Damy o la dulce precocidad
Al abordar
el título de este entrañable capítulo, acudió a mis recuerdos la excepción, precoz
y genial, de alguno de mis admirados pioneros en la difícil asignatura del
sexo. No pude evitar que mis evocaciones volasen a través del túnel del tiempo
para depositarse en un compañero inolvidable de bachillerato: Damián, al que
llamábamos Damy. Este barbián de quince primaveras se beneficiaba a la chacha,
que tenía cumplidos diez experimentados inviernos más que él y, entonces,
prestaba asistencia en el próspero hogar de sus padres. Para dicho propósito
Damy, con la excusa creíble de ir a ver el programa de la tele: Cesta y puntos –cuyo horario,
obviamente, también coincidía con el habitual paseo vespertino y sabatino de
sus padres–, nos dejaba tirados en la calle y presto se largaba a casa con ese
fin tan instructivo, puesto que los componentes del grupo nada sabíamos aún del
motivo verdadero de sus imperiosos empeños culturales.
Con el paso del tiempo, tras su actividad frenética y ‘pedagógica, nos extrañó que dos sábados seguidos,
después del transcurrir ordinario de un par de meses, Damy se quedara con
nosotros, no yendo a presenciar la retransmisión habitual, habiéndole notado
todos muy abatido: taciturno, en recalcitrante pose cabizbunda y meditabaja,
a lo largo de varias tardes. Al final, bajo nuestra presión, no pudo reprimir
más el problema, inexcusable y secreto, a duras penas contenido. Casi entre
lágrimas y toses causadas por el cigarro que fumábamos en grupo, nos expuso que
la chacha le había revelado que lo más seguro que estuviese embarazada, al
comprobar la demora pertinaz de su regla; cuya tardanza, tanto para el culpable
de la gestación presunta de la
cachonda e insaciable morenaza, como para unos mozalbetes imberbes de trece años
se nos tornaba una jerga incomprensible, por más que fuéramos ya unos
pajilleros consumados. Pero no, no, al final no hubo embarazo, no: gracias a
los misterios más inextricables de la naturaleza femenina y su gineceo, aunque
complicado, maravilloso.
Después de la alegría subsiguiente, lógica y liberadora de Damy, cuando
Ameli le comunicó, risueña, la llegada de la menstruación, no bien cesó ésta,
reanudaron con ímpetus renovados las sesiones interrumpidas del famoso programa. Resulta evidente que, a partir
de aquel momento, lo hacían más tranquilos, gracias a la ayuda efectiva de un
capuchón semiesférico de goma: un método anticonceptivo de barrera que, con
cierta antelación a la llegada de Damy, se introducía la asistenta, lúbrica, bajo
las valvas sedientas de su abertura sonrosada, ubicándoselo con mucho cuidado
en el fondo de su sima insaciable,
untado con crema espermicida abundante; y, ya, sin más ni más, en el momento
que llegaba el culto bachiller
quinceañero, comenzaban a presenciar ipso
facto el instructivo concurso en
diferentes posturas.
No les cabía ninguna duda de que, a partir del uso de dicho remedio, se
acoplaban con más sosiego; aunque, para disimular, daban un poco más de volumen
al televisor Silvania, imponente, made in
USA. Estas medidas, profilácticas
y prudentes, les proporcionaron mucha tranquilidad en los coitos sucesivos;
mas, por el contrario, no fueron óbice para evitar que, con el paso de los
sábados sucesivos, los padres de Damián se enterasen de forma fortuita de los
alegres escarceos sexuales de su mozalbete, espabilado, y, uno de esos días, al
regresar éstos a casa, después de asistir a un funeral en la cercana parroquia
de la Virgen de Mar, no viesen a su hijo expansionándose con sus compañeros de
batalla en los sitios de costumbre: el quiosco de chucherías de la plaza o los
billares de El Atómico, al lado del
cine Silja. El feliz matrimonio, sorprendido por su ausencia, nos preguntó a la
piña por su vástago; les dijimos que se había marchado a casa a ver el famoso
programa educativo, ausencia que en el fondo halagaba a sus padres, al
comprobar, orondos, las inquietudes didácticas pretendidas por aquél. Pero,
está claro que aquellas veleidades culturales presuntas no representaron ningún
obstáculo para que, al entrar el matrimonio en casa, le pillaran in
flagranti delicto:
culminando el tercer polvito de la tarde (como él denominaba al acto tan
placentero) y, petulante, así nos lo revelara con todo lujo de detalles cuando,
tras un periodo de reflexión más o menos largo, superó el lance inesperado.
