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martes, 10 de marzo de 2020

Mi querida y verdadera Vizcaya

Mi querida y verdadera Vizcaya


Millones de toneladas de hierro produjeron a los lobos el oro por millones, y mientras los empresarios mineros se enriquecían, los pueblos mineros eran cada vez más pobres. La verdad está esperando al historiador que revele a quiénes debe Bilbao su desarrollo y riqueza. Y entonces habrá que derribar muchas estatuas de próceres “padres de la provincia” y colocar en su lugar la de cualquier mártir del hierro.

GUÍA SECRETA DE VIZCAYA, Ramiro Pinilla

I


Si hoy Vizcaya es una provincia con peso propio en cualquier aspecto socio-económico y en diversos parámetros de comparación con las de otras comunidades –de lo que tengo muchas y enormes dudas–, se lo debe exclusivamente al derroche de fuerza espectacular en el trabajo cotidiano común y conjunto de todas sus abnegadas y laboriosas gentes a lo largo de varias generaciones. Especialmente a todos los obreros, inmigrantes y no inmigrantes, por su entrega denodada como profesionales y trabajadores en general; mas de forma muy específica a los que dejándose la piel a diario, sujetos a la tiranía implacable de la nómina, con mucho sufrimiento y entrega, ya sería en la minería, industria siderúrgica, metal, construcción, talleres, astilleros... hicieron posible el –a priori– sueño dorado o utópico milagro industrial burgués. Resulta una deuda impagable para todas las sacrificadas legiones de oficiales y especialistas de un sinnúmero de ocupaciones clasificadas en diferentes ramas, agrupadas por gremios y oficios según la amplia demanda de la floreciente industria; que, en primer lugar, lograron sacar adelante a sus familias, a veces numerosas, y simultáneamente contribuyeron a lograr ese esplendor industrial del que tanto se ha hablado dentro y fuera de nuestras fronteras. Siempre fue protagonista del auge fabril la Margen Izquierda del Nervión, con su perenne cielo metalúrgico y ese concierto de ruidos inconfundibles que siempre han diferenciado al mundo del trabajo de otras disciplinas u órdenes; pero, sobre todo, se lo adeuda al tesón férreo de una raza de hombres que, provistos de la calidad y temple de “nuestros” mejores aceros: dieron la vida por ello a lo largo de su tan sacrificada como aguerrida vida activa.
Esta Vizcaya siempre será para mí la auténtica, la que siempre me impidió mirar desapasionadamente hacia Neguri, con su inherente oligarquía albergada en palacios soberbios; sus grandes despilfarros económicos; sus magníficas fiestas; aquellos bacanales diarios regados con cajas y cajas de champán francés y galones y galones de güisqui escocés, en los cuales se servían cientos de arrobas de salmón ahumado y sin ahumar, y caviar a espuertas: todas estas exquisiteces de estraperlo o de matute, a precios astronómicos. Se trataba de unos saraos multitudinarios que eran celebrados cotidianamente por unas gentes arribistas, enfundadas en los mejores modelos de alta costura –realizados por modistos insuperables a partir de excelentes telas–, profusamente realzados con complementos valiosos de las mejores firmas y americanas impecables del mejor tweed adquiridas en sus frecuentes viajes a la húmeda y lluviosa city londinense, en la pérfida Albión. Aquella “elite” no era otro colectivo más que una camarilla opulenta que no tenía otras ocupaciones –además de las ya dichas– que jugar al tenis, golf, petanca, bridge, tresillo, y organizar frecuentes regatas en el Abra a bordo de balandros engalanados bellamente, en los que florecían, tremolando al final de sus largos mástiles, los gallardetes triangulares, multicolores, del Real Sporting Club y del Club Marítimo del Abra. Dichas embarcaciones, de precios europeos y de encargo, siempre fueron construidas por los mejores artesanos navales vernáculos y extranjeros, y aparecían muy bien mantenidas y conservadas excelentemente bajo el brillo rutilante de sus latones y barnices. Las competiciones se disputaban barloventeando en el interior de la entrañable minibahía –a veces con la presencia prestigiosa y mayestática del monarca borbónico y su consorte– durante los bellísimos crepúsculos estivales; eran presenciadas por todos los clanes desde los muelles o también a bordo de decenas embarcaciones o, cómodamente, desde la terraza de la conocida casa flotante, sede del Sporting Club, pero de forma especial por las piñas femeninas, formadas por criaturas ingenuas de rostros seráficos, eso sí, ataviadas bellamente para la preceptiva y posterior entrega de trofeos a las esforzadas tripulaciones ganadoras, y sin más continuar la jornada, tan estulta como feliz, con la cena, pantagruélica y exquisita, realizada por algún reconocido maitre galo. Siempre se trataba de unos banquetes espectaculares presididos por condes y duquesas, marqueses y condesas, duques y marquesas..., rematando la velada sedentaria con un gran baile de gala hasta la madrugada del día siguiente. Dichas escenas glamourosas se tornaban del más puro estilo belle èpoque, especialmente las multicolores evoluciones náuticas, que eran observadas preferentemente desde las terrazas y miradores del Club Marítimo –de forma alternativa, con potentes prismáticos– por caballeros, damas y señoritas, elegantes, en constante algarabía refocilante, pues eran disfrutadas y vividas con fruición desmedida por los familiares y amigos de los tripulantes desde el cálido interior de los alfombrados y lujosos salones de este club, su sede social más representativa durante el siempre corto estío del norte.

