Mi querida y verdadera Vizcaya
Millones de toneladas de hierro produjeron a los lobos el oro por
millones, y mientras los empresarios mineros se enriquecían, los pueblos
mineros eran cada vez más pobres. La verdad está esperando al historiador que
revele a quiénes debe Bilbao su desarrollo y riqueza. Y entonces habrá que
derribar muchas estatuas de próceres “padres de la provincia” y colocar en su
lugar la de cualquier mártir del hierro.
GUÍA SECRETA DE VIZCAYA, Ramiro Pinilla
I
Si hoy Vizcaya
es una provincia con peso propio en cualquier aspecto socio-económico y en
diversos parámetros de comparación con las de otras comunidades –de lo que
tengo muchas y enormes dudas–, se lo debe exclusivamente al derroche de fuerza espectacular
en el trabajo cotidiano común y conjunto de todas sus abnegadas y laboriosas
gentes a lo largo de varias generaciones. Especialmente a todos los obreros,
inmigrantes y no inmigrantes, por su entrega denodada como profesionales y trabajadores
en general; mas de forma muy específica a los que dejándose la piel a diario,
sujetos a la tiranía implacable de la nómina, con mucho sufrimiento y entrega,
ya sería en la minería, industria siderúrgica, metal, construcción, talleres,
astilleros... hicieron posible el –a
priori– sueño dorado o utópico milagro industrial burgués. Resulta una deuda
impagable para todas las sacrificadas legiones de oficiales y especialistas de
un sinnúmero de ocupaciones clasificadas en diferentes ramas, agrupadas por gremios
y oficios según la amplia demanda de la floreciente industria; que, en primer
lugar, lograron sacar adelante a sus familias, a veces numerosas, y
simultáneamente contribuyeron a lograr ese esplendor
industrial del que tanto se ha hablado dentro y fuera de nuestras fronteras.
Siempre fue protagonista del auge fabril la Margen Izquierda del Nervión, con su perenne cielo metalúrgico y
ese concierto de ruidos
inconfundibles que siempre han diferenciado al mundo del trabajo de otras
disciplinas u órdenes; pero, sobre todo, se lo adeuda al tesón férreo de una
raza de hombres que, provistos de la calidad y temple de “nuestros” mejores
aceros: dieron la vida por ello a lo largo de su tan sacrificada como aguerrida
vida activa.
Esta Vizcaya
siempre será para mí la auténtica, la que siempre me impidió mirar
desapasionadamente hacia Neguri, con su inherente oligarquía albergada
en palacios soberbios; sus grandes despilfarros económicos; sus magníficas
fiestas; aquellos bacanales diarios regados con cajas y cajas de champán
francés y galones y galones de güisqui escocés, en los cuales se servían
cientos de arrobas de salmón ahumado y sin ahumar, y caviar a espuertas: todas
estas exquisiteces de estraperlo o de matute, a precios astronómicos. Se
trataba de unos saraos multitudinarios que eran celebrados cotidianamente por
unas gentes arribistas, enfundadas en los mejores modelos de alta costura
–realizados por modistos insuperables a partir de excelentes telas–,
profusamente realzados con complementos valiosos de las mejores firmas y americanas
impecables del mejor tweed adquiridas
en sus frecuentes viajes a la húmeda y lluviosa city londinense, en la pérfida
Albión. Aquella “elite” no era otro colectivo más
que una camarilla opulenta que no tenía otras ocupaciones –además de las
ya dichas– que jugar al tenis, golf, petanca, bridge, tresillo, y organizar frecuentes regatas en el Abra a bordo
de balandros engalanados bellamente, en los que florecían, tremolando al final
de sus largos mástiles, los gallardetes triangulares, multicolores, del Real Sporting Club y del Club Marítimo del Abra. Dichas embarcaciones, de precios europeos y de
encargo, siempre fueron construidas por los mejores artesanos navales
vernáculos y extranjeros, y aparecían muy bien mantenidas y conservadas excelentemente
bajo el brillo rutilante de sus latones y barnices. Las competiciones se
disputaban barloventeando en el interior de la entrañable minibahía –a veces
con la presencia prestigiosa y mayestática del monarca borbónico y su consorte–
durante los bellísimos crepúsculos estivales; eran presenciadas por todos los
