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martes, 10 de marzo de 2020

Damy o la dulce precocidad


 Damy o la dulce precocidad



Al abordar el título de este entrañable capítulo, acudió a mis recuerdos la excepción, precoz y genial, de alguno de mis admirados pioneros en la difícil asignatura del sexo. No pude evitar que mis evocaciones volasen a través del túnel del tiempo para depositarse en un compañero inolvidable de bachillerato: Damián, al que llamábamos Damy. Este barbián de quince primaveras se beneficiaba a la chacha, que tenía cumplidos diez experimentados inviernos más que él y, entonces, prestaba asistencia en el próspero hogar de sus padres. Para dicho propósito Damy, con la excusa creíble de ir a ver el programa de la tele: Cesta y puntos –cuyo horario, obviamente, también coincidía con el habitual paseo vespertino y sabatino de sus padres–, nos dejaba tirados en la calle y presto se largaba a casa con ese fin tan instructivo, puesto que los componentes del grupo nada sabíamos aún del motivo verdadero de sus imperiosos empeños culturales.
Con el paso del tiempo, tras su actividad frenética y ‘pedagógica, nos extrañó que dos sábados seguidos, después del transcurrir ordinario de un par de meses, Damy se quedara con nosotros, no yendo a presenciar la retransmisión habitual, habiéndole notado todos muy abatido: taciturno, en recalcitrante pose cabizbunda y meditabaja, a lo largo de varias tardes. Al final, bajo nuestra presión, no pudo reprimir más el problema, inexcusable y secreto, a duras penas contenido. Casi entre lágrimas y toses causadas por el cigarro que fumábamos en grupo, nos expuso que la chacha le había revelado que lo más seguro que estuviese embarazada, al comprobar la demora pertinaz de su regla; cuya tardanza, tanto para el culpable de la gestación presunta de la cachonda e insaciable morenaza, como para unos mozalbetes imberbes de trece años se nos tornaba una jerga incomprensible, por más que fuéramos ya unos pajilleros consumados. Pero no, no, al final no hubo embarazo, no: gracias a los misterios más inextricables de la naturaleza femenina y su gineceo, aunque complicado, maravilloso.
Después de la alegría subsiguiente, lógica y liberadora de Damy, cuando Ameli le comunicó, risueña, la llegada de la menstruación, no bien cesó ésta, reanudaron con ímpetus renovados las sesiones interrumpidas del famoso programa. Resulta evidente que, a partir de aquel momento, lo hacían más tranquilos, gracias a la ayuda efectiva de un capuchón semiesférico de goma: un método anticonceptivo de barrera que, con cierta antelación a la llegada de Damy, se introducía la asistenta, lúbrica, bajo las valvas sedientas de su abertura sonrosada, ubicándoselo con mucho cuidado en el fondo de su sima insaciable, untado con crema espermicida abundante; y, ya, sin más ni más, en el momento que llegaba el culto bachiller quinceañero, comenzaban a presenciar ipso facto el instructivo concurso en diferentes posturas.
No les cabía ninguna duda de que, a partir del uso de dicho remedio, se acoplaban con más sosiego; aunque, para disimular, daban un poco más de volumen al televisor Silvania, imponente, made in USA. Estas medidas, profilácticas y prudentes, les proporcionaron mucha tranquilidad en los coitos sucesivos; mas, por el contrario, no fueron óbice para evitar que, con el paso de los sábados sucesivos, los padres de Damián se enterasen de forma fortuita de los alegres escarceos sexuales de su mozalbete, espabilado, y, uno de esos días, al regresar éstos a casa, después de asistir a un funeral en la cercana parroquia de la Virgen de Mar, no viesen a su hijo expansionándose con sus compañeros de batalla en los sitios de costumbre: el quiosco de chucherías de la plaza o los billares de El Atómico, al lado del cine Silja. El feliz matrimonio, sorprendido por su ausencia, nos preguntó a la piña por su vástago; les dijimos que se había marchado a casa a ver el famoso programa educativo, ausencia que en el fondo halagaba a sus padres, al comprobar, orondos, las inquietudes didácticas pretendidas por aquél. Pero, está claro que aquellas veleidades culturales presuntas no representaron ningún obstáculo para que, al entrar el matrimonio en casa, le pillaran in flagranti delicto: culminando el tercer polvito de la tarde (como él denominaba al acto tan placentero) y, petulante, así nos lo revelara con todo lujo de detalles cuando, tras un periodo de reflexión más o menos largo, superó el lance inesperado.
Una vez que el amante precoz se sobrepuso a dicho contratiempo, nos describió el cuadro erótico a los auditores, cuya narración nos dejó atónitos. Y es que, con precisión absoluta de alumno aventajado en la engorrosa disciplina sexual nos fue relatando que, Ameli, con su negra melena suelta, impresionante, a cuatro piennas en medio del pasillo, invadía la alfombra persa, cual hembra en celo de doberman de cinco años; él, asimismo, se mostraba de rodillas sobre el tapizado suntuario, tras la grupa imponente de la morena, basculando incansable su cadera con fruición compulsiva de adolescente, en continuo movimiento émbolo-cilindro (a pesar de su ya más que demostrada virilidad) sobre la vulva jugosa de la jaca esbelta, antequerana, asiendo con fuerza sus senos portentosos, hasta que, cuando estaba a punto de llegar al punto más alto del minarete