<<La contemplación, curiosa y animada, de estas contiendas náuticas guardaba, de facto, reminiscencias remotas con los cuadros representativos, animados, de aquellas reinas, princesas y cortesanas, hostiles –rivales de amores entre sí– que, durante el transcurso de los animados torneos medioevales, entregaban los pañuelos perfumados de seda a sus encelados y galanes caballeros, para que éstos se batiesen con fiereza denodada sobre el palenque y así demostrasen meros ideales de fuerza y destreza: supercotizados “valores” que eran derrochados sin mesura por estos hábiles jinetes para único entretenimiento y regocijo áulico>>.

II


No he podido evitar la divagación anterior mientras, evanescente, pensaba en cómo continuar el relato. Ésta era la misma Vizcaya totalmente en manos de los ya poseedores –muy hábiles especuladores– de títulos nobiliarios minero-metalúrgicos que les había concedido Alfonso XIII como premio a los favores que estos “tiburones” prestaron a la corona. O lo que es lo mismo, una deferencia real a toda una oligarquía fatua que nació –tras la abolición de los Fueros, después de la segunda Carlistada– a base de la explotación sin tasa de unos recursos minerales fecundos y muy cuantiosos, los cuales posibilitaron todo el posterior esplendor industrial. Estos nuevos ricos trataron sin miramientos a toda la masa de inmigrantes que acudieron en busca de un “Eldorado” doméstico, por el que muchos entregarán su vida junto con todas sus ilusiones de un futuro mejor para los suyos. Algunos afortunados lo consiguieron. En aquellos primeros decenios de auge minero, la inmensa mayoría de aquellas huestes de trabajadores tuvieron una vida triste de esclavos con sueldos míseros, administrados por los mismos capataces, que a su vez eran dueños o regentadores de las sórdidas cantinas, donde, por medio de los vales a cuenta de los jornales devengados tras cuarenta o cincuenta días de trabajos inhumanos, les proporcionaban los artículos de primera necesidad: tasajo atrasado, poca legumbre, y sobre todo mucho vino y tabaco; pero, claro, a precios abusivos, fuera de toda lógica. Me estoy refiriendo a las fértiles cuencas de La Arboleda, Ortuella, Gallarta y todo el entorno minero de los montes ferruginosos de Triano, ásperos, lugares esteparios en los cuales entonces nacieron y cuajaron las primeras ideas y sentimientos socialistas de la provincia, amparados en un idearium cargado de justas razones obreras. Estas legiones de jornaleros fueron lideradas por el barbudo y curtido socialista toledano Facundo Perezagua. Con sus reivindicaciones posteriores, estos titanes –tan testarudos como montaraces– lograrían algunas mejores condiciones de trabajo junto a otras de diversa índole y consideración social.

Al escribir –o mejor dicho teclear torpemente– estos últimos párrafos me viene a la memoria, con mucho cariño y respeto, la imponente figura del Dr. Enrique Areilza, que tanto hizo por los mineros: ya sería controlando agudos brotes epidémicos; componiendo huesos fracturados; amputando miembros brutalmente seccionados; trepanando cráneos machacados a causa de las proyecciones incontroladas de mineral, desprendimientos y controladas voladuras, que propiciaban accidentes continuos, o dando apoyo moral a toda esta oleada de inmigrantes que, trabajando de sol a sol, iban dejándose la vida –prácticamente a cambio de nada–, además de no percibir la más mínima esperanza de un futuro mejor, en un panorama lóbrego tanto más insalubre y promiscuo cuanto lleno de miseria y privaciones.
Mí más profunda admiración y respeto para este esforzado doctor que, a pesar de sus orígenes y siendo descendiente de una clase social acomodada, pudo haber hecho una carrera impresionante –de hecho la hizo– con sus grandes conocimientos médicos adquiridos y acrecentados en los continuos viajes realizados: una sabiduría ingente que fue cimentada en las cátedras de las mejores universidades europeas, donde siempre acudió en busca de tecnología clínica y conocimientos quirúrgicos para aplicarlos de inmediato en los hospitales mineros de Triano, de los que fue su director más eximio.

