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miércoles, 18 de marzo de 2020

La sufrida estilográfica del Viejo


La sufrida estilográfica del Viejo


Nada más arribar y atracar en Marsella, contaba Manolo, otro de los marineros, los tripulantes enrolados en el moderno rolonrolof “Castillo del Serantes”, construido en 1980 en astilleros de Cádiz, desde el Viejo, cartagenero, hasta el joven marmitón de Erandio, ya no dejaban de pensar en las sofisticadas cuadrillas de estibadores sindicados de guante blanco, que siempre ponían innumerables pegas a los oficiales ante cualquier imprevisto que surgía durante las tareas de descarga, y por cualquier motivo baladí: una pequeña nubecilla de polvo sin determinar su origen y composición en la bodega; un olor característico de determinadas cargas de pellejos en bruto, sin curtir, provenientes de puertos africanos, e incluso por la patética presencia de alguna rata solitaria, abotargada e inerme caminando despistada por los entresijos de la bodega central.
Una vez que los descargadores lograban paralizar totalmente la estiba o desestiba, los cabecillas de aquéllos echaban a correr a la sede de su agrupación obrera en busca de su atildado representante sindical. Éste, trajeado exquisitamente, nada más que subía a bordo volaba al despacho del capitán, portando su elegante portafolio de piel de cocodrilo, con el fin de parlamentar y lograr rápidamente un acuerdo ventajoso para él y sus asustados trabajadores. Dicho dandy permanecía inflexible en su terca negociación, sentado frente al capitán, sin dejar de realizar ajustes continuos al nudo de su corbata de seda italiana y acariciar la abultada tripa de aligator, depositada con indolencia pretendida sobre sus muslos, revestidos de tela de Armani, en presencia del veterano representante marítimo de la compañía que, a su vez, ejercía de intérprete.
El distinguido enlace resolvía rápidamente la reivindicación astuta de sus colegas, los estibadores. Bajo la mirada circunspecta y vencida del agente, no le había quedado más remedio al Viejo que tirar de estilográfica, la cual parecía como que se le quejaba al rasgar los guarismos abultados: repletos de ceros, dando unos sustos portentosos no sólo al escribiente de fortuna, que en todo momento se mostraba conspicuo y tembloroso, sino también al manido talonario. Pero la gestión laboral no terminaba con la firma y entrega del cheque, no; continuaba con el reparto imperativo de cartones innumerables de tabaco y botellas de excelente güisqui escocés por doquier, a favor del presunto modelo de pasarela. Para dicho fin, el sindicalista, mundano, una vez que, tan satisfecho como meticuloso, había guardado el talón dentro de su pretencioso billetero de dragón de Borneo, llamaba por el walky a dos o tres de sus secuaces, que permanecían apiñados haciendo corrillo en el muelle, fuma que te fuma, los cuales, no bien irrumpían en la cámara del capitán, arramblaban sin escrúpulos con la mercancía sustanciosa que previamente había sido suministrada por Rogelio, uno de los camareros de a bordo, el cual, asimismo, porteó por orden del capitán desde el sello, departamento que durante los interminables minutos que duraba la negociación se hallaba abierto de par en par para solventar así las diferencias, casi insalvables, inventadas a priori por los descargadores más ladinos. Esta cuestión les daba una idea a los marinos hispanos de la mezquindad de dichos trabajadores; y es que, éstos, sin más preámbulos, satisfechos por la entrega del botín tan sustancioso, reiniciaban las faenas haciendo caso omiso de las contingencias anteriores, e incluso laborando con más brío. De esta manera, finalizaban las tareas antes de lo previsto, lo que en parte ponía de buen humor al Viejo, tras la agonía anterior con el talonario; aquél, tras la azarosa estiba, sólo pensaba en avisar a los prácticos del puerto para zarpar de inmediato, perdiendo para siempre de vista a los muy señoritos, eso sí, pero qué duda cabe, cicateros estibadores.


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