Virgo & Scorpio
Ya nos habían dado más de las
cinco de la madrugada de un sábado fresco, de primavera, cuando Nati y el que
garrapatea estas líneas salíamos de Boga Boga, la disco más chic de Torremolinos en mitad de la
década de los felices años setenta;
después del tremendo lote que nos
habíamos pegado, mimetizados en la
oscuridad de uno de los rincones más abstrusos del local, de los más rumbosos
del lugar, y ella no dejaba de recordarme, con una pose tan pícara como
capciosa y excitada, que mi mochila permanecía en su apartamento. De manera que
nos dirigimos al ciento uno en su busca; allí me dediqué a prepararla,
dejándola dispuesta para el duro viaje que sin duda me esperaba dentro de horas
escasas. Por fin recogí el macuto del suelo, cargándomelo sobre mi hombro
diestro, y pregunté a Nati si quería acompañarme a mi apartamento. Ella
asintió. Nada más cruzar el umbral del ciento cuatro la atraje hacía mí;
después, sentados como dos hermanos siameses sobre la colcha bermeja que
tapizaba mi lecho, le di otro buen repaso: la besé con pasión desaforada,
trataba de llegar con mi lengua hacia lo más hondo de su glotis entretanto mis
manos no dejaban de jugar en ningún momento con sus senos, prietos, por debajo
de su suotien sin tirantes, tan exiguo
como seductor, que, curiosamente, todavía permanecía obturado por su broche
sobre la espalda, muy cálida, de mi compañera, entregada con total plenitud a
mis manejos. Yo no dejaba de notar la respuesta, rauda, de sus pezones, graciosos,
cilíndricos en su totalidad, con base superior plana, como de un centímetro de
diámetro, sobre la canela tostada que recubría areolas tan lindas, al mismo
tiempo que los notaba cada vez más duros y túrgidos entre mis dedos, nerviosos.
En un arranque de pasión desaforada liberé sus senos con torpeza desmañada, me
levanté del lecho como un autómata y, de un manotazo sublime, cerré por dentro
la puerta de nuestra morada eventual; volví expedito para abrazarla de nuevo,
comenzando a desnudarla, apasionado, pero con parsimonia calculada, ahora ambos
tumbados en la cama. Mi miembro se hallaba en plena erección, atrapado a duras
penas bajo la portañuela de mis ajados tejanos; aunque ella ya lo conocía, se
asustó al contemplarlo en todo su esplendor. No bien me bajó la cremallera, me
lo extrajo con cuidado sumo, sopesándolo entre sus suaves manos. Le quité los
zuecos, bajé la cremallera de su ajustado bluyín y se lo extraje, no sin cierta
dificultad, pues lo llevaba muy embutido, a presión sobre sus muslos, torneados,
y sobrias caderas; a continuación, hice lo mismo con la braguita, muy
sugestiva: negra, de encaje, a juego con el suje.
Ella no me ponía pegas a ninguna de mis iniciativas, siempre torpes. Mi lengua
en todo momento jugaba entrechocándose de forma tenaz con la suya dentro de su abovedado,
meloso y amplio paladar, rozando con tesón incisivo de mecánico-dentista sus
alvéolos, molares y premolares, al mismo tiempo que intercambiábamos litros de
saliva; de inmediato, apresurada, una vez que se desprendió de toda la
bisutería que circundaba sus dedos, alargados, de pianista: me ciñó con
decisión inaudita el florete con la
mano diestra, se lo llevó a su boca y empezó a mordérmelo con exquisitez calculada,
al mismo tiempo que me lo succionaba con acusada torpeza. Comprobé con la palma
de mi mano derecha que la vulva se le desbordaba: todo su pubis se me ofrecía
especialmente empapado y resbaladizo, cual hocico de tenca recién capturada, ya
en las presuntas manos callosas del paciente pescador. Me dije para mis
adentros: “Ha llegado la hora de tu ansiado debut, vaquero”. En el mismo
instante que enfoqué la bellota entre
los labios menores, sobremanera prietos, separando con mis dedos la pelambrera hirsuta
que le recubría los bordes de los pliegues mayores, noté que Nati se me mostraba
aterrorizada, con la faz desencajada, muy tensa. Pero yo no hacía más que
empujar y empujar el florete con el
pubis, hasta que noté que lo que a priori
no cedía, al cabo cedió (menos mal), como si estuviese introduciendo mi pulgar
en un bloque de mantequilla templada, mientras notaba que mi miembro, duro como
una roca del pleistoceno, se hundía entero en su tensa, aterciopelada y
delicuescente fisura, al mismo tiempo que ella chillaba como una histérica, no
sé si de dolor o de placer. No dejaba de moverme, estaba a punto de llegar al
fondo de la mazmorra más untuosa del castillo
de irás y no volverás; sin embargo, interrumpí mis movimientos
confricativos, tan pertinaces como compulsivos, por espacio de unos segundos
porque notaba que ya me venía el orgasmo de forma inexorable. De hinojos sobre
la sábana bajera, engurruñada, todavía con mi miembro en el interior de la
sápida y recién horadada espelunca vulvar de Nati, observé cómo unos
reguerillos de sangre corrían con gracia a lo largo de sus muslos, tostados y
radiantes, para sedimentarse sobre la sábana, aún impoluta, y, de manera indeliberada,
como por ensalmo, conformar una silueta curiosa y elaborada con forma de corazón
purpúreo, del tamaño de un fresón de Aranjuez. Sentí que me desbordaba de forma
irremediable: tuve abandonar presto su ceñida vagina para vaciarme caudaloso y
ubérrimo sobre la gárgola de sus senos, cuyos pezones se mostraban bellísimos,
pero atemorizados, alternando con su boca, nívea, no fuera a ser que la liásemos, contribuyendo así a engrosar
la lista de habitantes del planeta telúrico. Al mismo tiempo contemplaba cómo
Nati, cataléptica, como lobotomizada, casi levitando sobre la albura, ahora
poluta, de la sábana que tapizaba el oportuno tálamo de fortuna, ahora algo
teñida de bermellón, se relamía los labios degustando
con fruición deleitosa mis esencias viriles más genuinas…
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