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martes, 17 de marzo de 2020

La trompetilla del martín pescador

La trompetilla del martín pescador


Cuando llegó la hora fatídica de los temidos exámenes, para sufrirlos nos desplazábamos a Baracaldo; lo hacíamos en aquellos trenes eléctricos de cercanías de RENFE, traqueteantes, pesados y vetustos, que se mostraban pintados de un gris náutico lóbrego y depresivo, delimitado por cenefas azules en algunas zonas, fabricados por la antigua S.E.C.N., la Naval de Sestao.
Nuestras madres nos daban el peculio correspondiente para adquirir los billetes, ya que realizábamos dos viajes diarios de ida y vuelta, mientras duraban las fechas de las pruebas selectivas. Fondos que, en vez de ser empleados en la taquilla de la estación y sacar los bonos de viaje obligatorios, destinábamos para efectuar compras posteriores de cigarrillos y chucherías en la sala de billares que estaba situada al lado del instituto y, de esta manera, intentábamos calmar los nervios, muy agitados después de la expedición ferroviaria, gratuita, eso sí, pero arriesgada; ahora doblemente alterados, con las ramificaciones nerviosas a flor de piel por la tensión previa e inevitable ante el primer examen programado, para mayor inri de matemáticas, el más terrible de afrontar para Tomás.
El propósito de consumo de chucherías mentado, ya al lado del sórdido instituto, importante edificio que aparecía recubierto por una fachada de ladrillo rojo, horadada por amplios ventanales de marcos metálicos acristalados y ennegrecida por una considerable pátina de polvo industrial, era sólo factible si habíamos viajado en tren de matute: siempre sin billete. Nunca lo hacíamos en los autobuses rojos, ruidosos y muy baqueteados (propiedad de los jesuitas, decían), en los que resultaba imposible realizar la citada aventura económica, porque para dicho fin habíamos de pasar sin remedio por delante del cobrador, siempre estático, ubicado como un mueble viejo en el interior de un cubículo diminuto situado con estrategia junto a la puerta trasera del renqueante transporte. O, de la misma manera, asimismo imposible, en cursos sucesivos, cuando el conductor ejercía, al mismo tiempo, de cobrador en los modernos Pegasos azules. Aún menos nos era posible viajar en los microbuses Mercedes Benz, vehículos vitorianos harto ágiles que disponían de una puerta única de acceso y salida: una cuestión simple, pero complicada que nos impedía el engaño. Por dicha cuestión, siempre nos deslizábamos sobre raíles, mas realizándolo a escondidas del pica. Éste era un escollo muy testarudo, a veces casi insalvable, que siempre nos tenía en danza, ya que andábamos de continuo escamoteándonos de él, tanto dentro del vagón, si por casualidad se presentaba, como huyendo precipitadamente al andén al llegar a las cuatro estaciones anteriores al punto de destino (Peñota, Portugalete, La Iberia y Sestao-Urbínaga), en las cuales, en vista del peliagudo problema eventual, saltábamos los estudiantes de forma rápida y subrepticia para tratar de despistar al funcionario, escamado ante nuestra presencia súbita, y escondernos lo más lejos posible de él. Por lo tanto, si el pica se hallaba en cola del tren, nos situábamos en cabeza del convoy, para lo cual habíamos bajado con astucia al andén, o viceversa, empezando de esta manera el vaivén continuo hasta llegar a Desierto-Baracaldo, estación en la que estaba ubicado el centro académico adonde acudíamos los estudiantes para ser pasados por la piedra, como solíamos apuntar a nuestros mayores cuando no sólo éramos unos caraduras consumados sino también unos adolescentes racanillos. Algunas veces nos sorprendía el revisor, que concienzudo y malhumorado avanzaba cauto pero ansioso hacia el lugar que ocupábamos apiñados en el fondo del vagón; éste lo hacía reptando, o más bien anadeando entre los pasajeros legales (los que portaban billete o exhibían abono semanal), cuyas posaderas viajaban orondas sentadas en los asientos tan espartanos que colmaban el pasillo exiguo del convoy. Con la aparición del pica se declaraba la guerra entre los dos bandos; como consecuencia del súbito hallazgo recíproco, el pica comenzaba la persecución fruiciosa a lo largo del vagón tras la búsqueda de los intrépidos estudiantes púberes. Nosotros, en ocasiones fortuitas, nos sentíamos arrinconados por el avance inexorable del empleado, ceñudo, absorto en su repetitiva labor de martín pescador: clik, clik, clik, clik, taladrando los cartones rígidos de tono pardo, y ya nos veíamos atrapados sin remedio en el fondo del vagón. Por dicha razón, si esta coincidencia fortuita se daba cuando el tren entraba o salía a poca velocidad de una estación, los estudiantes no dudábamos en saltar en marcha al andén. De esta manera tan categórica y arriesgada conseguíamos sortearlo. El pica siempre se quedaba de muy mal humor, tremendamente desairado por la añagaza efectiva que le habíamos urdido los mozalbetes: hábiles bachilleres, respingando con el puño en alto; contemplándonos derrotado e impotente desde la portezuela del vagón mientras el convoy se alejaba cansino hacia Bilbao: tra to, tratotrá, tro ta, tratotrá, tro ta..., rebotando sobre las empalmes de los carriles made in AHV[1], jaleado por los silbidos cortantes de cambios de agujas y el guirigay continuo provocado por el entrechocar de los hierros, toscos, ferroviarios, y, enfilando con timidez la vereda del matadero, como un buey castrado y apaleado, envestía la boca oscura de lobo del lóbrego túnel inmediato.
Los ágiles estudiantes, victoriosos tras la anterior escaramuza, no teníamos otro remedio que esperar al siguiente tren; pero ahora fijándonos con mucha atención, al entrar éste en el andén, en qué lugar se encontraba el nuevo martín pescador y, con mucho disimulo, empezábamos un nuevo ciclo migratorio abordando el vagón por la puerta más lejana del sitio en donde venía taladrando billetes el señor que, momentos antes, en la estación de Sestao-Urbínaga, había avisado al maquinista, ordenando la partida del convoy, soplando con energía intempestiva sobre una trompetilla plateada, tan graciosa como estridente. La mayoría de los picas estaba formada por unos personajes curiosos que escondían la calva bajo una gorra ridícula de plato con visera de celuloide, calada hasta las orejas; los cuales, no bien daban la salida del tren, cerraban con estruendo las puertas del vagón, extraían el pajarillo metálico, insaciable, del bolsillo derecho de la chaqueta azul de mahón, arrugada, cortada, lo más seguro, por un sastre polaco arruinado, y avanzaban infalibles con él, que no dejaba de piar de forma incesante por el interior del vagón: clik; clik, clik; clik, clik; clik...
Con aquellas estratagemas obligadas, los golfillos ilustres perdíamos un rato valioso, a sustraer del lapso agradable, posterior, en los billares; aunque no nos importaba, ya que viajábamos sobrados de tiempo para permanecer un intervalo largo en los futbolines, castigando sin contemplaciones las máquinas tragaperras de petacos, trepidantes, sonoras e iluminadas. De inmediato, hacíamos el acopio correspondiente de golosinas y fumábamos algún que otro Piper mentolado, esporádico, o Bisonte, obligatorio, sin filtro: pitos de rubio nacional, recurridos y económicos, que consumíamos con ansia entre toses continuas, exabruptos variados y escupitajos certeros, esperando la hora inexorable del siguiente examen.
Estaba claro que los viajes azarosos citados siempre se nos convertían en unas aventuras diarias tan intrépidas como peligrosas, todo por ahorrar la fortuna esperada: cinco duros, no todos los días, que nuestros progenitores nos proporcionaban para desplazarnos por ferrocarril a los temidos exámenes; pero que luego, tras el ahorro fraudulento y azaroso, gastábamos con alegría desprendida en la sala de billares, concurrida a tope: repleta de alumnos de otros pueblos; los cuales, con las mismas socaliñas o aun mejores que las que empleábamos los aventureros alumnos santurzanos, vapuleaban sin piedad las diferentes máquinas recreativas: expeliendo variados tacos y, sobre todo, aros y volutas de humo en cantidades industriales.
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Hogaño, después de que ya han pasado más de cincuenta años de los escarceos narrados, porfiados y temerarios, el inolvidable picabilletes, protagonista de esta sincera narración, siempre es recordado con una simpatía entrañable y cierta ternura por Tomás: mi antiguo colega que, con sus recuerdos, avivó los posos de mi mala memoria y, al mismo tiempo, me facilitó enormemente la secuencia narrativa de este capítulo.


[1] Altos Hornos de Vizcaya.

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