La trompetilla del martín pescador
Cuando llegó la hora fatídica de los
temidos exámenes, para sufrirlos nos
desplazábamos a Baracaldo; lo hacíamos en aquellos trenes eléctricos de
cercanías de RENFE, traqueteantes, pesados y vetustos, que se mostraban
pintados de un gris náutico lóbrego y depresivo, delimitado por cenefas azules
en algunas zonas, fabricados por la antigua S.E.C.N., la Naval de Sestao.
Nuestras madres nos daban el peculio
correspondiente para adquirir los billetes, ya que realizábamos dos viajes
diarios de ida y vuelta, mientras duraban las fechas de las pruebas selectivas.
Fondos que, en vez de ser empleados en la taquilla de la estación y sacar los
bonos de viaje obligatorios, destinábamos para efectuar compras posteriores de
cigarrillos y chucherías en la sala de billares que estaba situada al lado del
instituto y, de esta manera, intentábamos calmar los nervios, muy agitados
después de la expedición ferroviaria, gratuita, eso sí, pero arriesgada; ahora
doblemente alterados, con las ramificaciones nerviosas a flor de piel por la
tensión previa e inevitable ante el primer examen programado, para mayor inri
de matemáticas, el más terrible de afrontar para Tomás.
El propósito de consumo de chucherías
mentado, ya al lado del sórdido instituto, importante edificio que aparecía
recubierto por una fachada de ladrillo rojo, horadada por amplios ventanales de
marcos metálicos acristalados y ennegrecida por una considerable pátina de
polvo industrial, era sólo factible si habíamos viajado en tren de matute:
siempre sin billete. Nunca lo hacíamos en los autobuses rojos, ruidosos y muy
baqueteados (propiedad de los jesuitas, decían), en los que resultaba imposible
realizar la citada aventura económica,
porque para dicho fin habíamos de pasar sin remedio por delante del cobrador,
siempre estático, ubicado como un mueble viejo en el interior de un cubículo
diminuto situado con estrategia junto a la puerta trasera del renqueante
transporte. O, de la misma manera, asimismo imposible, en cursos sucesivos,
cuando el conductor ejercía, al mismo tiempo, de cobrador en los modernos
Pegasos azules. Aún menos nos era posible viajar en los microbuses Mercedes
Benz, vehículos vitorianos harto
ágiles que disponían de una puerta única de acceso y salida: una cuestión
simple, pero complicada que nos impedía el engaño. Por dicha cuestión, siempre
nos deslizábamos sobre raíles, mas
realizándolo a escondidas del pica. Éste era un escollo muy testarudo, a veces
casi insalvable, que siempre nos tenía en danza, ya que andábamos de continuo
escamoteándonos de él, tanto dentro del vagón, si por casualidad se presentaba,
como huyendo precipitadamente al andén al llegar a las cuatro estaciones
anteriores al punto de destino (Peñota, Portugalete, La Iberia y
Sestao-Urbínaga), en las cuales, en vista del peliagudo problema eventual,
saltábamos los estudiantes de forma rápida y subrepticia para tratar de
despistar al funcionario, escamado ante nuestra presencia súbita, y escondernos
lo más lejos posible de él. Por lo tanto, si el pica se hallaba en cola del
tren, nos situábamos en cabeza del convoy, para lo cual habíamos bajado con astucia
al andén, o viceversa, empezando de esta manera el vaivén continuo hasta llegar
a Desierto-Baracaldo, estación en la que estaba ubicado el centro académico
adonde acudíamos los estudiantes para ser
pasados por la piedra, como solíamos apuntar a nuestros mayores cuando no
sólo éramos unos caraduras consumados sino también unos adolescentes
racanillos. Algunas veces nos sorprendía el revisor, que concienzudo y
malhumorado avanzaba cauto pero ansioso hacia el lugar que ocupábamos apiñados
en el fondo del vagón; éste lo hacía reptando,
o más bien anadeando entre los pasajeros legales (los que portaban billete o
exhibían abono semanal), cuyas posaderas viajaban orondas sentadas en los
asientos tan espartanos que colmaban el pasillo exiguo del convoy. Con la aparición
del pica se declaraba la guerra entre los dos bandos; como consecuencia del
súbito hallazgo recíproco, el pica comenzaba la persecución fruiciosa a lo
largo del vagón tras la búsqueda de los intrépidos estudiantes púberes.