clanes desde los muelles o también a bordo de decenas embarcaciones o,
cómodamente, desde la terraza de la conocida casa flotante, sede del Sporting
Club, pero de forma especial por las piñas femeninas, formadas por criaturas ingenuas
de rostros seráficos, eso sí, ataviadas bellamente para la preceptiva y
posterior entrega de trofeos a las esforzadas
tripulaciones ganadoras, y sin más continuar la jornada, tan estulta como feliz,
con la cena, pantagruélica y exquisita, realizada por algún reconocido maitre galo. Siempre se trataba de unos banquetes
espectaculares presididos por condes y duquesas, marqueses y condesas, duques y
marquesas..., rematando la velada sedentaria con un gran baile de gala hasta la
madrugada del día siguiente. Dichas escenas glamourosas se tornaban del más
puro estilo belle èpoque, especialmente las multicolores
evoluciones náuticas, que eran observadas preferentemente desde las terrazas y
miradores del Club Marítimo –de forma alternativa, con potentes prismáticos–
por caballeros, damas y señoritas, elegantes, en constante algarabía
refocilante, pues eran disfrutadas y vividas con fruición desmedida por los
familiares y amigos de los tripulantes desde el cálido interior de los
alfombrados y lujosos salones de este club, su sede social más representativa durante
el siempre corto estío del norte.
<<La contemplación, curiosa y animada, de estas contiendas
náuticas guardaba, de facto, reminiscencias remotas con los cuadros
representativos, animados, de aquellas reinas, princesas y cortesanas, hostiles
–rivales de amores entre sí– que, durante el transcurso de los animados torneos
medioevales, entregaban los pañuelos perfumados de seda a sus encelados y
galanes caballeros, para que éstos se batiesen con fiereza denodada sobre el
palenque y así demostrasen meros ideales de fuerza y destreza: supercotizados
“valores” que eran derrochados sin mesura por estos hábiles jinetes para único
entretenimiento y regocijo áulico>>.
II
No he podido evitar la divagación anterior mientras,
evanescente, pensaba en cómo continuar el relato. Ésta era la misma Vizcaya totalmente en manos de los
ya poseedores –muy hábiles especuladores– de títulos nobiliarios minero-metalúrgicos
que les había concedido Alfonso XIII como premio a los favores que estos
“tiburones” prestaron a la corona. O lo que es lo mismo, una deferencia real a
toda una oligarquía fatua que nació –tras la abolición de los Fueros, después de la segunda
Carlistada– a base de la explotación sin tasa de unos recursos minerales fecundos
y muy cuantiosos, los cuales posibilitaron todo el posterior esplendor industrial. Estos nuevos ricos
trataron sin miramientos a toda la masa de inmigrantes que acudieron en busca
de un “Eldorado” doméstico, por el que muchos entregarán su vida junto con
todas sus ilusiones de un futuro mejor para los suyos. Algunos afortunados lo
consiguieron. En aquellos primeros decenios de auge minero, la inmensa mayoría
de aquellas huestes de trabajadores tuvieron una vida triste de esclavos con sueldos
míseros, administrados por los mismos capataces, que a su vez eran dueños o
regentadores de las sórdidas cantinas, donde, por medio de los vales a cuenta
de los jornales devengados tras cuarenta o cincuenta días de trabajos inhumanos,
les proporcionaban los artículos de primera necesidad: tasajo atrasado, poca
legumbre, y sobre todo mucho vino y tabaco; pero, claro, a precios abusivos,
fuera de toda lógica. Me estoy refiriendo a las fértiles cuencas de La Arboleda, Ortuella, Gallarta
y todo el entorno minero de los montes ferruginosos de Triano, ásperos, lugares esteparios en los cuales entonces
nacieron y cuajaron las primeras ideas y sentimientos socialistas de la
provincia, amparados en un idearium
cargado de justas razones obreras. Estas legiones de jornaleros fueron
lideradas por el barbudo y curtido socialista toledano Facundo Perezagua. Con
sus reivindicaciones posteriores, estos titanes –tan testarudos como
montaraces– lograrían algunas mejores condiciones de trabajo junto a otras de
diversa índole y consideración social.
