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viernes, 6 de marzo de 2020

Me rindo, querido Eugenio


Me rindo, querido Eugenio

Un valioso epígono, totalmente olvidado y ‘masacrado’, de la generación del 98





El otro día, en unos de mis habituales paseos y encuentros con Tomás y Bus, la conversación giró en torno a la figura del noble Eugenio Noel, personaje de sobra conocido por el Tenaz, pero totalmente desconocido por este último bardo. No bien nos despedimos, enfilé eufórico y en solitario los últimos tramos que aún me separaban de mi cripta aérea e irrumpí acalorado en el estudio, después de trepar los cinco pisos de rigor; una vez allí, enganché una fría lata de cerveza de la nevera, le di un sublime lingotazo, y puse en marcha el ordenador. Inicié el Word, con una rabia desaforada, acrecentada por mi habitual tamaña torpeza con el teclado, y en poco más de dos horas, vomité lo siguiente en un documento nuevo; un texto que, después de un sinfín de correcciones, quedó así:
Definitivamente me rindo: no quiero, no puedo, no debo. No me da la gana continuar impasible, pero ¡carajo!: me rindo.
En algunas páginas de mis Tonterías y opiniones de un ciudadano desorientado, entreverado entre muchas tonterías y opiniones, expuse alguna idea –aunque muy someramente y de una forma u otra– sobre la inextinguible lacra nacional del sucedáneo del fútbol; la cual, después del joder y, acordándome al mismo tiempo de lo que tecleé en torno al Trépano de Sinuhé, considero el segundo de los opios más opiáceos del pueblo.
Disculpad, queridos lectores; pero es que mi sanguíneo carácter me impide evitar estas digresiones.
A lo que iba, hace bastantes años el establishment consiguió doblegar al pobre Eugenio Noel por otras actitudes similares. Teórica y prácticamente este genial escritor castizo y suelto, brioso e inteligente, pintoresco y activo, viajero y cronista, nunca cejó en su empeño reformador. A lo largo de su corta existencia vaticinó radicalmente que la mayoría de los males adolecidos por el país de Rinconete y Cortadillo venían, de entre otras causas, de la desmesurada pasión al flamenco y a los toros. Vaya por delante que no estoy totalmente en contra de ambos, porque opino que la censura radicaliza y acrecienta aún más las ya asaz inflamadas pasiones ibéricas. Es más, al fin y al cabo también se dice que la música amansa a las fieras. Pero no; no quiero ser tan categórico como el gallardo, sencillo, noble, sincero, culto y casi siempre famélico Noel, al que anuló, machacó sin contemplaciones el bestial animalismo del arcaico sistema político-caciquil imperante, tanto más vilmente apoyado y bien rebozado en el muladar de su propia ignorancia y reaccionario oscurantismo, cuanto más agravado por la constante presión que siempre han ejercido sobre aquél los tan atávicos como nefastos poderes fácticos. Ahora bien, si la Inquisición hubiera existido en sus tiempos, me temo que las consabidas melenas de este escritor hubieran acabado sin remedio en la hoguera.



 "Yo, niño sin juguetes y sin niñez, vivo esa vida contemplativa y hosca que hace soñadores a los hombres".
 Eugenio Noel

Sin embargo, todos sabemos que esta nación ha dado a la humanidad renombrados genios en todas épocas y disciplinas. Pero..., poneos a pensar, estimados lectores, en lo que el país ibérico sería hoy si todo el tiempo y la vehemencia que se derrochan inútilmente en comentar los técnicos matices de un lance taurino con certero estoque; el peso en arrobas del cornúpeto asesino que segó la vida a Manolete; las sangrientas ganancias de los estatuarios genios del arte de Cúchares, la extensión de sus fincas, colecciones de automóviles, flechazos, amores, bodas y cuernos y cornadas por doquier.
Por otro lado, cambiando de tercio, y de la misma manera, radiando ante los atónitos compañeros de trabajo –antes empezar la jornada laboral, delante de la taquilla– un hábil regateo de un mulato brasileiro que acaba en gol; la acertada o desafortunada gestión arbitral –en este último caso– del hidepu señor de negro, o las multimillonarias –vergonzosas– fichas de las legiones de extranjeros que dan patadas a una estólida bola de cuero rellena de aire comprimido.
Digo, humildemente, que si los dos parámetros anteriores: tiempo y vehemencia, se orientasen hacia la inteligencia, cultura y al trabajo bien hecho –al que casi siempre hay que sumarle la recompensa de un posterior alto valor añadido–: me atrevería a decir sin ningún tipo de balbuceos que hoy seríamos un país en desahogada vanguardia tecnológica, compitiendo de poder a poder con los países punteros en ella. Admito que si bien estas naciones elitistas tampoco han erradicado de manera categórica algunos de sus tabúes, lacras o atavismos, creo que sí que han sabido dosificarlos de forma adecuada, desmitificándolos para bien de sus ciudadanos, y, ante todo, incentivando la ciencia, el estudio, la investigación y el trabajo bien hecho; y premiando adecuadamente a los jóvenes valores, lo que obviamente ha redundado en los altos niveles sociales, tecnológicos e industriales que gozan estas potencias.
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Después de este febril desahogo, vuelvo a nuestro querido autor: uno conocía la admiración que el mismo monstruo Unamuno sintió por Noel, autor de Las siete cucas; sobre todo cuando éste regresaba de sus campañas iberoamericanas e informaba puntual de sus avatares allende del charco. Ahora bien, mira por dónde, en uno de estos calurosos días estivales, ha caído en mis manos un documento de incalculable valor para mí y para todos los que quieran saber, de primera mano, el ambiente político-social que reinaba en los años previos al estallido de una de las más cruentas masacres humanas presenciadas por la humanidad; y, lo que aún es peor, con total anuencia por algunas de las llamadas naciones modernas y democráticas.
Estoy haciendo mención a Diarios de Azaña (1932-1933) “Los cuadernos robados” y me ha sorprendido mucho lo que nos dice su autor acerca de Noel en la entrada del 27 de julio de 1933. Veamos: “Entre los colaboradores del periódico El Sol que ahora cierran contra mí, se cuenta el desventurado Eugenio Noel. No le conozco personalmente. Parece que está en la miseria y muy enfermo. Desde hace más de un año, su mujer acudía al ministerio y a la Presidencia en demanda de socorro, me escribía cartas lastimosas, pintándome la desolación de su casa, y el mismo Noel también me ha escrito, pidiendo para pan y medicinas. Le he socorrido repetidas veces, y por asegurarle algo, le recomendé a Guzmán, para que le publicasen sus artículos en El Sol. Así se hizo, y le contrataron una colaboración de cuatro a seis artículos al mes, para que no se muriese de hambre. Pues bien: lo primero que ha hecho Noel en cuanto ha cambiado la política del Sol es escribir contra mí, rencorosa y despectivamente, por ser grato a sus nuevos amos”.


 
Sin comentarios. Y es que, al final, de una forma o de otra, y a pesar de nuestros lógicos desengaños, siempre sabemos todo tanto de los escritores como de las personas; ahora bien, las contingencias que he citado en el anterior párrafo no han sido óbice para que mi admiración hacia el personaje aludido en este modesto artículo haya decaído ni siquiera un ápice.

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