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jueves, 12 de marzo de 2020

Los "soutiens" de Sampaio

Los soutiens de Sampaio


Ahora le toca el turno narrativo al bombero de a bordo, que les cuenta a sus compañeros las peripecias de los activos travestís rubios oxigenados de Génova, de sobra conocidos por toda la tripulación del “Castillo del Serantes”. Por lo visto, estos grupos de gachós se les aparecían por todas las esquinas, con la melena peinada en permanente, a lo Marylin Monroe; se desplazaban a trancos, trastabillando de forma retadora y escandalosa sobre los sucios adoquines, contoneando horrorosamente las caderas; enfundados en chupas cruzadas de piel, embutidos a presión en tan ajustadas como cortas faldas de tubo, medias negras de rejilla y calzados con zapatos de tacón de aguja, o aun sonoras botas de mosquetero. Siempre asomaban con el bolso en ristre colgado en bandolera y toda la panoplia idónea para ejercer la prostitución; abordaban a los tripulantes no bien salían éstos de los muelles, recién aseados, luciendo la mejor camisa, lavada ex professo para la divertida tournée, exhalando densas vaharadas de Old Spice de matute, en busca de algunas horas de expansión.
Parece mentira, pero hasta que no llegaba el crucial momento de palpar el material, y, acaso, entrar a matar, muchos de los argonautas no se daban cuenta del género de los transexuales; y es que parecían auténticas mujeres, de lo guapos, atractivos y esculturales que se mostraban. Estas cualidades y actitudes estéticas, sumadas a la turgencia hormonal y escandaloso volumen de sus senos, aumentaban hasta el desmayo el desparpajo y regocijo de algunos miembros veteranos de la tripulación, que ya conocían de sobra el percal y, por ende, venían de vuelta de todo. O, lo que es lo mismo –le comentaba Sampaio, el cocinero mayordomo, a Tomás–, los marineros más intrépidos ya hacía muchos años que estaban curados de espanto –como él mismo–, y se los encalomaban de cualquier manera en los aledaños de los oscuros docks por cincuenta mil liras, sin ningún tipo de refinamientos ni consideraciones o escrúpulos. Es más, ni siquiera se enfundaban el obligatorio preservativo.
Algunos de los encalomadores, licenciosos, tras soportar y escapar de las protestas patéticas, pero airadas, de los crápulas italianos, volvían a bordo muy contentos con el cotizado sujetador de alguno de aquellos individuos como trofeo. Dicha prenda se la regalaban al cocinero portugués, el más libidinoso de los tripulantes, nada más subir la escala de a bordo, el cual, obviamente, ese día por alguna circunstancia inherente a sus ocupaciones profesionales no le había sido posible desembarcar. Sampaio, alborozado nada más ver asomar a sus compañeros en su espacioso camarote, automáticamente, engolosinado, sin dejar de contemplar los recientes trofeos, abría con celebrada prosopopeya su bien surtida nevera, en la que aparecían secuestradas las botellas heladas de Mister Lorgan, y les invitaba, jocoso, a un buen cubalibre. Sin soltar de la mano la prenda de encaje, vaporosa, de tonos encarnados, albos o antracita con transparencias, con la otra mano primero surtía de témpanos pequeños a los altos vidrios. Después desprecintaba una botella de ron y escanciaba con habilidad el líquido ambarino, a gusto del consumidor, dejando la Moca Cola para el final, a disposición del presunto pederasta ladrón de soutiens. Todo este ritual de barman experimentado lo efectuaba hierático, sin dejar de acariciar las prendas con sus garras amorcilladas y peludas y contemplar, al mismo tiempo, cómo aumentaba así la profusa colección, que exhibía colgaba de alcayatas provistas por el chispas, uno de sus más fieles simpatizantes y asiduos proveedores de lencería pirata. Dicha colección cautiva, tan variopinta como sofisticada, se hallaba genuinamente representada por teteros de todos los colores y calidades, recabados en los más abstrusos lugares del planeta; es más –insistía el bombero–, en aquellos momentos permanecían colgados a docenas al lado de algunas decenas de variadas braguitas y tangas, entreveradas entre los sostenes.
Con el tiempo, Sampaio, insaciable, le llegaría a revelar a Tomás que, en largas singladuras sin tocar puerto, y, lógicamente, sin probar carne fresca –de prostíbulo–, se la machacaba a diario con una braguita de aquellas, enrollada a modo de apósito en su descomunal verga. Razón por la cual estas prendas últimas eran menos cotizadas por el cocinero, ya que las iba desechando cuando se venía en plena navegación, arrojándolas por el ojo de buey para pasto de la interminable fauna oceánica; si bien, unas y otras prendas íntimas gozaban de su estimación mientras decoraban de mayor a menor los recios mamparos ignífugos de su abarrotada cabina.

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