Al escribir –o mejor dicho teclear torpemente– estos
últimos párrafos me viene a la memoria, con mucho cariño y respeto, la
imponente figura del Dr. Enrique Areilza, que tanto hizo por los mineros: ya
sería controlando agudos brotes epidémicos; componiendo huesos fracturados;
amputando miembros brutalmente seccionados; trepanando cráneos machacados a
causa de las proyecciones incontroladas de mineral, desprendimientos y controladas voladuras, que propiciaban accidentes
continuos, o dando apoyo moral a toda esta oleada de inmigrantes que,
trabajando de sol a sol, iban dejándose la vida –prácticamente a cambio de
nada–, además de no percibir la más mínima esperanza de un futuro mejor, en un panorama
lóbrego tanto más insalubre y promiscuo cuanto lleno de miseria y privaciones.
Mí más profunda admiración y respeto para este
esforzado doctor que, a pesar de sus orígenes y siendo descendiente de una
clase social acomodada, pudo haber hecho una carrera impresionante –de hecho la
hizo– con sus grandes conocimientos médicos adquiridos y acrecentados en los
continuos viajes realizados: una sabiduría ingente que fue cimentada en las
cátedras de las mejores universidades europeas, donde siempre acudió en busca
de tecnología clínica y conocimientos quirúrgicos para aplicarlos de inmediato
en los hospitales mineros de Triano,
de los que fue su director más eximio.
Eran tiempos de plena euforia mercantil.
Todos aquellos clanes cicateros de explotadores feroces,
representados a pie de mina por sus capataces más latigueros, junto a la voracidad
desmesurada de las rancias y burguesas sagas familiares –tan codiciosas como
sus insaciables colectivos– estaban totalmente inmersos en la muy fiebre del
oro, acuciante y voraz, de principios del siglo XX.
Pero, no; renunció a toda la pompa y boato de esta plebe
mezquina: una burguesía tan satisfecha como estulta –cuya única cultura y
humanismo se remitían a la adoración codiciosa y muy venerable de los guarismos
rasgados, que con escrupuloso celo, anotaban jornada a jornada en sus dos
libros favoritos, Mayor y Diario–
para decantarse desde muy joven, nada más terminar sus brillantes estudios
médicos, por toda esa legión vasta de “desarrapados” entrañables. Todas aquellas
decenas de particulares cuadrillas de barrenadores expertos y braceros fornidos
fueron el germen más genuino y único: el que, tras la cotidiana lucha, muy dura,
con las menas fértiles del mineral férrico, facilitó la instalación sucesiva de
toda la futura industria siderometalúrgica y sus derivados, dando forma a activos
astilleros, a infinidad de talleres y navieras, ramas tan acreditadas para
Vizcaya, dentro y fuera de nuestras fronteras. El frenesí
industrial subsiguiente y pujante, que paulatinamente se fue estableciendo en
esta provincia tan castigada, que en sus orígenes exclusivamente mineros
guardaba reminiscencias o lejanos parecidos con la explotación minera mítica del
Far West americano, en plena ley del Colt –o mejor con la de la vernácula,
carpetovetónica navaja albaceteña, como decían los vagos señoritos antimaquetos–,
fue forjado y logrado –a pesar de que los mejores yacimientos estuvieron de
forma perenne en manos de hábiles contratistas ingleses, franceses o belgas–
solamente por el montante económico impresionante que aportaron las extracciones
convulsivas y febriles de millones de toneladas de mineral de hierro: es decir,
el capital arrancado por los brazos de los mineros a base de poco alimento (no
quiero ser melodramático, aunque lo parezca), mucho sudor y continuos ríos de
sangre y lágrimas.