de la dulce mezquita de irás y no volverás, sintió de súbito un golpe potente en el culo. Sólo se trataba, ni más ni menos, de un puntapié, soberbio y no menos violento, propinado por su padre, el cual le lanzó a dos metros del punto neurálgico en donde la chacha y el señorito habían establecido el ritual obligatorio de la coyunda sabatina. El picador, incansable, efectuó el recorrido aéreo planeando con sus narices sobre la arqueada espalda de la jaca, yendo a parar de bruces contra el paragüero de latón pulido, situado al lado de la cómoda Chippendale, que, a su vez aparecía presidida por un lienzo harto conocido, de tema minero, firmado por Arteta. Al mismo tiempo, un jarrón de porcelana china cayó del mueble firmado por los sucesores del prestigioso ebanista inglés y se hizo añicos; este estropicio, brutal, hizo emitir un alarido hondo a la madre de Damy, la atildada señora Hortensia, que, atónita ante el desaguisado vodevilesco, alzó las manos, enjoyadas, a la altura de su pulcra boca y, automáticamente, la faz se le quedó blanca, como si hubiera sufrido una brusca bajada de tensión sanguínea. Después del testarazo, el paragüero permaneció abollado de por vida, y la frente, roma, del joven latín-lover quedó estigmatizada durante dos semanas por un chichón del tamaño de un huevo de gallina. Todo este desaguisado se podría haber evitado de haberles adivinado Damy, al entrar en el piso, o tan siquiera en el fatídico momento de abrir la puerta el señor Ceferino. Pero no le fue posible por culpa del sonido estridente del televisor, el alto grado de excitación y el gran autoabandono de los amantes, habida cuenta de que ya se encontraban en el zaguán, o mejor, en la antesala de la mezquita aludida. Cuando el padre, hábil lobo de mar, presenció con asombro el cuadro, sugestivo, protagonizado por su retoño vicioso y actuó en violencia consecuente, los aplausos del conocido concurso, que el día de autos emitía la tele a buen nivel sonoro, les llegaban con insistencia del amplio salón. Los amantes sabatinos la ponían a buen volumen ex profeso, para tratar de escamotear las tardes eróticas, ya que los gemidos susurrantes de la morena, escultural, se entreveraban sin dificultad con la algarabía sonora y transcurso monótono del famoso programa cultural. Resulta que ese día fatídico se enfrentaban los alumnos más empollones del colegio de La Salle, de la provincia de Cuenca, contra sus homólogos eruditos: los colegiales pastoreados por los frailes Maristas de León. Estos aplausos, espontáneos y recalcitrantes, empezaron a sonar en perfecta sincronía con la aplicación de la certera y brutal patada: fue como si, durante la grabación del programa, los espectadores televisivos hubieran presenciado la escena tórrida del pasillo y así quisieran premiar la caritativa acción del señor Ceferino, tras la recepción automática del puntillazo en el trasero de su primogénito. Es más, por un pequeño margen de segundos, las palmas, efusivas, casi llegan a coincidir en sincronía perfecta chichón, aplausos, ejecución de la patada y fractura del jarrón de Manchuria, con la corrida inminente del activo adolescente.
A trancas y barrancas, Damy fue superando el trago nefasto; es más, cada vez le resultaba más delicioso e instructivo, a medida que pasaba el tiempo y cedía la hinchazón oblonga de su frente durante el transcurso de las jornadas lectivas del bachillerato, pesadas y monótonas. Divertidísimo, en cuanto lo fue olvidando para soterrarlo de forma definitiva en los abismos laberínticos de sus pronunciadas cisuras y meninges, nos había ido narrando varias veces, pletórico, los acontecimientos de aquel día estival azaroso. De regalo, nos añadió todo lujo de detalles sobre sus comienzos libidinosos con la asistenta ninfómana, sus avances y los consecuentes méritos de guerra; restregándonos, con la intrínseca soberbia del experto, que muchos sábados lo hacía hasta tres veces seguidas y aun, en algunas ocasiones, culminaba dos buenos polvitos sin sacarla.
Aquellos fueron unos días inolvidables para todos nosotros: los imberbes inexpertos, pero muy atenta cátedra. Tras el final exclusivo de los relatos del mayor de la clase, no pudimos evitar la ocasión oportuna que nos brindaba el narrador experimentado para volvernos a asociar por enésima vez con el mítico Onán. De esta manera, encerrados en los mefíticos lavabos del salón de billares, y contemplando una manida postal de la diosa Marilyn, en la cual la malograda diva nos mostraba un conjunto negro, libidinoso, de sujetador y braga de encaje, dimos rienda suelta sin más preámbulos a nuestras fantasías sexuales, cuyos escarceos ya nos resultaban no sólo apremiantes, sino también cada vez más lascivos e inagotables.
A causa de aquellas tardes tan instructivas para Damy, sus progenitores, asombrados, actuaron con rapidez: despidiendo fulminantemente –¿qué otra cosa podían haber hecho?– a la cachonda asistenta de veinticinco añazos, iniciadora sexual, genuina e insaciable, del precoz colega quinceañero, a posteriori, el más admirado del grupo; aunque los de la panda ya le respetábamos mucho antes del comienzo de estas aventuras, nuevas y deliciosas; pero, sobre todo, por su fortaleza tremenda, su destreza inigualable con los remos y sus sobrados conocimientos náutico pesqueros.

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