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martes, 10 de marzo de 2020

Los plataneros del indiano

Los plataneros del indiano


Al revisar hoy estos párrafos –tecleados torpemente hace ya más de tres lustros: tempus fugit–, he intentado dotarlos de un sentido ilativo y coherente; matizarlos si acaso, en algunas ocasiones, con unos ligeros toques de barniz literario, pero sin ínfulas..., sin abusar: acordándome del lema stendhaliano de la escritura espejo, es decir: de saber ver en lo que es. He tratado de librarlos, en lo posible, de todo tipo de innecesarias florituras retóricas, más que nada porque siempre he creído y, creo, que la literatura tiene poco que ver con la empírica existencia; mas sobre todo por hacer honor a la verdad e infinita paciencia que tuve al escuchárselos en forma de relato al “Tenaz hablador” –o TH, como le apodábamos y nombrábamos en clase a Tomás–, entrañable compañero de estudios durante los últimos cursos de bachillerato, con el que suelo coincidir en mi vespertino, “higiénico” y obligatorio paseo cotidiano. En ciertas ocasiones me lo encuentro acompañado de algún amigo o conocido; otras solo, como en aquel momento.
Durante el transcurso de aquella misma desapacible tarde, ubicada en el ecuador de un fin de semana, que de forma intempestiva nos trajo fríos vientos de allende la pérfida Albión, correspondiente al mes de octubre del primer año capicúa del presente siglo, Tomás me narró que, por entonces, casi todos los ciudadanos de esta localidad habían visto un Bando Municipal: ya sería pegado con cello en la puerta de los zaguanes de sus domicilios, o bien, adosado de la misma manera en alguna de las paredes o neoclásicos pilares de sillería arenisca que conforman los arcos del ayuntamiento; añadiéndome que dicha cédula anunciaba la inauguración del nuevo hotel del pueblo al que se denomina villa: establecimiento que el TH nombra actualmente “bodrio esperpéntico”. O, lo que aún es más chocante, cuando este antiguo colega camina al lado de la emblemática construcción –ademán que en varias ocasiones he comprobado personalmente, al encontrármelo en el paseo marítimo– ladea el cuello para admirar con fina objetividad la amarillenta fachada en tonos “tocino de cielo” de la presunta copia de la casa colonial que el astuto indiano poseyó en La Habana, porque sabe que este último edificio ha sido elaborado con buenos materiales actuales –si bien, alguno de ellos pura fantasía, peor aún que los de antaño–, y exclama jocoso para regocijo de sus aleatorios acompañantes: “¡Ostraás!..., si el negrero masón levantara la cabeza...”
 Plaza del Solar, con la pérgola, de estilo mudéjar, rodeada de plataneros. Al fondo el Hotel Portugalete
Aquella tarde, alrededor de las 20.30, los dos peripatéticos paseantes –Tomás y “Bus”–, nada más que abordaron la Plaza del Indiano, vieron el suelo tapizado por cientos de marchitas hojas musáceas y variados desperdicios, invadiendo todo el solar; la mayor parte formada por decenas de esos asépticos pero incómodos envases de plástico desechables que al pisarlos les crujían con estrépito, previamente servidos al personal asistente al sarao por la preceptiva txozna[1]. La pérgola del parque, estólida, neomudéjar, coronada por diáfanas reminiscencias agarenas en su ornamentación, se les apareció toscamente disfrazada de fantasma: al estar cubierta en parte por unos grandes andrajos de plexiglás del mismo color añil que el de la pintura que recubría la fachada de la casa consistorial, matiz que no dejaba de darle cierta prestancia mediterránea. Un horrendo símil de marquesina soporte, ensamblado con sucias tablas de obra, apoyado en sus zancas, o mejor, crucificado de forma heterodoxa sobre un platanero, laceraba cruentamente con sus largos clavos al impasible tronco centenario y albergaba un juego de luces de colores, las cuales, los dos escépticos camaradas supusieron que habrían iluminado el improvisado proscenio de los variados festejos programados para el pueblo llano: el que más religiosa y puntualmente paga sus gabelas. Estas animaciones –según el susodicho bando distribuido e instalado por la alcaldía– consistieron en la actuación de un grupo Country, Bluegrass, una sesión de magia en la terraza del hotel, a cargo de un prestidigitador, Aurresku con descubrimiento de placa conmemorativa y continuaron con los emotivos sones emitidos por la Banda de Música del municipio. Seguidamente, como colofón, los sempiternos pirotécnicos hicieron estallar una escueta serie de fuegos artificiales.

