Me rindo, querido Eugenio
Un valioso epígono, totalmente olvidado y ‘masacrado’,
de la generación del 98
El otro día, en unos de mis habituales paseos y
encuentros con Tomás y Bus, la
conversación giró en torno a la figura del noble Eugenio Noel, personaje de
sobra conocido por el Tenaz, pero
totalmente desconocido por este último bardo. No bien nos despedimos, enfilé
eufórico y en solitario los últimos tramos que aún me separaban de mi cripta aérea e irrumpí acalorado en el
estudio, después de trepar los cinco pisos de rigor; una vez allí, enganché una
fría lata de cerveza de la nevera, le di un sublime lingotazo, y puse en marcha
el ordenador. Inicié el Word, con una rabia desaforada, acrecentada por mi
habitual tamaña torpeza con el teclado, y en poco más de dos horas, vomité lo siguiente
en un documento nuevo; un texto que, después de un sinfín de correcciones,
quedó así:
Definitivamente me rindo: no quiero, no puedo, no
debo. No me da la gana continuar impasible, pero ¡carajo!: me rindo.
En algunas páginas de mis Tonterías y opiniones de un ciudadano desorientado, entreverado
entre muchas tonterías y opiniones,
expuse alguna idea –aunque muy someramente y de una forma u otra– sobre la inextinguible lacra nacional del
sucedáneo del fútbol; la cual, después del joder y, acordándome al mismo tiempo
de lo que tecleé en torno al Trépano de
Sinuhé, considero el segundo de los opios más opiáceos del pueblo.
Disculpad, queridos lectores; pero es que mi sanguíneo
carácter me impide evitar estas digresiones.
A lo que iba, hace bastantes años el establishment consiguió doblegar al pobre Eugenio Noel por otras actitudes
similares. Teórica y prácticamente este genial escritor castizo y suelto,
brioso e inteligente, pintoresco y activo, viajero y cronista, nunca cejó en su
empeño reformador. A lo largo de su corta existencia vaticinó radicalmente que
la mayoría de los males adolecidos por el país de Rinconete y Cortadillo venían, de entre otras causas, de la
desmesurada pasión al flamenco y a los toros. Vaya por delante que no estoy
totalmente en contra de ambos, porque opino que la censura radicaliza y
acrecienta aún más las ya asaz inflamadas pasiones ibéricas. Es más, al fin y
al cabo también se dice que la música amansa a las fieras. Pero no; no quiero
ser tan categórico como el gallardo, sencillo, noble, sincero, culto y casi
siempre famélico Noel, al que anuló, machacó sin contemplaciones el bestial
animalismo del arcaico sistema político-caciquil imperante, tanto más vilmente
apoyado y bien rebozado en el muladar de su propia ignorancia y reaccionario
oscurantismo, cuanto más agravado por la constante presión que siempre han
ejercido sobre aquél los tan atávicos como nefastos poderes fácticos. Ahora
bien, si la Inquisición
hubiera existido en sus tiempos, me temo que las consabidas melenas de este
escritor hubieran acabado sin remedio en la hoguera.
"Yo, niño sin juguetes y sin niñez, vivo esa vida contemplativa y hosca que hace soñadores a los hombres".
Eugenio Noel
Sin embargo, todos sabemos que esta nación ha dado a la humanidad renombrados genios en todas épocas y disciplinas. Pero..., poneos a pensar, estimados lectores, en lo que el país ibérico sería hoy si todo el tiempo y la vehemencia que se derrochan inútilmente en comentar los técnicos matices de un lance taurino con certero estoque; el peso en arrobas del cornúpeto asesino que segó la vida a Manolete; las sangrientas ganancias de los estatuarios genios del arte de Cúchares, la extensión de sus fincas, colecciones de automóviles, flechazos, amores, bodas y cuernos y cornadas por doquier.
Por otro lado, cambiando
de tercio, y de la misma manera, radiando
ante los atónitos compañeros de trabajo –antes empezar la jornada laboral,
delante de la taquilla– un hábil regateo de un mulato brasileiro que acaba en gol; la acertada o desafortunada gestión
arbitral –en este último caso– del hidepu
señor de negro, o las multimillonarias –vergonzosas– fichas de las legiones de
extranjeros que dan patadas a una estólida bola de cuero rellena de aire
comprimido.
Digo, humildemente, que si los dos parámetros anteriores:
tiempo y vehemencia, se orientasen hacia la inteligencia, cultura y al trabajo
bien hecho –al que casi siempre hay que sumarle la recompensa de un posterior
alto valor añadido–: me atrevería a decir sin ningún tipo de balbuceos que hoy
seríamos un país en desahogada vanguardia tecnológica, compitiendo de poder a
poder con los países punteros en ella. Admito que si bien estas naciones
elitistas tampoco han erradicado de manera categórica algunos de sus tabúes, lacras o atavismos, creo que sí que han
sabido dosificarlos de forma adecuada, desmitificándolos para bien de sus
ciudadanos, y, ante todo, incentivando la ciencia, el estudio, la investigación
y el trabajo bien hecho; y premiando adecuadamente a los jóvenes valores, lo
que obviamente ha redundado en los altos niveles sociales, tecnológicos e
industriales que gozan estas potencias.
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Después de este febril desahogo, vuelvo a nuestro querido autor: uno conocía la admiración que el mismo monstruo Unamuno sintió por Noel, autor de Las siete cucas; sobre todo cuando éste regresaba de sus campañas iberoamericanas e informaba puntual de sus avatares allende del charco. Ahora bien, mira por dónde, en uno de estos calurosos días estivales, ha caído en mis manos un documento de incalculable valor para mí y para todos los que quieran saber, de primera mano, el ambiente político-social que reinaba en los años previos al estallido de una de las más cruentas masacres humanas presenciadas por la humanidad; y, lo que aún es peor, con total anuencia por algunas de las llamadas naciones modernas y democráticas.
Estoy haciendo mención a Diarios de Azaña (1932-1933) “Los cuadernos robados” y me ha
sorprendido mucho lo que nos dice su autor acerca de Noel en la entrada del 27
de julio de 1933. Veamos: “Entre los colaboradores del periódico El Sol que ahora cierran contra mí, se
cuenta el desventurado Eugenio Noel. No le conozco personalmente. Parece que
está en la miseria y muy enfermo. Desde hace más de un año, su mujer acudía al ministerio
y a la Presidencia
en demanda de socorro, me escribía cartas lastimosas, pintándome la desolación
de su casa, y el mismo Noel también me ha escrito, pidiendo para pan y
medicinas. Le he socorrido repetidas veces, y por asegurarle algo, le recomendé
a Guzmán, para que le publicasen sus artículos en El Sol. Así se hizo, y le
contrataron una colaboración de cuatro a seis artículos al mes, para que no se
muriese de hambre. Pues bien: lo primero que ha hecho Noel en cuanto ha
cambiado la política del Sol es
escribir contra mí, rencorosa y despectivamente, por ser grato a sus nuevos
amos”.
Sin comentarios. Y es que, al final, de una forma o de
otra, y a pesar de nuestros lógicos desengaños, siempre sabemos todo tanto de
los escritores como de las personas; ahora bien, las contingencias que he
citado en el anterior párrafo no han sido óbice para que mi admiración hacia el
personaje aludido en este modesto artículo haya decaído ni siquiera un ápice.
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