Eran tiempos de plena euforia mercantil.
Todos aquellos clanes cicateros de explotadores feroces, representados a pie de mina por sus capataces más latigueros, junto a la voracidad desmesurada de las rancias y burguesas sagas familiares –tan codiciosas como sus insaciables colectivos– estaban totalmente inmersos en la muy fiebre del oro, acuciante y voraz, de principios del siglo XX.

Pero, no; renunció a toda la pompa y boato de esta plebe mezquina: una burguesía tan satisfecha como estulta –cuya única cultura y humanismo se remitían a la adoración codiciosa y muy venerable de los guarismos rasgados, que con escrupuloso celo, anotaban jornada a jornada en sus dos libros favoritos, Mayor y Diario– para decantarse desde muy joven, nada más terminar sus brillantes estudios médicos, por toda esa legión vasta de “desarrapados” entrañables. Todas aquellas decenas de particulares cuadrillas de barrenadores expertos y braceros fornidos fueron el germen más genuino y único: el que, tras la cotidiana lucha, muy dura, con las menas fértiles del mineral férrico, facilitó la instalación sucesiva de toda la futura industria siderometalúrgica y sus derivados, dando forma a activos astilleros, a infinidad de talleres y navieras, ramas tan acreditadas para Vizcaya, dentro y fuera de nuestras fronteras. El frenesí industrial subsiguiente y pujante, que paulatinamente se fue estableciendo en esta provincia tan castigada, que en sus orígenes exclusivamente mineros guardaba reminiscencias o lejanos parecidos con la explotación minera mítica del Far West americano, en plena ley del Colt –o mejor con la de la vernácula, carpetovetónica navaja albaceteña, como decían los vagos señoritos antimaquetos–, fue forjado y logrado –a pesar de que los mejores yacimientos estuvieron de forma perenne en manos de hábiles contratistas ingleses, franceses o belgas– solamente por el montante económico impresionante que aportaron las extracciones convulsivas y febriles de millones de toneladas de mineral de hierro: es decir, el capital arrancado por los brazos de los mineros a base de poco alimento (no quiero ser melodramático, aunque lo parezca), mucho sudor y continuos ríos de sangre y lágrimas.
Durante la primera gran guerra europea se vivió un tirón industrial impresionante, dentro del intervalo de neutralidad, muy afortunado y en consecuencia fructuoso, gozado por el Ruedo Ibérico. Fue un período especialmente fructífero para nuestro país y nuestra ferruginosa provincia; pero muy sangriento para las potencias europeas en liza. En él se amasaron unos caudales astronómicos en toda la neutral nación ibérica, mas sobre todo en esta provincia “afortunada”, y que fueron facilitados por el conflicto bélico de la vieja Europa y derivados de la exportación masiva del acero; todo ello sumado al auge de fletes, continuo e imparabl,e servidos por navieras de grímpolas bilbaínas –en permanente riesgo, al estar sus abarrotados buques tenazmente acechados por modernos submarinos alemanes–, transportando miles de toneladas de alimentos y otros productos de necesidad vital para las desgraciadas potencias contrincantes.
Ulteriormente, durante la dictadura de Primo de Rivera, periodo transitorio que fue dedicado con fruición a las grandes obras públicas, muchos espabilados contratistas se hicieron multimillonarios; mas para dejar después ‘pufos’ tremendos a los bisoños ministerios de la 2ª Republica. Sólo unos pocos años más tarde, una vez que terminó nuestra cruenta e incivil batalla se volverá a ver una actividad industrial incesante en la Margen Izquierda del Nervión; pero ahora dentro de un régimen nuevo donde reinaba la autarquía absorbente chauvinista, por ser un país totalmente aislado del conjunto de las naciones modernas, y sufrir sus humillados pobladores una de las dictaduras más recalcitrantes y pegajosas de toda la triste historia de la humanidad. Entonces había que afrontar inmediatamente la repoblación y reconstrucción, tan urgente como necesaria, de un país arrasado por la Gran Cruzada Católica: Nuestra Muy Cruenta Fratricida Guerra.