En un momento dado, los habituales caminantes, nada más rebasar los últimos plátanos que jalonaban el kiosko, divisaron a Carlos. Carlitos, le nombraba siempre “Bus” a este simpático personaje: pintor, hijo de un erudito historiador del pueblo; según el simpático e hiperactivo autor de No pondrás bozal al buey que trilla la paja, muy bueno con los pinceles y toda su panoplia. Aquél, altivo, distante, enfundado en su habitual conjunto tejano y apoyado con sana indolencia sobre el blanco balaustre de fundición del muelle, recibía de lleno los ambarinos reflejos proyectados por el parpadeante fanal que, con gratuita gallardía, coronaba su testa; lo que, en cierto modo, le revestía de una tan dorada como evanescente aureola de santón, mago, aparecido... o aun de iluminado poeta. Apuraba con serena delectación uno de aquellos estridentes vasos servidos llenos de algún líquido mezclado con la correspondiente dosis de alcohol en la improvisada, sucia, maloliente y antiestética txozna edificada en honor de la gente de la calle. Al mismo tiempo, el pintor aureolado, el poeta prolífico y el presunto e inquieto diletante observaron a través de las cristaleras que clausuraban los amplios vanos del hotel: cómo las corbatas y los trajes de Armani, junto con las suntuosas y caras telas, sedas, echarpes y sofisticados complementos portados por el bello sexo, rebullían con suntuosa estulticia dentro de los esplendentes salones, previa invitación mandada ex profeso por los responsables municipales o la dirección del recién inaugurado “bodrio esperpéntico”. Justo en ese preciso instante empezaron los fuegos artificiales, llenando sin más ni más el éter de chispas y volutas multicolores. Primero –me precisó meticuloso Tomás– atronaron con gravedad, restallantes; después, con sus lejanos ecos, respondones, continuaron entreverándose en la habitual monotonía de la tranquila tarde noche. Los restos de los proyectiles iban cayendo aún incandescentes y se sofocaban en el acto, al acunarse con mimo encima del húmedo pebetero de la ría, cual bucólicas lágrimas de sauce en plenos rigores otoñales, tras haber rielado sus intensos fulgores en continua cadencia multicolor sobre la oscura lámina acuática. Mientras tanto, las cenizas, disipadas por la pólvora de la inaugural pirotecnia, eran arrastradas con cansino denuedo por el flujo de la vaciante y navegaban a su libre albedrío hacia la puerta de la entrañable mini abra interior, quizá sólo atraídas y guiadas por los destellos intermitentes de sus dos estoicos celadores: rojos los del faro del contramuelle de oriente, glaucos los del rompeolas de poniente. Simultáneamente, los difusos haces de luz halógena proyectados por los potentes focos instalados sobre la prehistórica estructura del transbordador también contribuyeron con su nebulosa presencia a la inauguración de tan insidioso como anhelado proyecto, aunque por fin: materializado, como sublimemente se lo demostró el clasista evento municipal a todos los curiosos y peripatéticos paseantes de costumbre.