Durante la
primera gran guerra europea se vivió un tirón industrial impresionante, dentro
del intervalo de neutralidad, muy afortunado y en consecuencia fructuoso, gozado
por el Ruedo Ibérico. Fue un período especialmente fructífero para nuestro país
y nuestra ferruginosa provincia; pero muy sangriento para las potencias
europeas en liza. En él se amasaron unos caudales astronómicos en toda la
neutral nación ibérica, mas sobre todo en esta provincia “afortunada”, y que fueron
facilitados por el conflicto bélico de la vieja Europa y derivados de la exportación
masiva del acero; todo ello sumado al auge de fletes, continuo e imparabl,e servidos
por navieras de grímpolas bilbaínas –en permanente riesgo, al estar sus
abarrotados buques tenazmente acechados por modernos submarinos alemanes–,
transportando miles de toneladas de alimentos y otros productos de necesidad vital
para las desgraciadas potencias contrincantes.
Ulteriormente, durante la dictadura de Primo de
Rivera, periodo transitorio que fue dedicado con fruición a las grandes obras
públicas, muchos espabilados contratistas se hicieron multimillonarios; mas para
dejar después ‘pufos’ tremendos a los bisoños ministerios de la 2ª Republica.
Sólo unos pocos años más tarde, una vez que terminó nuestra cruenta e incivil
batalla se volverá a ver una actividad industrial incesante en la Margen Izquierda del Nervión; pero
ahora dentro de un régimen nuevo donde reinaba la autarquía absorbente chauvinista,
por ser un país totalmente aislado del conjunto de las naciones modernas, y
sufrir sus humillados pobladores una de las dictaduras más recalcitrantes y
pegajosas de toda la triste historia de la humanidad. Entonces había que
afrontar inmediatamente la repoblación y reconstrucción, tan urgente como necesaria,
de un país arrasado por la Gran Cruzada
Católica: Nuestra Muy Cruenta Fratricida Guerra.
A veces me pregunto lo que sería hoy Vizcaya si esos tremendos caudales
se hubieran sabido administrar correctamente para asegurar un futuro digno y seguro
a una comunidad de gente laboriosa, en vez de edificar tantas mansiones y
monumentales palacetes de estilos eclécticos o anglosajones, revestidos
interiormente por maderas lujosas y exóticas de importación, algunos con
decoración interior Art Decó. Fueron
construidos por arquitectos prestigiosos bajo pedido de los nuevos ricos, con
una soberbia y pretenciosidad tan absolutas como absurdas, amén de un desprecio
absoluto e innegable de éstos hacia la clase trabajadora, irrefutable fuente de
ese statu quo, y no especulando
libremente y sin ningún tipo de escrúpulos con esa ubérrima riqueza, muchas
veces para fines más que dudosos en no se sabe qué lejanos países. Nunca se
preocupó esta oligarquía pudiente de invertir todo lo que habría sido necesario
en tecnología de última hora, mejorando continuamente los métodos industriales,
que indudablemente habrían revertido en una elaboración buena y competitiva,
con el aporte constante de un alto valor añadido. Solamente lo hicieron cuando
vieron las orejas al lobo; eso sí, siempre actuaron de forma traumática e
insocial para los trabajadores, dándose cuenta demasiado tarde. Entonces en
Europa ya se habían hecho las reconversiones industriales pertinentes. Qué
burguesía tan megalómana, conservadora y explotadora –me atrevería a decir que,
asimismo, totalmente retrógrada y reaccionaria–; siempre aliada con el poder
político, ácido y represivo, representado por los facciosos y tolerante con el
enorme y brutal despilfarro de recursos humanos: medios insustituibles con los
que sin duda alguna, si se hubieran organizado de forma simultánea a la masiva
entrada de capitales, dentro de una planificación social y financiera adecuadas,
podrían haberse destinado a actividades diferentes –fácilmente adivinables–, ya
que el mismo y cotidiano devenir industrial nos las venía augurando.
III
No quiero ponerme
a pensar en todos los trabajadores que pagaron con su vida en la gran cantidad
de accidentes laborales de aquellas épocas. Entonces no se escatimaban medios
para hacer todas las horas extraordinarias –aún en la actualidad, donde el
sector servicios ha desplazado con creces al de la industria, se realizan
millones (imprescindibles ayer y hoy)– con el fin de poder hacer frente a la repleta
cartera de pedidos en la minería, industria química, siderurgia, construcción
naval y en todo tipo de industrias que florecieron a lo largo de las muy
castigadas márgenes del Nervión.
De muy joven,
cuando escuchaba las noticias o leía algún periódico editado en aquellas épocas
delirantes, notaba un sentimiento escalofriante toda vez que un desgraciado menestral entregaba su vida
en un accidente laboral; esta pérdida lamentable no era obstáculo, ante la total
indiferencia de sus patronos –que encima trataban de ocultar a la opinión
pública la falta de medios de seguridad e higiene en el trabajo–, para seguir
produciendo a toda costa y en esas condiciones funestas. Por desgracia, aún en
los tiempos actuales se siguen contemplando muchas veces las mismas situaciones
de aquellos años, a pesar de las mejoras inherentes experimentadas en todos los
campos, tanto en el aspecto laboral como en el social. A mí me duele mucho que
todo el proyecto de vida de un joven de 28 años quede truncado al caerse de un
andamio cuando participaba en las labores de construcción de un moderno y
voluminoso buque LNG en uno de los astilleros de más prestigio –el único grande
que queda en la ría–, ahora con otro nombre. Me aflige sobremanera esta escena,
que se repite, a pesar de tanta tecnología novedosa y sus –a veces inútiles– adelantos
subsiguientes:
“¿Qué es lo que
falla?”
“¿Será sólo el
aspecto humano?”
“¿O tal vez ese frenesí
industrial provinciano que aquí siempre fue el pan de hoy, pero el hambre de
mañana?”
IV
Por todo lo relatado en estos sencillos párrafos, desde
mi punto de vista, personal y muy humilde, cuando paseo o me desplazo en coche
por alguna de las márgenes de esta ría increíble, que ya forma parte de un paisaje
entrañable lleno de recuerdos y ruinas industriales, me invade un gran
sentimiento de vacío interior; pero no sabría decir si de nostalgia, de
melancolía o simplemente de pura tristeza. Y es que me pongo a pensar de forma
automática en todos los pioneros, mártires de la minería o de la industria, en
los arrantxales... y en todas las personas
sacrificadas que, en épocas diferentes, contribuyeron con su energía titánica a
pensar y forjar una Vizcaya
mejor con el fruto de sus trabajos esforzados. Está claro que dejando a un lado
intransigencias, fanatismos y todo tipo de ideologías conflictivas..., a la larga
perjudiciales para todos; pero especialmente para los intereses más preclaros de
todos estos gremios y comunidades de gentes laboriosas, cuyos fines estuvieron
y siguen estando basados no sólo en ideales de supervivencia humanos y muy
nobles, sino también en un bienestar congénito para ellos y sus necesitadas
familias.
Ahora que, por desgracia, en estos tiempos compulsivos
y estresados que vivimos, lo hacemos en una comunidad revuelta que
indefectiblemente camina –y, además, muy rápidamente– hacia el enfrentamiento y
la fractura social subsiguientes, por cuenta de la toma ambigua de posiciones
sociales y políticas del partido que intenta gobernar en esta pequeña parcela
del Ruedo Ibérico –su principal ente facilitador– a lo que es preciso sumarle los
planteamientos, tan demagogos como egoístas, de caciques multimillonarios al
mando de escasas empresas punteras financiadas por el gobierno autóctono (es
decir por los contribuyentes): altivos y legos personajillos; o también los
mismos argumentos de los altos funcionarios autonómicos que se sólo mueven
montados en coche blindado oficial, con cuatro guardaespaldas, profesor de
eusquera particular y nóminas vergonzosamente astronómicas; y cómo no vamos a
adicionar a todo lo anterior las ambiciones sin tasa de reyezuelos y
politicastros de otros partidos con parcelas amplias de mando. Todos ellos
defienden, además, causas añadidas, tanto en cuanto que éstas siempre giran en
torno a sus cínicos intereses, cuyos únicos motivos están fundamentados en la búsqueda
pertinaz de un intento de conquista de poder continuo y desmesurado. Para ello,
con el fin conseguirlo, no dudan nunca en reptar aun por alcantarillas nauseabundas
infestadas de ratas con bubas (en política todo vale, según ellos y sus queridas
insaciables, además de sus memas mantenidas o entretenidas). Inexorablemente, y
a medio plazo, todos seremos testigos del inminente crack cívico que se avecina, presenciándolo en primerísima línea.
Llegado a este punto, sólo me queda manifestar que, tanto la peor lacra de
todas las lacras, como unos y otros atildados
representantes del pueblo, someramente descritos en párrafos anteriores,
son los grandes culpables de la gran ruina histórica, cultural, económica y moral
de Vizcaya.
Unamuno expresó en una ocasión: “¡Me duele España!” Ahora digo: Me duele la Margen Izquierda, me duelen todos sus
pueblos y villas, me duele Bilbao,
me duele Vizcaya –Bizkaia como decimos ahora–; pero
procuro no derramar ni una sola lágrima, aunque a veces me las trague de puro
sentimiento de rabia e impotencia ante la triste realidad de los
acontecimientos porque, quiera o no, a pesar de todo, lo más importante es la
existencia: trayectoria vital que, además de endurecernos curtiéndonos constantemente,
se va a encargar de poner el punto final a todas estas escenas para dar paso a
futuras generaciones. Espero que estas jóvenes progenies no cometan los mismos
errores que las actuales, si bien la historia y la vida siempre me demostraron
lo contrario.
A pesar de todo lo dicho no dejo de tener una puerta
abierta a la esperanza, porque sin duda es el único fin que nos motiva a los
humanos. A esta perspectiva simplemente hay que sumarle el amor inalterable que
le tengo a la Margen Izquierda del Nervión
y a todos sus pueblos; a su increíble ría, a pesar de que Maura le llamara
cloaca navegable; a Bilbao. Esta
villa, materialmente clavada en un bocho, fue la gran ciudad de mi infancia y de
mis devaneos adolescentes por sus animados barrios altos, a la que respeto sus
iconos y tradiciones; pero nunca me casé,
ni me he casado, ni me casaré con la estulticia, arrogancia,
clasismo y doble moral “católica” de su rancia burguesía, siempre tan distante
del pueblo menestral, o de ese otro –pueblo también– que subsistía en promiscuidad
absoluta en chabolas de hoja de lata aun peores que las favelas brasileiras
de Río. Siempre se trató de una clase social opulenta y muy satisfecha que se
mantuvo, a perpetuidad, enormemente alejada de los problemas infinitos de las
clases más desfavorecidas, mostrándose tan conservadora como reaccionaria, tan
oronda en sus pisos de lujo en plena villa o en sus pretenciosas mansiones y
casas de veraneo situadas a escasos quince kilómetros de la Plaza de Moyúa. Una
mesocracia totalmente varada en el tiempo y atascada entre las páginas más manidas
de sus dos únicos libros de cabecera (Mayor
y Diario). Y, sobre todo, por el cariño desmesurado que profeso a este
verde, bucólico y ex industrial País
Vasco que me vio crecer y forjar, tanto como trabajador en una dura
profesión –siendo testigo en primera línea de algunas escenas, muy similares a
las relatadas en alguno de estos sencillos párrafos– cuanto persona, en la dura
disciplina de la Vida.
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