Una vez que el amante precoz se
sobrepuso a dicho contratiempo, nos describió el cuadro erótico a los auditores,
cuya narración nos dejó atónitos. Y es que, con precisión absoluta de alumno aventajado
en la engorrosa disciplina sexual nos fue relatando que, Ameli, con su negra
melena suelta, impresionante, a cuatro piennas
en medio del pasillo, invadía la alfombra persa, cual hembra en celo de
doberman de cinco años; él, asimismo, se mostraba de rodillas sobre el tapizado
suntuario, tras la grupa imponente de la morena, basculando incansable su
cadera con fruición compulsiva de adolescente, en continuo movimiento
émbolo-cilindro (a pesar de su ya más que demostrada virilidad) sobre la vulva jugosa
de la jaca esbelta, antequerana, asiendo con fuerza sus senos portentosos,
hasta que, cuando estaba a punto de llegar al punto más alto del minarete de la dulce mezquita de irás y no volverás, sintió de súbito un golpe potente en el
culo. Sólo se trataba, ni más ni menos, de un puntapié, soberbio y no menos violento,
propinado por su padre, el cual le lanzó a dos metros del punto neurálgico en
donde la chacha y el señorito habían
establecido el ritual obligatorio de la coyunda sabatina. El picador, incansable, efectuó el
recorrido aéreo planeando con sus narices sobre la arqueada espalda de la jaca, yendo a parar de bruces contra el
paragüero de latón pulido, situado al lado de la cómoda Chippendale, que, a su vez aparecía presidida por un lienzo harto conocido,
de tema minero, firmado por Arteta. Al mismo tiempo, un jarrón de porcelana
china cayó del mueble firmado por los sucesores del prestigioso ebanista inglés
y se hizo añicos; este estropicio, brutal, hizo emitir un alarido hondo a la
madre de Damy, la atildada señora Hortensia, que, atónita ante el desaguisado vodevilesco,
alzó las manos, enjoyadas, a la altura de su pulcra boca y, automáticamente, la
faz se le quedó blanca, como si hubiera sufrido una brusca bajada de tensión
sanguínea. Después del testarazo, el paragüero permaneció abollado de por vida,
y la frente, roma, del joven latín-lover
quedó estigmatizada durante dos semanas por un chichón del tamaño de un huevo
de gallina. Todo este desaguisado se podría haber evitado de haberles adivinado
Damy, al entrar en el piso, o tan siquiera en el fatídico momento de abrir la
puerta el señor Ceferino. Pero no le fue posible por culpa del sonido estridente
del televisor, el alto grado de excitación y el gran autoabandono de los
amantes, habida cuenta de que ya se encontraban en el zaguán, o mejor, en la
antesala de la mezquita aludida. Cuando el padre, hábil lobo de mar, presenció
con asombro el cuadro, sugestivo, protagonizado por su retoño vicioso y actuó
en violencia consecuente, los aplausos del conocido concurso, que el día de
autos emitía la tele a buen nivel sonoro, les llegaban con insistencia del
amplio salón. Los amantes sabatinos la ponían a buen volumen ex profeso, para tratar de escamotear
las tardes eróticas, ya que los gemidos susurrantes de la morena, escultural, se
entreveraban sin dificultad con la algarabía sonora y transcurso monótono del
famoso programa cultural. Resulta que ese día fatídico se enfrentaban los
alumnos más empollones del colegio de La Salle, de la provincia de Cuenca,
contra sus homólogos eruditos: los colegiales pastoreados por los frailes
Maristas de León. Estos aplausos, espontáneos y recalcitrantes, empezaron a
sonar en perfecta sincronía con la aplicación de la certera y brutal patada:
fue como si, durante la grabación del programa, los espectadores televisivos
hubieran presenciado la escena tórrida del pasillo y así quisieran premiar la caritativa acción del señor Ceferino,
tras la recepción automática del puntillazo en el trasero de su primogénito. Es
más, por un pequeño margen de segundos, las palmas, efusivas, casi llegan a
coincidir en sincronía perfecta chichón, aplausos, ejecución de la patada y
fractura del jarrón de Manchuria, con la corrida inminente del activo
adolescente.
A trancas y barrancas, Damy fue superando el trago nefasto; es más, cada
vez le resultaba más delicioso e instructivo, a medida que pasaba el tiempo y
cedía la hinchazón oblonga de su frente durante el transcurso de las jornadas
lectivas del bachillerato, pesadas y monótonas. Divertidísimo, en cuanto lo fue
olvidando para soterrarlo de forma definitiva en los abismos laberínticos de
sus pronunciadas cisuras y meninges, nos había ido narrando varias veces,
pletórico, los acontecimientos de aquel día estival azaroso. De regalo, nos
añadió todo lujo de detalles sobre sus comienzos libidinosos con la asistenta ninfómana,
sus avances y los consecuentes méritos de guerra; restregándonos, con la
intrínseca soberbia del experto, que muchos sábados lo hacía hasta tres veces
seguidas y aun, en algunas ocasiones, culminaba dos buenos polvitos sin
sacarla.
Aquellos fueron unos días inolvidables para todos nosotros: los imberbes inexpertos,
pero muy atenta cátedra. Tras el final exclusivo de los relatos del mayor de la
clase, no pudimos evitar la ocasión oportuna que nos brindaba el narrador experimentado
para volvernos a asociar por enésima vez con el mítico Onán. De esta manera,
encerrados en los mefíticos lavabos del salón de billares, y contemplando una
manida postal de la diosa Marilyn, en la cual la malograda diva nos mostraba un
conjunto negro, libidinoso, de sujetador y braga de encaje, dimos rienda suelta
sin más preámbulos a nuestras fantasías sexuales, cuyos escarceos ya nos resultaban
no sólo apremiantes, sino también cada vez más lascivos e inagotables.
A causa de aquellas tardes tan instructivas
para Damy, sus progenitores, asombrados, actuaron con rapidez: despidiendo
fulminantemente –¿qué otra cosa podían haber hecho?– a la cachonda asistenta de
veinticinco añazos, iniciadora sexual,
genuina e insaciable, del precoz colega quinceañero, a posteriori, el más admirado del grupo; aunque los de la panda ya
le respetábamos mucho antes del comienzo de estas aventuras, nuevas y deliciosas;
pero, sobre todo, por su fortaleza tremenda, su destreza inigualable con los
remos y sus sobrados conocimientos náutico pesqueros.
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