El acuarelista, indiferente, quizá investido de cierta petulancia, hizo caso omiso a los recalcitrantes centelleos emitidos por los fuegos. No bien empinó el codo para trasegar presto la pócima que con tanto placer saboreaba, se les agregó jovial al cotidiano paseo peripatético hasta el faro: verdirrojo e impertérrito monolito de fábrica tronco-piramidal situado en la elevada rotondilla que corona el remate del decimonónico muelle de hierro. Este confín del largo malecón fue abordado por los tres en el transcurso de unos quince minutos de animada charla; es un lugar de privilegio, desde donde los paseantes gozaron de unas vistas inmejorables: controlaron el tráfico marino y percibieron con nitidez el escarabajeo borboteante de la marea al lamer los oleosos intersticios de las rocas que conforman la vetusta escollera, sintiéndose rodeados de agua por todas las partes... Es más, si hubiesen cerrado los ojos –dejando fluir su fecunda imaginación– lo más seguro es que se habrían visto encaramados en la más alta cofa de un airoso brickbarca, en plena época invernal, singlando a medio trapo por el Atlántico Norte: ora Tomás oteando con el catalejo peligrosos témpanos a la deriva; ora Carlitos mordiendo el bruñido megáfono y escupiendo advertencias al tan asustado cuan tieso timonel, que, lo más seguro, se mostraría prácticamente soldado a las bruñidas cabillas de la rueda del timón, ordenándole estentóreo: “Hielooos a proaaa ‘Buuus’, ráaapido todo a baaabor”...
No puedo evitar estas divagaciones ya que el punto al cual me refiero es tan emotivo, bello, histórico y estratégico que inexorablemente me invita a ellas.
... Continúo; dicho día, obviamente, la conversación versó un poco sobre pintura. “El tenaz hablador” en ningún momento cejó en sus empeños culturales e interpeló de forma tozuda al genial pintor, solicitándole detalles acerca de acuarelas, óleos sobre lienzo, plumillas, dibujos al carboncillo, etcétera. Además, le pidió opinión sobre las características más sobresalientes de la pintura de Adolfo Guiard; Carlitos le respondió raudo, con acertada precisión y sobrados conocimientos acerca del autor aludido; asimismo le aportó otros valiosos detalles de esta bellísima disciplina, cumbre de las artes plásticas. Ahora, lo mejor de todo fue que, al final de dicha disquisición cromática, el franco y ácrata pintor le prometió, precisamente, el regalo de la primera acuarela que plasmó. Se trataba, según le apuntó oportuno el artista, de un comedido pero delicioso bodegón protagonizado por dos limones. Desde ese momento “El tenaz” esperó ansioso la llegada de la obrita a sus manos, y es que llevaba mucho tiempo pensando en poseer una muestra de esta certera (ya que no admite correcciones) y, eso sí, difícil rama de la pintura, de la que mi colega es gran admirador.

Portugalete mareometro paseo.jpg
El mareómetro es un dispositivo para medir las mareas, se instaló en 1883

A la altura del “reloj” –añoso y emblemático artilugio fabricado por la casa parisiense Borrell & Wagner, que mide la altura de las mareas–, cuando ya retornaban del faro: Carlitos, efusivo, saludó a un matrimonio que conocía y al joven que acompañaba a la pareja. Este grácil mozo portaba un pequeño canuto de cartón obturado en sus extremos por sendos tapones negros de plástico; tras el amable desprecintado, extracción y eficaz despliegue de la lámina por su satisfecho dueño, los tres “artistas” observaron que dicho sarcófago contenía la pulcra reproducción, apaisada, de gran tamaño, de una conocida acuarela del muelle, visto casi en su totalidad desde la margen derecha del cauce de la ría. Los paseantes enseguida coligieron que el original se trataba de un acreditado trabajo del maestro Echarte. Ante esta situación, animado por las expectativas suscitadas por el agradable encuentro, de súbito no se le ha ocurrido otra cosa a Carlitos que acudir raudo al hotel, tanto más veloz cuanto más motivado se sentía por la sugestiva y cercana copa de Rioja gratis, golosamente insinuada por las gentes citadas. Así que éste, sin más preámbulos, agilizó el paso y al mismo tiempo se lo hizo acelerar a sus dos acompañantes; de esta expeditiva manera avanzaron raudos por el paseo, acicateados los tres por el dichoso canuto con la lámina, unos posibles canapés regados con la correspondiente consumición aludida, a cargo del evento, y algún pequeño recordatorio o merchandising (como dicen ahora algunos anglófilos) de dicho acto.
