Mojito y
hierbabuena
El chispas platica emocionado sobre el cariño envolvente, sincero y
meloso de las cubanas; y es que resultaban unas hembras irresistibles cuando
hacían gala de su fonética melódica, grupa potente y cadera esplendorosa.
Siempre se mostraban deseosas de dar amor a toneladas, prácticamente a cambio
de nada. Dicho trueque se tornaba aún más sublime en el momento que los
argonautas tomaban mojito, aliñado profusamente con hierbabuena...
O del otro placer inefable que
sentían los argonautas más informados cuando trotaban tras la pista del
monstruo de Illinois: Hemingway; una ruta en extremo interesante en la que
acababan siempre fondeando en La
Bodeguita del Medio, en plena Habana vieja, donde, sedientos, saboreaban
daiquiris, dry Martini y cubatas
especiales, bien provistos de rones añejos inimitables; pero, claro, libaban a
un ritmo imparable, frenético, bajo sones inconfundibles de konga, guaracha,
chachachá y música de La Vieja Trova Santiaguera, sones que a veces surgían
entreverados con merengue dominicano o aun con dulces temas brasileños y
colombianos.
Se les erizaba el bello de los
brazos y piernas a los argonautas paseantes durante y después de la excursión,
al contemplar, extasiados, la belleza enorme, en blanco y negro, de multitud de edificios, que aparecían con las
fachadas saturadas de desconchados ingentes, en un estado de deterioro tan más
lamentable cuanto más avanzado, cuya sola presencia y estado les hacía llegar a
una especie de paroxismo emocional –obviamente, si los argonautas más sensibles
e instruidos eran capaces de retrotraerse en el tiempo– imaginando el antiguo
esplendor colonial hispano; o aun otras fases más favorables de la historia
cubana moderna, con o sin el protagonismo de su ubicuo y barbudo estafermo
parlante.
Todos los tripulantes asiduos a
estas rondas pedagógicas disfrutaban
de lo lindo cuando, los de máquinas, se enzarzaban en disquisiciones acaloradas
sobre la potencia que quizás albergarían las entrañas agotadas de los Cadillac
del 56, broncos y barrocos, los cuales, aun así, aparecían altaneros, con los
cromados rutilantes. O, también, comentando las chapuzas innumerables que
continuamente tenían que realizar los sufridos manitas cubanos para poder mantenerlos
en marcha, habida cuenta de la total falta de recambios, ya sería por su
antigüedad o por el perenne bloqueo al que los tenía sometidos el intratable
imperio yankee. A dichas
eventualidades habría que sumarles los cientos de miles de kilómetros que, lo
más seguro, habrían recorrido aquellos armatostes, y sus hermanos de sangre,
los lozanos Buick o Chevy del 50, que asimismo se mostraban tan orondos o más
que aquéllos. Mas, unos y otros, siempre quedaban aparcados a su libre albedrío
entre docenas de conmovedores triciclos infantiles y motocicletas
destartaladas, aún altivas, al lado de bicicletas enmohecidas, esperpénticas,
con las gomas perforadas; descansando ambos con visos de eternidad, como si
fuesen esqueletos de jirafas abatidas y abandonadas por depredadores furtivos
en la sabana. A pesar de todo, estos velocípedos anacrónicos se exhibían con
una indolencia entrañable que, aunque añosa, no les restaba prestancia,
apoyados y erguidos, como se hallaban, sobre multitud de toscas espuertas negras
abarrotadas de basura.
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