Los soutiens de Sampaio
Ahora le toca el turno narrativo al
bombero de a bordo, que les cuenta a sus compañeros las peripecias de los
activos travestís rubios oxigenados de Génova, de sobra conocidos por toda la
tripulación del “Castillo del Serantes”. Por lo visto, estos grupos de gachós
se les aparecían por todas las esquinas, con la melena peinada en permanente, a
lo Marylin Monroe; se desplazaban a trancos, trastabillando de forma retadora y
escandalosa sobre los sucios adoquines, contoneando horrorosamente las caderas;
enfundados en chupas cruzadas de piel, embutidos a presión en tan ajustadas
como cortas faldas de tubo, medias negras de rejilla y calzados con zapatos de
tacón de aguja, o aun sonoras botas de mosquetero. Siempre asomaban con el
bolso en ristre colgado en bandolera y toda la panoplia idónea para ejercer la
prostitución; abordaban a los tripulantes no bien salían éstos de los muelles,
recién aseados, luciendo la mejor camisa, lavada ex professo para la divertida tournée,
exhalando densas vaharadas de Old Spice de matute, en busca de algunas horas de
expansión.
Parece mentira, pero hasta que no
llegaba el crucial momento de palpar el material,
y, acaso, entrar a matar, muchos de
los argonautas no se daban cuenta del género de los transexuales; y es que
parecían auténticas mujeres, de lo guapos,
atractivos y esculturales que se mostraban. Estas cualidades y actitudes
estéticas, sumadas a la turgencia hormonal y escandaloso volumen de sus senos,
aumentaban hasta el desmayo el desparpajo y regocijo de algunos miembros
veteranos de la tripulación, que ya conocían de sobra el percal y, por ende,
venían de vuelta de todo. O, lo que es lo mismo –le comentaba Sampaio, el cocinero
mayordomo, a Tomás–, los marineros más intrépidos ya hacía muchos años que
estaban curados de espanto –como él mismo–, y se los encalomaban de cualquier manera en los aledaños de los oscuros docks por cincuenta mil liras, sin
ningún tipo de refinamientos ni consideraciones o escrúpulos. Es más, ni
siquiera se enfundaban el obligatorio preservativo.
Algunos de los encalomadores, licenciosos, tras soportar y escapar de las
protestas patéticas, pero airadas, de los crápulas italianos, volvían a bordo
muy contentos con el cotizado sujetador de alguno de aquellos individuos como
trofeo. Dicha prenda se la regalaban al cocinero portugués, el más libidinoso
de los tripulantes, nada más subir la escala de a bordo, el cual, obviamente,
ese día por alguna circunstancia inherente a sus ocupaciones profesionales no
le había sido posible desembarcar. Sampaio, alborozado nada más ver asomar a
sus compañeros en su espacioso camarote, automáticamente, engolosinado, sin
dejar de contemplar los recientes trofeos, abría con celebrada prosopopeya su
bien surtida nevera, en la que aparecían secuestradas las botellas heladas de
Mister Lorgan, y les invitaba, jocoso, a un buen cubalibre. Sin soltar de la
mano la prenda de encaje, vaporosa, de tonos encarnados, albos o antracita con
transparencias, con la otra mano primero surtía de témpanos pequeños a los
altos vidrios. Después desprecintaba una botella de ron y escanciaba con
habilidad el líquido ambarino, a gusto del consumidor, dejando la Moca Cola
para el final, a disposición del presunto pederasta ladrón de soutiens. Todo este ritual de barman
experimentado lo efectuaba hierático, sin dejar de acariciar las prendas con
sus garras amorcilladas y peludas y contemplar, al mismo tiempo, cómo aumentaba
así la profusa colección, que exhibía colgaba de alcayatas provistas por el chispas, uno de sus más fieles
simpatizantes y asiduos proveedores de lencería pirata. Dicha colección
cautiva, tan variopinta como sofisticada, se hallaba genuinamente representada
por teteros de todos los colores y
calidades, recabados en los más abstrusos lugares del planeta; es más –insistía
el bombero–, en aquellos momentos permanecían colgados a docenas al lado de
algunas decenas de variadas braguitas y tangas, entreveradas entre los
sostenes.
Con el tiempo, Sampaio, insaciable,
le llegaría a revelar a Tomás que, en largas singladuras sin tocar puerto, y,
lógicamente, sin probar carne fresca –de prostíbulo–, se la machacaba a diario con una braguita de
aquellas, enrollada a modo de apósito en su descomunal verga. Razón por la cual
estas prendas últimas eran menos cotizadas por el cocinero, ya que las iba
desechando cuando se venía en plena navegación, arrojándolas por el ojo de buey
para pasto de la interminable fauna oceánica; si bien, unas y otras prendas
íntimas gozaban de su estimación mientras decoraban de mayor a menor los recios
mamparos ignífugos de su abarrotada cabina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario