La gata melosa de Príapo
Para
concluir este relato, Tomás me habló largo y tendido de la avaricia y egoísmo
que aún percibe en algunos compañeros de la misma profesión que él. Se conoce que sólo
trabajan para mantener sus vicios procaces (se les nota que llevan una vulva
dibujada en la frente), y poder pagar las letras del Audi, BMW o Mercedes
adquirido de cuarta mano que usan los días de asueto y vísperas de fiestas,
tras una semana intensa de trabajo, de más de cincuenta horas, para acudir a
ciertas salas de baile de la villa de don Diego, donde todos los gatos son
pardos, y los pinchadiscos ponen música lenta, la cual aprovechan los ligones
para intentar un acercamiento certero a las, unas veces esquivas, pero, otras,
receptivas féminas que, profusamente atildadas, pueblan estos lugares,
exhibiendo sus mejores trapos y abroqueladas tras las hipotéticas, baqueteadas
e infalibles armas de mujer. Ellos se presentan vestidos con el traje que
usaron el día de su boda, y de esta guisa intentarán seducir a una asistenta de
hogar, oficiala de peluquería o, como mucho, a alguna modistilla con delirios
de grandeza –con todos mis respetos más sinceros hacia todas ellas y sus
honorables gremios, ya que todos los trabajos son dignos cuando se hacen con
decencia y honradez–; ahora bien, hago punto y aparte y no pienso en la gran
cantidad de cocotas y aprendizas de bruja que pululan por todos los ambientes
tanto diurnos como noctívagos, las cuales, no bien salen de dichas salas de
fiesta, acompañadas del presunto triunfador y después, fascinadas al subir al
aparente y bruñido coche del eventual donjuán y descargar sus posaderas,
celulíticas, sobre la tapicería raída del auto, sienten una sensación clueca de
triunfo en la vida. Aún más, una vez acomodadas en el buga, esta emoción se les acrecienta y, al momento, ya casi se
notan pletóricas y satisfechas, creyendo que han encontrado el partido de su
vida. Después, fascinadas por las canciones de Dyango o Julio Iglesias que
emanan del manido cede del seductor, casi se les saltan hasta las gomas de las bragas
de emoción, cuando no llevan el tanga o, si lo llevan, éste se les disuelve en
tan generosa grupa; o se les quiebran los aros del sujetador de los domingos,
conjunto libidinoso que siempre aparece cargado de blondas y transparencias.
Tras
la propuesta imperativa del apuesto caballerete, después de la sesión de baile,
ellas se dejan invitar a un cubata en el garito cumbre de la horterada y más
cutre cutredad de la villa: perpetuo asilo de golfos, buscones, proxenetas,
parados y policías vernáculos de asueto, todos ellos de ambos sexos. La
invitación, calculada, del ligón acrecienta el triunfo femíneo de la dama, al
cotejar ésta la liquidez pecuniaria boyante de su maromo eventual. Tras la
ingesta del cuba de ron caribeño, y aún sin saber quién es el seductor o quién
la seducida, o al revés, el caballero, avizorando nuevos horizontes eróticos,
se ofrece a llevarla a su domicilio, oscuro arrabal que casi siempre está
situado en barrios marginales, donde a la luz de la luna, y el auto aparcado de
cualquier manera, debajo del tan mortecino como lechoso reflejo del haz de luz
que proyecta con anémica languidez una farola desvencijada sobre una
gata solitaria en celo, absorta en los sones musicales, empalagosos, que
dimanan del oscuro automóvil; asimismo, están situados muy cerca del portal de
Katy, como le dijo a Perico que la podía llamar en el baile, cuando éste, ya
más empalmado que el mismo Príapo (el hijo de Dionisos y Afrodita), empezaba a
tirar con fruición de sus fornidas caderas intentando arrimar su porra
respondona al pubis ceñido de Catalina, un triángulo sugestivo adivinable a la
perfección, deliciosamente perfilado e iluminado por la luz del flash, raja y
todo, a través del ajustado pantalón de licra.