Nosotros, en ocasiones fortuitas, nos sentíamos arrinconados por el avance
inexorable del empleado, ceñudo, absorto en su repetitiva labor de martín pescador: clik, clik, clik, clik,
taladrando los cartones rígidos de tono pardo, y ya nos veíamos atrapados sin
remedio en el fondo del vagón. Por dicha razón, si esta coincidencia fortuita
se daba cuando el tren entraba o salía a poca velocidad de una estación, los
estudiantes no dudábamos en saltar en marcha al andén. De esta manera tan
categórica y arriesgada conseguíamos sortearlo. El pica siempre se quedaba de
muy mal humor, tremendamente desairado por la añagaza efectiva que le habíamos
urdido los mozalbetes: hábiles bachilleres, respingando con el puño en alto;
contemplándonos derrotado e impotente desde la portezuela del vagón mientras el
convoy se alejaba cansino hacia Bilbao: tra to, tratotrá, tro ta, tratotrá, tro
ta..., rebotando sobre las empalmes de los carriles made in AHV[1],
jaleado por los silbidos cortantes de cambios de agujas y el guirigay continuo
provocado por el entrechocar de los hierros, toscos, ferroviarios, y, enfilando
con timidez la vereda del matadero, como un buey castrado y apaleado, envestía
la boca oscura de lobo del lóbrego túnel inmediato.
Los ágiles estudiantes, victoriosos tras
la anterior escaramuza, no teníamos otro remedio que esperar al siguiente tren;
pero ahora fijándonos con mucha atención, al entrar éste en el andén, en qué
lugar se encontraba el nuevo martín
pescador y, con mucho disimulo, empezábamos un nuevo ciclo migratorio
abordando el vagón por la puerta más lejana del sitio en donde venía taladrando
billetes el señor que, momentos antes, en la estación de Sestao-Urbínaga, había
avisado al maquinista, ordenando la partida del convoy, soplando con energía
intempestiva sobre una trompetilla plateada, tan graciosa como estridente. La
mayoría de los picas estaba formada por unos personajes curiosos que escondían
la calva bajo una gorra ridícula de plato con visera de celuloide, calada hasta
las orejas; los cuales, no bien daban la salida del tren, cerraban con
estruendo las puertas del vagón, extraían el
pajarillo metálico, insaciable, del bolsillo derecho de la chaqueta azul de
mahón, arrugada, cortada, lo más seguro, por un sastre polaco arruinado, y
avanzaban infalibles con él, que no dejaba de piar de forma incesante por el interior del vagón: clik; clik,
clik; clik, clik; clik...
Con aquellas estratagemas obligadas, los
golfillos ilustres perdíamos un rato valioso, a sustraer del lapso agradable,
posterior, en los billares; aunque no nos importaba, ya que viajábamos sobrados
de tiempo para permanecer un intervalo largo en los futbolines, castigando sin
contemplaciones las máquinas tragaperras de petacos, trepidantes, sonoras e
iluminadas. De inmediato, hacíamos el acopio correspondiente de golosinas y
fumábamos algún que otro Piper mentolado, esporádico, o Bisonte, obligatorio,
sin filtro: pitos de rubio nacional,
recurridos y económicos, que consumíamos con ansia entre toses continuas,
exabruptos variados y escupitajos certeros, esperando la hora inexorable del
siguiente examen.
Estaba claro que los viajes azarosos
citados siempre se nos convertían en unas aventuras diarias tan intrépidas como
peligrosas, todo por ahorrar la fortuna esperada: cinco duros, no todos los
días, que nuestros progenitores nos proporcionaban para desplazarnos por
ferrocarril a los temidos exámenes; pero que luego, tras el ahorro fraudulento
y azaroso, gastábamos con alegría desprendida en la sala de billares,
concurrida a tope: repleta de alumnos de otros pueblos; los cuales, con las
mismas socaliñas o aun mejores que las que empleábamos los aventureros alumnos
santurzanos, vapuleaban sin piedad las diferentes máquinas recreativas:
expeliendo variados tacos y, sobre todo, aros y volutas de humo en cantidades
industriales.
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Hogaño, después de que ya han pasado más
de cincuenta años de los escarceos narrados, porfiados y temerarios, el
inolvidable picabilletes, protagonista de esta sincera narración, siempre es
recordado con una simpatía entrañable y cierta ternura por Tomás: mi antiguo
colega que, con sus recuerdos, avivó los posos de mi mala memoria y, al mismo
tiempo, me facilitó enormemente la secuencia narrativa de este capítulo.
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