetilleros de su tiempo acerca de los estilos literarios: “que sólo se trataban de galas retóricas de difunto, que le parecían adornos de cementerio..., cosas rancias que olían a muerto.” Él, el más heteróclito de todos los escritores: el cascarrabias Baroja, que sin hacer caso jamás de los patrones y cánones literarios que imperaban en aquellas sórdidas épocas, poseía más estilo que los demás, sencillamente por carecer de él.
Y, mira por dónde, el dios Unamuno, el más universal de todos los vascos, nos dejó dicho: “El triunfo del estilo radica precisamente en no tenerlo”.
Abatido, tratando así de justificar mi desconsolada aflicción, quizá he llegado a la conclusión de que dicha perfección no existe.
Mirándolo desde otro punto de vista, añado que en todo momento me he definido, me defino y me definiré como cervantino, unamuniano y barojiano hasta la médula, y es que siempre me he dedicado y me dedico a leer y releer con fruición la obra del manco de Lepanto, la del autor de Niebla y, en especial, la del escéptico galeno de Cestona, que luego acabó regentando la tahona familiar en la metrópoli conquistada por los facciosos. Ahora bien, últimamente he ido desengañándome mucho respecto a la persona de este postrero escritor; y, matizando, expongo que don Pío se tornó en un personaje muy singular, el cual se propuso dar rienda suelta a una imaginación muy dinámica, pero sólo a través de sus personajes: rebeldes, valientes, arrojados, los cuales, precisamente, colijo que son los que hubiera deseado ser él; sin embargo, su absoluto nihilismo y fastidiosa falta de fe en el mundo se lo impidieron. Estas contingencias resultaron unas abrumadoras y características constantes en sus, así y todo, entrañables libros, donde el autor se nos mostraba acérrimamente agrio y despectivo no sólo con las creencias religiosas, sino asimismo con la política y la mezquina sociedad de aquellos años. Analizando este comportamiento, echo de ver, a pesar de todo, que su sinceridad fue absoluta: sólo que siempre la utilizó para denostar a casi todo lo que se le ponía por delante, a veces de manera grave. En una de sus mejores novelas: El árbol de la ciencia, por medio de su protagonista, Andrés Hurtado, trasunto del autor, llegó a manifestar que lo bueno que tiene la filosofía es que le convence a uno de que lo mejor es no hacer nada: de donde deduzco, una vez más, su total nihilismo fatalista. Don Pío se manifestó plenamente convencido de que el hombre, desde antes de la era del Cromañón hasta nuestros días, había actuado y seguía actuando cual un lobo para el hombre (homo homini lupus), como vaticinó Plauto hace ya demasiados siglos. Baroja, recalcitrante, ejerció de persona conservadora: con fama de tacaño, cascarrabias y misógino; todo lo cual no le acarreó ningún problema, ya que estaba dotado de una saneada situación económica por su prosapia. Nunca se decantó por la acción; en cambio, sí que viajó algo por Europa. Fue un enamorado de la técnica y del progreso, mas decimonónicos, en plena época del vapor; y me atrevería a sugerir que también muy reaccionario (otro como Goethe, que prefería la injusticia al desorden). ¡Qué postura más cómoda la de aquellos privilegiados!: cuando tenían hecha la cama con las sábanas limpias, el techo seguro, y la comida servida con cofia a su hora en la mesa; empero, el pueblo –la chusma o la horda, como decían todos aquellos mimados– se debatía en la más acuciante de las miserias.


Toda esta disquisición me conduce a ensayar un paralelismo antagónico (acción–inacción) con el vate de la calle Ronda: Unamuno; y es que éste fue todo lo contrario de Baroja. Don Miguel sí que ejerció de hombre de acción, a pesar de su sentimiento trágico de la vida y sus tremendas contradicciones emotivas y ontológicas respecto a la fe cristiana: un monstruo que trató de tú a tú a dictadores y esbirros. Es más, como resultado de aquellas tamañas trapatiestas, a causa de sus enconadas disensiones con el establishment y, a posteriori, lógicas consecuencias represivas, impuestas por el cruento dictador de turno, cuando tuvo que purgarlas, en absoluto le importó hacerlo con su destierro isleño.
Cuando rememoro, salvando las distancias, la escena que se desarrolló en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936, poco después del estallido de la más cruenta e incivil contienda que asolará el Ruedo Ibérico, tan bien relatada por mi admirado Andrés Trapiello, en “Las armas y las letras”, y vuelta a recordárnosla el lúcido Félix de Azúa, en “Lecturas compulsivas”, siempre siento una especie de eufórico escalofrío que me recorre la espina dorsal en forma de certero latigazo de rabia e impotencia: “La nuestra sólo es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de Inquisición”, oraba Unamuno con imperturbable aplomo. Por el contrario, el energúmeno fundador de La Legión, Millán Astray, no dejó de interrumpirlo en ningún momento, tratando de romper el discurso del vasco, sin dejar de proferir tan histérico como atrabiliario: ¡Muera la vida!, ¡viva la muerte!, ¡muera la inteligencia! Todavía tuvo tiempo el ex rector y catedrático de griego para soltarle la siguiente andanada: ¡Venceréis pero no convenceréis! Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho, le replicó finalmente el bardo bilbaíno. Después, don Miguel tuvo que salir escoltado por Carmen Polo y José María Pemán (este último también había proferido una elaborada sarta de estupideces loando la incipiente cruzada), rodeados de una atronadora y amenazante caterva de carlistas, falangistas, nacionalcatólicos, legionarios y otras especies, berreando todos como puercos, sólo que con el brazo en alto y la palma extendida.

 

Unamuno sale del Paraninfo de la Universidad de Salamanca escoltado por el obispo Pla y Deniel,
 rodeado por una inacabable caterva de atronadores fascistas, siempre con el brazo en alto, tras
 el enfrentamiento verbal que sostuvo con Millán Astray el 12 de octubre de 1936. Aunque no se
 les ve en la foto, también Carmen Polo de Franco y Pemán estuvieron defendiendo a Unamumo.

Después de esta digresión, no puedo evitar la temblorosa emoción que me invade; pero vaya por delante que no tengo nada en contra de mi querido misógino y entrañable impío, por lo que vuelvo de nuevo al autor de El laberinto de las sirenas. Acopio una buena partida de sus obras, y voy adquiriendo las que se me ponen por delante. Aún más, siempre he mantenido, y mantengo, no sólo un sincero cariño sino una soberbia admiración por los tres bardos aludidos; si bien, con el devenir de los años, vamos sabiendo todo de las personas y de los escritores. El primo de don Pío, Justo Goñi, un hombre muy sagaz, un día que discutía con él a propósito de las novelas que quería titular: La lucha por la vida, le soltó: “Desengáñate, tú, aunque te vistas de anarquista, de socialista o de golfo, no eres más que un señorito.”
Paco Umbral, en Las palabras de la tribu, nos apunta: “Aunque Baroja se proclama archieuropeo, Europa le abruma, cuando se exilia, como a Azorín, y acaba escribiendo cartas a Franco pidiéndole permiso para volver. Franco metía estas cartas debajo de todos los otros papeles, y tardaron mucho en darle el permiso. Vino, volvió, juró y prometió lo que había que jurar y prometer, y luego se metió en su casa a seguir escribiendo; pero nunca volvió a escribir nada que molestase a nadie, salvo a algún pobre muerto como el poeta modernista Francisco Villaespesa, el cual aún le debía unas miserables pesetas. Después, hasta su muerte en 1956, don Pío siempre se mostrará muy dócil con la dictadura”.

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