La sufrida estilográfica del Viejo
Nada más arribar y atracar en
Marsella, contaba Manolo, otro de los marineros, los tripulantes enrolados en
el moderno rolonrolof “Castillo del
Serantes”, construido en 1980 en astilleros de Cádiz, desde el Viejo,
cartagenero, hasta el joven marmitón de Erandio, ya no dejaban de pensar en las
sofisticadas cuadrillas de
estibadores sindicados de guante blanco, que siempre ponían innumerables pegas
a los oficiales ante cualquier imprevisto que surgía durante las tareas de
descarga, y por cualquier motivo baladí: una pequeña nubecilla de polvo sin
determinar su origen y composición en la bodega; un olor característico de
determinadas cargas de pellejos en bruto, sin curtir, provenientes de puertos
africanos, e incluso por la patética presencia de alguna rata solitaria,
abotargada e inerme caminando despistada por los entresijos de la bodega
central.
Una vez que los descargadores
lograban paralizar totalmente la estiba o desestiba, los cabecillas de aquéllos
echaban a correr a la sede de su agrupación obrera en busca de su atildado
representante sindical. Éste, trajeado exquisitamente, nada más que subía a
bordo volaba al despacho del capitán,
portando su elegante portafolio de piel de cocodrilo, con el fin de parlamentar
y lograr rápidamente un acuerdo ventajoso para él y sus asustados trabajadores. Dicho dandy
permanecía inflexible en su terca negociación, sentado frente al capitán, sin
dejar de realizar ajustes continuos al nudo de su corbata de seda italiana y
acariciar la abultada tripa de aligator, depositada con indolencia pretendida
sobre sus muslos, revestidos de tela de Armani, en presencia del veterano
representante marítimo de la compañía que, a su vez, ejercía de intérprete.
El distinguido enlace resolvía
rápidamente la reivindicación astuta de sus colegas, los estibadores. Bajo la
mirada circunspecta y vencida del agente, no le había quedado más remedio al
Viejo que tirar de estilográfica, la cual parecía como que se le quejaba al
rasgar los guarismos abultados: repletos de ceros, dando unos sustos
portentosos no sólo al escribiente de fortuna, que en todo momento se mostraba
conspicuo y tembloroso, sino también al manido talonario. Pero la gestión
laboral no terminaba con la firma y entrega del cheque, no; continuaba con el
reparto imperativo de cartones innumerables de tabaco y botellas de excelente
güisqui escocés por doquier, a favor del presunto modelo de pasarela. Para
dicho fin, el sindicalista, mundano, una vez que, tan satisfecho como meticuloso,
había guardado el talón dentro de su pretencioso billetero de dragón de Borneo,
llamaba por el walky a dos o tres de
sus secuaces, que permanecían
apiñados haciendo corrillo en el muelle, fuma que te fuma, los cuales, no bien
irrumpían en la cámara del capitán, arramblaban sin escrúpulos con la mercancía
sustanciosa que previamente había sido suministrada por Rogelio, uno de los
camareros de a bordo, el cual, asimismo, porteó por orden del capitán desde el
sello, departamento que durante los interminables minutos que duraba la
negociación se hallaba abierto de par en par para solventar así las
diferencias, casi insalvables,
inventadas a priori por los descargadores
más ladinos. Esta cuestión les daba una idea a los marinos hispanos de la
mezquindad de dichos trabajadores; y es que, éstos, sin más preámbulos,
satisfechos por la entrega del botín tan sustancioso, reiniciaban las faenas
haciendo caso omiso de las contingencias anteriores, e incluso laborando con
más brío. De esta manera, finalizaban las tareas antes de lo previsto, lo que
en parte ponía de buen humor al Viejo, tras la agonía anterior con el
talonario; aquél, tras la azarosa estiba, sólo pensaba en avisar a los
prácticos del puerto para zarpar de inmediato, perdiendo para siempre de vista
a los muy señoritos, eso sí, pero qué duda cabe, cicateros estibadores.
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