Una vez que el trío, optimista, llegó a la pequeña escalinata de acceso al hotel por el muelle, en ningún momento dudó Carlitos de enfilarla con garbo... Tomás y “Bus” avanzaron a rebufo del pintor; empero, al tratar de franquear el primero la entrada, dos guapas azafatas, contratadas para la inauguración, le pidieron las correspondientes invitaciones, ahora bien, los preceptivos boletos brillaron por su ausencia. Ante dicha eventualidad, lógicamente, echaron de ver ipso facto que no les quedaba más remedio que salir a la calle “mudos y orejas gachas”; claro que: sin el canuto de cartón portador de la lograda litografía en las manos; sin los canapés dentro del estómago, otrosí de no haber olisqueado siquiera el reconfortante aroma del vinillo riojano que tanto anhelaron durante los últimos y apresurados doscientos metros del paseo. Pero todo esto tras presenciar in situ, impasibles, distantes –quizá un pelín hieráticos–, a la gente en su interior, puesta de tiros largos: como para una boda. Al día siguiente algunos de ellos saldrían retratados en la empalagosa sección de “aires y vuelos mundanos”, o ecos de sociedad, que cotidianamente nos brinda uno de los periódicos más vendidos del Estado, en una de sus páginas finales. El genial gacetillero –creo que portugalujo, para más datos– que dirige dicho “glamouroso” espacio ha logrado por méritos propios –o mejor, ajenos–, hacerse con un hueco en las solicitadas planas de dicho noticiero, teniéndonos puntualmente al corriente de todo tipo de actos “sociales”, cuyos participantes más representativos lo mismo que acuden a la inauguración de un “bodrio esperpéntico” –según palabras textuales de Tomás– como el hotel que vengo aludiendo en los párrafos anteriores: “Vuelan a la presentación de un sujetador imperceptible pero inteligente que da turgencia, orientación y al mismo tiempo macera y perfuma los senos de sus afortunadas portadoras con la fragancia elegida, por medio de dos microchips de última generación: invisibles, inodoros, incoloros e insípidos, prendidos y escamoteados entre los libidinosos encajes que circundan los chasis de berilio de las copas”.
“Peregrinan en ‘selectos’ grupos a cotejar las ventajas de un tanga carioca –patentado y probado este verano en los arenales de Copacabana–, con la tirilla de oro y cascabeles a juego: para que todos los memos se obnubilen con sus rutilantes destellos...; y los ciegos tampoco se priven de nada, avisados por las excelencias melódicas de las bufas campanillas, imaginando así la fortuita presencia de los tostados y mollares glúteos de las esbeltas morenazas que los calzan”.
“Corren como locos a inhalar –con tan lánguida como desinteresada fruición–, una afrodisíaca fragancia supuestamente elaborada en la ciudad del Sena, dotada de toda su inherente línea de cosmética, prácticos aplicadores, emplastes diversos y afeites complementarios”.
“O tiran compulsivamente de ‘mancuentro’ (teléfono móvil), citándose todos ellos para ir a sobar una completa gama de bolsos y billeteros elaborada a base de miles y miles de pellejos de ornitorrincos y dragones de Borneo –ambas especies clonadas–. Cuya materia prima fue conseguida previo descuartizamiento de los simpáticos animalitos, los cuales primero fueron numerados por sus orates transgresores genéticos y, después de su manufactura, etiquetaron y firmaron los ávidos talabarteros”.
Prosigo. “A la semana siguiente se presentan de nuevo a contemplar y seguir toqueteando otra colección similar, pero ahora elaborada con cientos de pellejos curtidos de aligator de las Guayanas, varano de Komodo, o de culo de indio seminola, ¡qué sé yo!”
“También acuden a degustar una nueva marca de güisqui escocés con remembranzas textiles, ‘Boboberrys’, o una exótica y ardiente ginebra de fonética hindú, ‘Tontay Idiothire’; ambos brebajes by appointment to her majesty the queen, trasegados en el interior de alguna restaurada ruina industrial, eso sí: rodeada aún de auténticas ruinas industriales, en un panorama grisáceo: de tremenda desolación, que nos recuerda a los carboníferos andurriales y muladares de la más profunda Polonia en plena recesión”.