Se
magrean delante de la gata con una intensidad desaforada y recíproca permuta de
litros de saliva por espacio de media hora, mientras la minina del fanal
permanece inamovible maullando a la cara oculta de la luna, acaso intuyendo el
furor de los nuevos amadores. Antes del comienzo del combate, la princesa
le ha dicho que tiene la regla; que empieza dentro de unas horas el turno de
mañana, y que aún tiene el uniforme sin planchar. Al menos ha sido sincera.
Tras un brevísimo alto el fuego; si bien, ya con el precioso sujetador
desabrochado, ¡qué habilidad la de Perico!, le comenta que lleva dos años
separada, y que sus dos hijos varones, de ocho y diez años, viven con el cabrón de su ex, y que ella se afana en
la limpieza del museo en forma de lata de
conservas abierta a golpes de martillo y cincel, situado en la ribera de la
cloaca navegable; le añade que se lleva bien con todas sus compañeras, que la
nómina, aunque no muy abultada, le llega puntual, y que no se puede quejar, que
es un trabajo como otro cualquiera, y más dado los difíciles tiempos que corren.
Y eso que parecía la reina de la disco, o al menos una princesa en toda regla,
a medio camino entre las treinta y cuarenta primaveras, más cerca de estas
últimas. Pero, así y todo, ambos van preparando el soberbio polvo que ya
avizoran el próximo fin de semana, tras el obligatorio intercambio del número
de sus mancuentros (teléfonos móviles).
Lo
más seguro, el soldador, por poner un oficio al presunto donjuán del sábado y
domingo anterior, al ya que le hemos asignado un nombre, percibirá entre semana
las vibraciones del celular (siempre lo lleva, oculto, en modo de silencio), al
lado del palpitar acompasado de las sístoles y las diástoles de su corazón,
mientras, colgado del arnés: sujetando la pinza portaelectrodos con la diestra;
escondiendo el rostro tras la vieja pantalla personal, la que porta de obra en
obra, a la que ha añadido un trozo de badana del mandil a modo de barbuquejo; y
aferrando el mecanotubo del andamio con la siniestra, suelda, a treinta metros
de altura, la enrevesada estructura imprimada de pintura bermeja de una planta
química. El donjuán no hace caso de la llamada y termina de quemar la varilla revestida, de cuatro
milímetros de diámetro: el áspero electrodo básico que está fundiendo en esos
momentos puntuales, arisco y pegajoso a pesar de su precalentamiento en el
termo portátil, del que nunca se separa Perico, ya que lo bueno del caso es que
se trata de un profesional excelente, homologado en varios materiales y
procesos de soldadura. A continuación, con total serenidad, una vez agotado el macarrón, larga al vacío la colilla
metálica candente del portaelectrodos; pero ésta tropieza con una de las vigas
H de 400 por 400 m/m de la estructura, desciende rebotando de hierro en hierro,
de tubo en tubo, de tanque en tanque, y va a caer al lado del by pass de 8 pulgadas que prefabricó
Avelino, en acero inoxidable y, que, en aquellos momentos, él mismo montaba,
junto con la enmarañada serie de válvulas de compuerta, sus juntas metálicas,
filtros y otros accesorios, tirando de llaves de estrella como loco, ayudado
por Álvaro, su joven peón especialista. Avelino es calderero, de los buenos;
está contratado por fin de obra, como el soldador que nos ocupa, pero en estos
momentos hace de tubero; eso sí, da más cantidad y calidad que algunos de los
engreídos tuberos de salón fijos que
prestan servicio en su misma empresa.
Perico,
tras haberse desprendido de la gruesa manopla de la mano derecha, para sondear
con la mano desnuda a través de los acartonados cueros del mandil y despegar el
gastado velcro de la chaqueta de badana, tira que emite un rasgado quejido,
como lastimándose por su desprecintado inoportuno, alcanza por fin la larga
cremallera del buzo, se la baja hasta la altura del plexo solar, y extrae de
forma subrepticia y con muchas dificultades el pequeño Motorola del bolso
abotonado de su camisa azul de mahón. Éste lee en la pantalla del telefonino: Katy llamando, y contesta
con aplomo a la limpiadora que, en este momento, no puede atenderla, ya que se
haya reunido a puerta cerrada con el consejo de administración de la empresa;
ahora bien, le reitera que no se preocupe que la llamara en breve, no bien
acabe la sesión, para hablarle de la cena a la que piensa invitarla...
¡Pobrecita!,
si supiera que este fichaje, en
teoría seguro de sí en su espléndido empleo o ficticia profesión, según piensa
ella, casi se está jugando la vida en esos instantes para hacer frente a las
indefectibles letras del aparente auto que tanto la impactó, a la esclava
hipoteca, al colegio de sus dos vástagos y a la inminente lavadora que le ha
demandado su parienta, ya que la vieja Lavaplux acababa de cascar, tras
veinte años de lavar buzos, gayumbos, otras exquisiteces y, acaso, las
lechugas, como hacía la escritora, glamourosa y culta, que ¿casó o pegó el más
sonado braguetazo con un banquero facineroso? Perico tiene que sumar ahora a
toda esta obligatoria parafernalia el gasto añadido de la tan presunta como
romántica cena del viernes, las copas posteriores y los preservativos,
obligatorios, del week end erótico que se le avecina.
Lo
que no se imagina la ávida menestrala que limpia el museo de titanio, firme
candidata a entretenida aleatoria del ejecutivo en cuestión, es que este
vivales se trata de un espécimen fidedigno, trasunto idéntico de su ex marido,
e idéntico comportamiento que este último. La mayoría de las veces el ligón de
fin de semana está casado. Se trata del hortera típico, de corto alcance, de
los domingos, que pudiera ser que estuviese en el paro. En este caso sabemos
que lleva un mes trabajando. Perico, en las vísperas de los días de asueto,
aparece encorbatado, e incluso en ellos mismos, pululando con cierto aplomo por
todos los lugares de copas y ambiente, previa visita a un bazar de todo a cien,
donde siempre se surte de corbatas, una a la semana; y cuantas más adquiere,
más se da cuenta de que no envidia ni al ecuánime Carrascal, que las colecciona
por centenas.
Perico,
por cumplir, en los días de fiesta, después de comer, e incluso aún inmerso en
el sopor de la sobremesa, hace unas cucamonas fingidas a su abnegada y fiel parienta, la cual ya hace mucho tiempo
que sospecha de las idas y venidas eróticas de su marido, porque el colorete y
el carmín depositado en los cuellos de las camisas le delataban cuando ella,
apenada, las introducía con resignación cristiana en la abultada barriga de la
vieja lavadora automática. Pero, aún así, se muestra contenta, ya que, mediada
la semana, su Perico, a trancas y barrancas, nada más que llegó a casa y se
aseó, los dos fueron a comprar la soñada lavadora de mil revoluciones, la
Posch: la que más anuncian en la caja que cada día es más tonta; y es que se
trata de una genial máquina germana a la que sólo le falta hablar y planchar la
ropa. O, lo que es lo mismo: un moderno artefacto que él pagó a tocateja, tirando
de tarjeta de crédito.
Pues
bien, cuando le llega el momento de la escapada a Perico, éste le dice a su cari –que también se muestra acicalada
con sus mejores galas y el conjunto interior negro, libidinoso, de los
domingos, incluso con medias de redecilla y ligeros, dispuesta a echar una
larga siesta al lado de su marido, no
bien los dos devoradores arrapiezos que ella concibió, se zampasen el
monumental pastel de manzana y se fueran al cine, tremendamente excitados y
seducidos por los dinosaurios del vivo Spielberg– que se marcha un momento a
poner gasolina al coche, y así ya lo tiene listo para el lunes, o que baja al
bar de Pepe, situado en la esquina de su mismo portal, a comprar una cajetilla
de tabaco o un castizo Farias de A Coruña, y no vuelve hasta las tantas,
oliendo a leña de otro hogar.
¿Patético, verdáusté!
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