El haiga de Tales de Mileto
¡Qué torpes éramos
para las matemáticas!
No nos entraban ni con gritos ni con palos,
además de algún que otro repentino e inesperado pestorejazo, toñeja, soplamocos
o todo a la vez. Agresiones adornadas con plétora por toda clase de lindezas
verbales, administradas sin más ni más preámbulos, de forma tan iracunda como
incontrolada por el atrabiliario don Blas, de cuyo genio dice Tomás que no se
quiere acordar porque –me matiza, basculando el cuello y entornando los párpados–
a veces rayaba en la histeria. Éste era un erudito pedagogo de mediana edad,
fundador de la academia El Abra, en plena década de los años setenta, al
cincuenta por ciento con don Apolonio, un maestro leonés inmigrante. Padecía
una intensa miopía, tara que le obligaba a portar de forma perenne unas gafas
de concha provistas de cristales de culo
de vaso. Asistía a la clase
científica de los nuevos bachilleres con impuntualidad reiterada, a pesar
de venir siempre apresurado de otro centro de enseñanza, unas escuelas nacionales
antiguas situadas en Las Viñas, barrio ancestral del pueblo, donde además de
impartir la enseñanza pública a los escolares, ejercía las funciones inherentes
al cargo de director. Llegaba a la academia a última hora de la tarde, lo que
no era obstáculo para que lo hiciese bien ataviado: forrado por trajes de buen
género y mejor corte, prevaleciendo los tonos azul marino; caminaba calzado
invariablemente con botines sonoros, percibidos con diafanidad después, cuando enfadado
con algún alumno torpe taconeaba rabioso e impotente sobre el terrazo. Además,
exhibía una zapatería muy bien
atendida, como podíamos ver de forma cotidiana los discípulos, alelados al
comprobar su lustre impecable y rutilante. Cuando un día indeterminado, por
alguna u otra circunstancia, Tales de
Mileto no asistía a impartir su animada y displicente lección: esta negligencia eventual resultaba un motivo
de alegría eufórica para la mayor parte de los alumnos, atemorizados, que siempre
le esperábamos jugando al fútbol. Las chicas, cogidas del brazo, daban vueltas
y más vueltas a la manzana, recreándose con sus cuchicheos femeninos reticentes
y un sinnúmero de miradas furtivas dirigidas a los futuros ases del balón, al pasar
una y otra vez a nuestro lado.
Al principio los pichichis comenzábamos despreocupados las evoluciones con la pelota;
pero, a lo largo de las casi dos horas de estar en la calle dando patadas a la
bola de cuero, no bien iba transcurriendo el tiempo de espera, cada vez nos
poníamos más tensos, habida cuenta de la alarma que suscitaba la fortuita
llegada de Tales, acrecentada de
manera especial por el pánico inmenso que le rendíamos, de manera especial los
menos despiertos en clase. Así que unos lanzábamos largas tandas de penaltis,
usando a guisa de portería la persiana oxidada de una lonja empleada como
almacén de materiales de construcción, que sonaba con estrépito cuando el
portero de turno encajaba un gol, y, de forma automática era relevado de sus
funciones por el siguiente aspirante; otros más arteros protagonizaban pases hábiles.
Los torpes de clase, y por lógica más temerosos de la aparición del matemático,
mirábamos de vez en cuando –con celo miedoso entre jugada y jugada, para regocijo
satisfactorio y malicioso de los pitagorines–
hacia la esquina habitual por donde siempre surgía con ademanes apresurados el
atildado educador. Chaflán fatídico que controlábamos compulsivamente los
mozalbetes más negados –como Tomás y uno mismo–, a los que no nos entraban de
forma alguna los tremendos jeroglíficos y juegos malabares aritméticos: guarismos
árabes peliagudos garabateados por don Blas con un énfasis rozagante e intenso,
apretando con furia la greda sobre la pizarra, que a veces emitía silbidos agudos
provocados por su roce frenético, como quejándose del maltrato infligido, dada
la vehemencia exagerada dispensada por el pedagogo; o, dicho de otra manera, unos
lamentos cadenciosos que nos daban dentera a los alumnos y aun nos hacían
rechinar los dientes. Es más, estos trazos nerviosos de cifras y letras se nos hicieron
aún más ininteligibles cuando empezamos el abordaje de la farragosa Álgebra y
los números negativos, siempre con aquella reiterativa cantinela: del más por más y el menos por menos.
Acto seguido, más difícil todavía, como en el circo, pasaríamos
a la Trigonometría y sus complicadas tablas angulares, relacionadas
intrínsecamente con las seis funciones, seis, señores: Senos, Cosenos,
Tangentes, Cotangentes, Secantes y Cosecantes.
En cierta ocasión estábamos muy atentos en plena clase
de Trigonometría, durante una de las lecciones apasionadas dispensadas por Tales, cuando en dicha sesión irrumpió en
el aula Chivirita, don Apolonio. Muy
circunspecto quería comunicarnos a los alumnos las quejas recibidas por parte
de la presumida administradora de La Tijera de Oro, una sastrería moderna ubicada
un poco más adelante de donde estaba la academia. Por delante de dicho
establecimiento pasábamos los alumnos, excitados, a diario cuando al término de
las clases nos dirigíamos a nuestros domicilios: bien sería en busca de las
calientes alubias del mediodía o por contra a la tarde, pensando ya en la cena.
