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miércoles, 18 de marzo de 2020

Mojito y hierbabuena


Mojito y hierbabuena

El chispas platica emocionado sobre el cariño envolvente, sincero y meloso de las cubanas; y es que resultaban unas hembras irresistibles cuando hacían gala de su fonética melódica, grupa potente y cadera esplendorosa. Siempre se mostraban deseosas de dar amor a toneladas, prácticamente a cambio de nada. Dicho trueque se tornaba aún más sublime en el momento que los argonautas tomaban mojito, aliñado profusamente con hierbabuena...
O del otro placer inefable que sentían los argonautas más informados cuando trotaban tras la pista del monstruo de Illinois: Hemingway; una ruta en extremo interesante en la que acababan siempre fondeando en La Bodeguita del Medio, en plena Habana vieja, donde, sedientos, saboreaban daiquiris, dry Martini y cubatas especiales, bien provistos de rones añejos inimitables; pero, claro, libaban a un ritmo imparable, frenético, bajo sones inconfundibles de konga, guaracha, chachachá y música de La Vieja Trova Santiaguera, sones que a veces surgían entreverados con merengue dominicano o aun con dulces temas brasileños y colombianos.
Se les erizaba el bello de los brazos y piernas a los argonautas paseantes durante y después de la excursión, al contemplar, extasiados, la belleza enorme, en blanco y negro, de multitud de edificios, que aparecían con las fachadas saturadas de desconchados ingentes, en un estado de deterioro tan más lamentable cuanto más avanzado, cuya sola presencia y estado les hacía llegar a una especie de paroxismo emocional –obviamente, si los argonautas más sensibles e instruidos eran capaces de retrotraerse en el tiempo– imaginando el antiguo esplendor colonial hispano; o aun otras fases más favorables de la historia cubana moderna, con o sin el protagonismo de su ubicuo y barbudo estafermo parlante.
Todos los tripulantes asiduos a estas rondas pedagógicas disfrutaban de lo lindo cuando, los de máquinas, se enzarzaban en disquisiciones acaloradas sobre la potencia que quizás albergarían las entrañas agotadas de los Cadillac del 56, broncos y barrocos, los cuales, aun así, aparecían altaneros, con los cromados rutilantes. O, también, comentando las chapuzas innumerables que continuamente tenían que realizar los sufridos manitas cubanos para poder mantenerlos en marcha, habida cuenta de la total falta de recambios, ya sería por su antigüedad o por el perenne bloqueo al que los tenía sometidos el intratable imperio yankee. A dichas eventualidades habría que sumarles los cientos de miles de kilómetros que, lo más seguro, habrían recorrido aquellos armatostes, y sus hermanos de sangre, los lozanos Buick o Chevy del 50, que asimismo se mostraban tan orondos o más que aquéllos. Mas, unos y otros, siempre quedaban aparcados a su libre albedrío entre docenas de conmovedores triciclos infantiles y motocicletas destartaladas, aún altivas, al lado de bicicletas enmohecidas, esperpénticas, con las gomas perforadas; descansando ambos con visos de eternidad, como si fuesen esqueletos de jirafas abatidas y abandonadas por depredadores furtivos en la sabana. A pesar de todo, estos velocípedos anacrónicos se exhibían con una indolencia entrañable que, aunque añosa, no les restaba prestancia, apoyados y erguidos, como se hallaban, sobre multitud de toscas espuertas negras abarrotadas de basura.

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