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miércoles, 25 de marzo de 2020

Virgo & Scorpio



Virgo & Scorpio



Ya nos habían dado más de las cinco de la madrugada de un sábado fresco, de primavera, cuando Nati y el que garrapatea estas líneas salíamos de Boga Boga, la disco más chic de Torremolinos en mitad de la década de los felices años setenta; después del tremendo lote que nos habíamos pegado, mimetizados en la oscuridad de uno de los rincones más abstrusos del local, de los más rumbosos del lugar, y ella no dejaba de recordarme, con una pose tan pícara como capciosa y excitada, que mi mochila permanecía en su apartamento. De manera que nos dirigimos al ciento uno en su busca; allí me dediqué a prepararla, dejándola dispuesta para el duro viaje que sin duda me esperaba dentro de horas escasas. Por fin recogí el macuto del suelo, cargándomelo sobre mi hombro diestro, y pregunté a Nati si quería acompañarme a mi apartamento. Ella asintió. Nada más cruzar el umbral del ciento cuatro la atraje hacía mí; después, sentados como dos hermanos siameses sobre la colcha bermeja que tapizaba mi lecho, le di otro buen repaso: la besé con pasión desaforada, trataba de llegar con mi lengua hacia lo más hondo de su glotis entretanto mis manos no dejaban de jugar en ningún momento con sus senos, prietos, por debajo de su suotien sin tirantes, tan exiguo como seductor, que, curiosamente, todavía permanecía obturado por su broche sobre la espalda, muy cálida, de mi compañera, entregada con total plenitud a mis manejos. Yo no dejaba de notar la respuesta, rauda, de sus pezones, graciosos, cilíndricos en su totalidad, con base superior plana, como de un centímetro de diámetro, sobre la canela tostada que recubría areolas tan lindas, al mismo tiempo que los notaba cada vez más duros y túrgidos entre mis dedos, nerviosos. En un arranque de pasión desaforada liberé sus senos con torpeza desmañada, me levanté del lecho como un autómata y, de un manotazo sublime, cerré por dentro la puerta de nuestra morada eventual; volví expedito para abrazarla de nuevo, comenzando a desnudarla, apasionado, pero con parsimonia calculada, ahora ambos tumbados en la cama. Mi miembro se hallaba en plena erección, atrapado a duras penas bajo la portañuela de mis ajados tejanos; aunque ella ya lo conocía, se asustó al contemplarlo en todo su esplendor. No bien me bajó la cremallera, me lo extrajo con cuidado sumo, sopesándolo entre sus suaves manos. Le quité los zuecos, bajé la cremallera de su ajustado bluyín y se lo extraje, no sin cierta dificultad, pues lo llevaba muy embutido, a presión sobre sus muslos, torneados, y sobrias caderas; a continuación, hice lo mismo con la braguita, muy sugestiva: negra, de encaje, a juego con el suje. Ella no me ponía pegas a ninguna de mis iniciativas, siempre torpes. Mi lengua en todo momento jugaba entrechocándose de forma tenaz con la suya dentro de su abovedado, meloso y amplio paladar, rozando con tesón incisivo de mecánico-dentista sus alvéolos, molares y premolares, al mismo tiempo que intercambiábamos litros de saliva; de inmediato, apresurada, una vez que se desprendió de toda la bisutería que circundaba sus dedos, alargados, de pianista: me ciñó con decisión inaudita el florete con la mano diestra, se lo llevó a su boca y empezó a mordérmelo con exquisitez calculada, al mismo tiempo que me lo succionaba con acusada torpeza. Comprobé con la palma de mi mano derecha que la vulva se le desbordaba: todo su pubis se me ofrecía especialmente empapado y resbaladizo, cual hocico de tenca recién capturada, ya en las presuntas manos callosas del paciente pescador. Me dije para mis adentros: “Ha llegado la hora de tu ansiado debut, vaquero”. En el mismo instante que enfoqué la bellota entre los labios menores, sobremanera prietos, separando con mis dedos la pelambrera hirsuta que le recubría los bordes de los pliegues mayores, noté que Nati se me mostraba aterrorizada, con la faz desencajada, muy tensa. Pero yo no hacía más que empujar y empujar el florete con el pubis, hasta que noté que lo que a priori no cedía, al cabo cedió (menos mal), como si estuviese introduciendo mi pulgar en un bloque de mantequilla templada, mientras notaba que mi miembro, duro como una roca del pleistoceno, se hundía entero en su tensa, aterciopelada y delicuescente fisura, al mismo tiempo que ella chillaba como una histérica, no sé si de dolor o de placer. No dejaba de moverme, estaba a punto de llegar al fondo de la mazmorra más untuosa del castillo de irás y no volverás; sin embargo, interrumpí mis movimientos confricativos, tan pertinaces como compulsivos, por espacio de unos segundos porque notaba que ya me venía el orgasmo de forma inexorable. De hinojos sobre la sábana bajera, engurruñada, todavía con mi miembro en el interior de la sápida y recién horadada espelunca vulvar de Nati, observé cómo unos reguerillos de sangre corrían con gracia a lo largo de sus muslos, tostados y radiantes, para sedimentarse sobre la sábana, aún impoluta, y, de manera indeliberada, como por ensalmo, conformar una silueta curiosa y elaborada con forma de corazón purpúreo, del tamaño de un fresón de Aranjuez. Sentí que me desbordaba de forma irremediable: tuve abandonar presto su ceñida vagina para vaciarme caudaloso y ubérrimo sobre la gárgola de sus senos, cuyos pezones se mostraban bellísimos, pero atemorizados, alternando con su boca, nívea, no fuera a ser que la liásemos, contribuyendo así a engrosar la lista de habitantes del planeta telúrico. Al mismo tiempo contemplaba cómo Nati, cataléptica, como lobotomizada, casi levitando sobre la albura, ahora poluta, de la sábana que tapizaba el oportuno tálamo de fortuna, ahora algo teñida de bermellón, se relamía los labios degustando con fruición deleitosa mis esencias viriles más genuinas


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