Y es que a las horas que llegábamos algunas veces, no nos quedaba más remedio
que omitir la suculenta merienda; empero, a pesar de todo, siempre lo hacíamos
comentando casi a grito pelado los problemas difíciles y otras cuestiones
relacionados con las asignaturas.
Pues bien, a lo que iba: esta vez el cicatero pedagogo
leonés no apagó ninguna lámpara fluorescente al entrar en la clase, puesto que sabía
que en su interior estaba su colega erudito, cegato y humeante impartiendo la
peliaguda trigo. Con su permiso nos
largó el siguiente speech:
–Escuchadme con atención unos minutos, por favor –nos
extrañamos al oírle empezar la charla de esa manera, ya que éste nunca nos
suplicaba–: Ha venido a verme a primera hora de la mañana doña Gertrudis,
responsable de la sastrería de al lado, espetándome muy alterada lo siguiente:
“A ver ¡qué puñetas! os enseñamos a los escandalosos alumnos de este centro,
porque, según ella, os pasáis todo el día de cháchara metiéndoos sin ninguna consideración
con sus senos y los cosenos de las mozas empleadas en su
negocio y encima tratáis de catetos a
Petronio, el encargado, y a Raulín, mozo de los recados”. Y lo que aún es peor:
me ha reiterado muy nerviosa que insultáis a las modistas con descaro atrevido llamándolas
a todas horas hipotenusas;
criticándoles a diario el trabajo que realizan con mucho mimo y todo el rato
amargándolas con la perenne cantinela: “De que si cosemos..., que si no cosemos porque con tanta gente no somos nada inteligentes
ya que la mayoría de la veces nos mostramos tan cortantes como secantes y
que dada la gran variedad de complementos,
suplementos, tablas y medidas deberíamos
de tomar partido, ser más consecuentes
y tricotar con la maestría de antes, en vez de salirnos
por la tangente y no hacer caso a las
demandas de la gente”.
No bien terminó de recitar el particular compendio de Trigonometría, toda la
clase se quedó perpleja por unos segundos, no sabiendo cómo reaccionar. Tales, al no poder contener el ataque de
risa incipiente, las gafas se le salieron disparadas, atragantándosele al
unísono el humo en la garganta y empezando a toser de forma estentórea ante la explosión
subsiguiente de los estudiantes: “Ja”, empezó Callejo; “ja, ja” Núnez; “ja, ja,
ja, ja” Mielgo; “ja, ja, ja, ja, ja, ja” Gómez..., hasta que todos los alumnos
estallamos en un paroxismo de carcajadas altisonantes, haciendo que todos los
profesores que en esos momentos impartían diferentes disciplinas en otras aulas
pasasen a ver lo que sucedía dentro de cátedra tan estrambótica, donde aún temblaban
de risa hasta las paredes, gozando tanto o más Chiviritero con su acertado número que Tales y sus acólitos, los futuros matemáticos...
Con el paso del tiempo Tales adquirió uno de los grandes coches
de aquellos años (el mejor que haiga): un haiga, como decíamos
admirados los pitagorines adolescentes, pero quizá futuros matemáticos. Se trataba de un Seat–124 D Especial. Un automóvil precioso
de color azul cielo, sin ninguna duda a juego con alguno de los excelentes
trajes que gastaba el profe. La compra de este carro flamante venía a corroborar, demostrándonos con ello a los
atónitos alumnos la prosperidad formidable derivada de explicar la ecuación de
segundo grado a fuerza de exabruptos, pellizcos, dolorosos capones y resonantes
cachetes. Métodos didácticos que eran aplicados con tenaz contundencia y
pragmática patente de corso por los educadores, exquisitos, al estar auto investidos
de aquel principio endémico radicado con fuerza en los hábitos de enseñanza atávicos
del ruedo ibérico: “La letra con sangre entra”. En este caso destinados a las
matemáticas, cada vez más enmarañadas para la mayoría de los alumnos, y que
apenas le servían con Tomás, a pesar del despliegue diario del más pertinaz,
completo y didáctico abanico de medios contundentes de convicción puestos en
práctica durante las disquisiciones, inacabables y apasionadas, sobre los
quebrados, el sistema métrico decimal, la regla de tres compuesta, Álgebra y Trigonometría...
Además, estas disciplinas, imprescindibles en clase, eran complementadas a su
vez por los deberes obligatorios realizados
en los odiosos cuadernos de Rubio, repletos de problemas farragosos, que los adolescentes
más torpes tratábamos de resolver de manera inútil en casa. Se trataba de unos jeroglíficos tan difíciles que a los
mancebos menos espabilados no nos quedaba otro recurso que copiárselos
subrepticiamente a los más pitagorines
o testarudos superempollones. A veces los desmañados plagiarios éramos
descubiertos, con lo cual el pitote que se preparaba después en clase era de padre y señor mío y, en consecuencia,
los castigos ejemplares. Este pedagogo era un fumador de tabaco negro, empedernido
y compulsivo, a lo largo de las últimas clases vespertinas, nocturnas en
invierno: cátedras tan intensas como
altisonantes. Asimismo, se mostraba tan distinguido como apasionado; pero
también culpable de la adición precoz a fumar de algunos de sus alumnos. Entonces
se mercaban tres Celtas cortos sin filtro por una peseta, y un cigarrillo rubio
americano costaba dos rubias.
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