“Y por qué no a extasiarse: sólo extasiarse (tras haber engullido, con disimulada voracidad de frustrados sibaritas, centenas de emparedados y banderillas regados con rioja y champán) ante los charolados reverberos emitidos por las aerodinámicas carrocerías de la nueva gama cuatrienal de la Audia, la Merceditas... o de la Benita María Walkiria, dentro de un nuevo concesionario cercano a la desembocadura de la cloaca navegable, montado seguramente en condiciones financieras muy ventajosas con respecto a los de sus filiales instalados en la villa aguas arriba”.
En las imponentes lunas de este último negocio seguía reflejándose la silueta de la nueva minisiderurgia eléctrica, industria que en el momento de teclear estos párrafos no sólo había leído uno en los medios de comunicación que tenía problemas de demanda, vislumbrándose a muy corto plazo traumáticas pero oportunas regulaciones de plantilla, sino que el gobierno autóctono ya había dado luz verde para la ampliación de las actuales instalaciones.
Vuelvo rápido al tema que me ocupa. A los que sentimos la cultura nos satisface enormemente que por cada “tropecientos” actos de los anteriores, fugazmente, se entrevere entre ellos la presentación de algún que otro libro o cuestión directamente relacionada con la sapiencia. De hecho se suele hacer, aunque la mayoría de las veces no acudimos, porque consideramos que hacemos más por la causa quedándonos refugiados, casi mimetizados, en la serena intimidad que reviste nuestros fríos domicilios, al amparo del sincero “calor de hogar” que de forma totalmente desinteresada nos brindan nuestros alineados volúmenes; o de la misma manera, tratando de imponer orden a los montones de anárquicos y desperdigados legajos de papelitos, papeles y papelorios que poco a poco van invadiendo los cada vez más escasos lugares de que disponemos.
Se da por supuesto que los que mayormente ejercemos esta tenaz e impagada disciplina huimos al mismo tiempo de endémicas envidias y enconadas rivalidades, pánfilas vanidades de vanidades o de tan más repipis cuanto más puras poses esnobistas y frívolas frivolidades... Sin embargo, habida cuenta de lo desproporcionado de la anterior relación de “acontecimientos”, saraos y faranduleras bambalinas, no nos es demasiado difícil saber, o cuanto menos deducir (dándole la razón al autor de “El mal de Montano”, cuando tan certeramente nos dice[2]: La cultura es lo único que nos diferencia de nuestros hermanos los chimpancés. Muchos gobiernos manipulan el derecho a ella para evitar que sus ciudadanos descubran que, en lugar de estar obsesionados con el poder y con reivindicaciones abstractas, deberían estar ocupándose de problemas reales y entonces tendrían que meter la nariz en la Banca, la Telefónica, las Eléctricas, etcétera, todas esas cosas que financian a los partidos políticos) por donde vienen y a donde se dirigen los tiros, y en el acto sacar cada cual sus propias conclusiones. ¿O no?
A lo que iba –que me pierdo a pesar de la pequeña digresión anterior–, en todos los nutridos actos “cívicos” que habitualmente se representan en este tipo de festejos, siempre son los mismos personajes sus pertinaces merodeadores. Los más conocidos casi siempre aparecen excelentemente ataviados y, de esa manera, con risueña circunspección, saldrán en la foto de rigor posando con la inseparable copa de cava en la mano. Al día siguiente, los menos importantes, se consolarán con leer sus nombres y apellidos estampados con tipos en negrita en dicho espacio periodístico. A lo largo de estas líneas anteriores no he pretendido otra cosa sino que hacer referencia a toda una surtida e inacabable –inacabable: sí– caterva de parásitos sociales habitualmente formada por: Niñatos yuppies bisnietos de indianos, nietos de caciques y oligarcas ex capitanes de empresa e hijos de sus herederos, recién masterizados en universidades USA, lo más seguro que sin problemas de empleo ni de nada; estilizadas modelos que únicamente viven del cuento de la moda; “zagalitas” de treinta años en adelante que, tras superar la estulta fase “fina y segura”, ahora “aladas” tras la ingestión de la pilule hacen el rodaje a velocidades de vértigo en el sutil aprendizaje de la seducción; poetas otoñales faltos de inspiración, genuino trasunto de los escasos personajes de ficción que, “a trancas y barrancas”, lograron crear en sus buenos tiempos; veteranas y bisoñas cocotas vestidas con ropa de firma husmeando con genuino arte portañuelas y Visas de Oro; neguríticos y neguríticas; escritores que no escriben: ¿cómo iban a hacerlo si adolecen de incontinencia verborreica?; descendientes de aristócratas escleróticos minero-metalúrgicos designados a dedo por la corona bobónica, venidos a menos; cínicos políticos apoltronados votados por el pueblo; “artistas” de todo tipo de “artes”: incluida el “arte” del sablazo y, cómo no, de todo el variado elenco de las “artes marciales”; expertos gigolós para señoras of high standing; pintores que no pintan “absolutamente” nada; hosteleros homosexuales: pederastas y sodomitas, con sobrenombres apocopados de industriales autónomos; atildados espontáneos con cabello engomado en busca de un buen braguetazo; mezquinos y pedigüeños representantes de cientos y cientos de presuntas asociaciones filantrópicas; orondos y libidinosos guisanderos de txoko[3] empufados hasta las niñas de sus ojos, que torpemente quieren competir con los astros de la cocina mundial, pero como no lo consiguen aprovechan al máximo en estas reuniones el efímero tirón provinciano hacia la gloria que les siguen brindando las casposas cadenas de televisión locales, autonómicas, y aun estatales, para intentar ligar intercambiando “recetas afrodisíacas” y si les cuadra elaborarlas esa misma noche para jugar a cacharritos con sus receptoras y de paso aumentar el tamaño de los cuernos de sus sufridas esposas: alguna de ellas principal motor y artífice de sus negocios… ¡pobrecitas!; turbios millonarios enriquecidos tras oscuros contubernios y posteriores enredos que degeneraron en espectaculares chanchullos y geniales pelotazos, muy hábiles especuladores, siempre al filo de la ley; eméritos doctores que no auscultan; cirujanos que aún podrían operar, empero no lo hacen porque les tiembla el pulso tras la obstinada ingesta de old scotch pure and single malt, mas para resarcirse juegan con fuerza en Bolsa; jóvenes psicólogos de sí mismos y maduros psiquiatras para el resto; alegres “viuditas” y viudas y casadas y “casaditas” y divorciadas millonarias con pechos de silicona, caros implantes efectuados en clínicas de lujo sin cita previa ni listas de espera, a medio millón por seno, en busca de plan: no bien lo encuentran se lo llevan a su chalet, se enfundan la careta negra, botas de mosquetero, se cruzan de correajes y después profusamente armadas de rebenques llenan de lujuria su tediosa soledad; satisfechos burgueses pertenecientes a la obra del señor; editores que sólo publican panfletos “encomiásticos”, “apologías” y “panegíricos” vernáculos; fatuos vividores de traje y corbata diarios que acuden a estos saraos al volante de un rutilante Jaguar V-12 de cuarta mano con el depósito de combustible siempre en reserva; desinhibidas “burguesitas” cuarentonas de colegio de monjas, expertas en gramática parda desde que se desprendieron con saña del cruento cilicio, cuyas madres y abuelas rezaban el rosario diario: primero por radio y luego por teléfono, tras del five o´clock tea; lameculos con genio y maneras de energúmeno acomplejado; “agresivos” dentistas de gimnasio, piscina, picadero, golf y pádel cotidiano; almonedistas y anticuarios capaces de venderte un mantón de Manila “auténtico”, fabricado hace quince días en un zulo de Matapozuelos por diez chinos a pan y agua, con grilletes trabados en los tobillos y el pasaporte secuestrado por sus fieros explotadores; corporaciones de laureados cofrades; legos picapleitos embaucadores y docenas de leguleyos charlatanes; ejecutivos de capa caída; funcionarios defenestrados de sus ministerios por causa de escabrosos asuntos y trapicheos; testaferros; estafadores; correveidiles; satisfechos baseritarras de la boina homenajeados por ayuntamientos “socialistas” agradeciéndoles lo “mucho” que hicieron por sus pueblos... ¿qué hicieron, señores alcaldes y ediles?; tenderos de fielato y estraperlo con un alto nivel acomodaticio; aldeanos trilingües y confidentes del establishment; esculturales dependientas y encargadas de tan sofisticadas como caras boutiques al lado de sus lascivos jefes, los cuales ejercen derecho de pernada sobre sus escuetas nóminas y, estatuarios, pero sobados cuerpos y pobres espíritus; managers multimillonarios bochornosamente enriquecidos a causa del mayor sucedáneo deportivo: lacranacionalopiodelpueblo: el balompié, que constantemente escupen tacos y exabruptos; otros de lo mismo, aunque investidos de tan lánguido como arrogante deje porteño: tratan de filosofar con el fútbol... o viceversa, algunos de ellos no se cortan en absoluto y espetan hidepu a sus mentecatos jugadores; administradores de la doctrina católica que especulan vergonzosamente con la inhumana fe, vana esperanza, y cicatera y falsa caridad; jóvenes deportistas ídolos de masas infantiles y, no tan infantiles, que acuden desafiantes, pletóricos..., con impostado mas suntuario desaliño en sus indumentarias, barba de dos días..., llegando a bordo de Cherokees a estas reuniones: todo un proyecto de hombrecitos prematuramente seducidos por el becerro de oro...; salvapatrias...; y el resto de los numerosos e inequívocos personajes y personajillos, en número indeterminado, que no los pongo no sólo por vergüenza propia, sino por no aburrir más al paciente leedor; pero que junto a los que ya he citado dan fe de vida y representan a la perfección a los catárticos iconos que pululan día y noche “apatrullando” incansables por el asfalto, aceras, bulevares, restaurantes, casas de masajes, saunas, jakuzis, lujosos pisos de lenocinio, clubes, garitos, timbas, espejos, zaguanes, antesalas y salones de la tan más provinciana y cerrada cuanto más clasista, “católica” y liberal villa que fundara Don Diego en el año 1300.
Ruego encarecidamente a los templados e inteligentes lectores que, si han sido capaces de haber llegado hasta este punto, por favor me perdonen la larga relación anterior –y quizá valleinclaniana corte de los milagros, con permiso del marqués de Bradomín–, tan onírica como esperpéntica divagación. Aunque me imagino que en todas las grandes ciudades del Ruedo Ibérico, de la vieja Europa y del resto de los continentes pulularán similares protagonistas, en parecidos lugares y situaciones. Pero como ésta es la “gran ciudad” de mi infancia, adolescencia, juventud..., y acaso madurez, no me ha quedado otro remedio que citar a todos los que en daguerrotípica o caleidoscópica secuencia pasaron por mi cerebro durante largas noches de rayos y truenos en forma de febriles y turbulentas pesadillas y, enseguida, al despertar, estimulado por el metódico relato desgranado por Tomás, antes de que me traicionase la memoria, poder recordarlos lo más fidedignamente –tecleando al mismo tiempo con irreverente torpeza delante de mi pequeña y anodina pantalla–, intentando fijarlos con la máxima sinceridad en el inmenso cañamazo que desde hace millones de años me suscita el sempiterno e incuestionable monitor de la Vida.


[1] Barraca toscamente prefabricada en la calle a base de mecanotubo y toldos, donde se sirven bebidas y bocadillos, casi siempre, por no decir perennemente, con dudosas condiciones higiénicas.
[2] Entrevista realizada por Pérgola de la Cultura, reflejada en el número 138, correspondiente al mes de marzo del 2004.
[3] Asociaciones recreativas gastronómicas normalmente formadas y regentadas por hombres.

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