A veces me pregunto lo que sería hoy Vizcaya si esos tremendos caudales se hubieran sabido administrar correctamente para asegurar un futuro digno y seguro a una comunidad de gente laboriosa, en vez de edificar tantas mansiones y monumentales palacetes de estilos eclécticos o anglosajones, revestidos interiormente por maderas lujosas y exóticas de importación, algunos con decoración interior Art Decó. Fueron construidos por arquitectos prestigiosos bajo pedido de los nuevos ricos, con una soberbia y pretenciosidad tan absolutas como absurdas, amén de un desprecio absoluto e innegable de éstos hacia la clase trabajadora, irrefutable fuente de ese statu quo, y no especulando libremente y sin ningún tipo de escrúpulos con esa ubérrima riqueza, muchas veces para fines más que dudosos en no se sabe qué lejanos países. Nunca se preocupó esta oligarquía pudiente de invertir todo lo que habría sido necesario en tecnología de última hora, mejorando continuamente los métodos industriales, que indudablemente habrían revertido en una elaboración buena y competitiva, con el aporte constante de un alto valor añadido. Solamente lo hicieron cuando vieron las orejas al lobo; eso sí, siempre actuaron de forma traumática e insocial para los trabajadores, dándose cuenta demasiado tarde. Entonces en Europa ya se habían hecho las reconversiones industriales pertinentes. Qué burguesía tan megalómana, conservadora y explotadora –me atrevería a decir que, asimismo, totalmente retrógrada y reaccionaria–; siempre aliada con el poder político, ácido y represivo, representado por los facciosos y tolerante con el enorme y brutal despilfarro de recursos humanos: medios insustituibles con los que sin duda alguna, si se hubieran organizado de forma simultánea a la masiva entrada de capitales, dentro de una planificación social y financiera adecuadas, podrían haberse destinado a actividades diferentes –fácilmente adivinables–, ya que el mismo y cotidiano devenir industrial nos las venía augurando.

III

No quiero ponerme a pensar en todos los trabajadores que pagaron con su vida en la gran cantidad de accidentes laborales de aquellas épocas. Entonces no se escatimaban medios para hacer todas las horas extraordinarias –aún en la actualidad, donde el sector servicios ha desplazado con creces al de la industria, se realizan millones (imprescindibles ayer y hoy)– con el fin de poder hacer frente a la repleta cartera de pedidos en la minería, industria química, siderurgia, construcción naval y en todo tipo de industrias que florecieron a lo largo de las muy castigadas márgenes del Nervión.
De muy joven, cuando escuchaba las noticias o leía algún periódico editado en aquellas épocas delirantes, notaba un sentimiento escalofriante toda vez que un desgraciado menestral entregaba su vida en un accidente laboral; esta pérdida lamentable no era obstáculo, ante la total indiferencia de sus patronos –que encima trataban de ocultar a la opinión pública la falta de medios de seguridad e higiene en el trabajo–, para seguir produciendo a toda costa y en esas condiciones funestas. Por desgracia, aún en los tiempos actuales se siguen contemplando muchas veces las mismas situaciones de aquellos años, a pesar de las mejoras inherentes experimentadas en todos los campos, tanto en el aspecto laboral como en el social. A mí me duele mucho que todo el proyecto de vida de un joven de 28 años quede truncado al caerse de un andamio cuando participaba en las labores de construcción de un moderno y voluminoso buque LNG en uno de los astilleros de más prestigio –el único grande que queda en la ría–, ahora con otro nombre. Me aflige sobremanera esta escena, que se repite, a pesar de tanta tecnología novedosa y sus –a veces inútiles– adelantos subsiguientes:
“¿Qué es lo que falla?”
“¿Será sólo el aspecto humano?”
“¿O tal vez ese frenesí industrial provinciano que aquí siempre fue el pan de hoy, pero el hambre de mañana?”

IV


Por todo lo relatado en estos sencillos párrafos, desde mi punto de vista, personal y muy humilde, cuando paseo o me desplazo en coche por alguna de las márgenes de esta ría increíble, que ya forma parte de un paisaje entrañable lleno de recuerdos y ruinas industriales, me invade un gran sentimiento de vacío interior; pero no sabría decir si de nostalgia, de melancolía o simplemente de pura tristeza. Y es que me pongo a pensar de forma automática en todos los pioneros, mártires de la minería o de la industria, en los arrantxales... y en todas las personas sacrificadas que, en épocas diferentes, contribuyeron con su energía titánica a pensar y forjar una Vizcaya mejor con el fruto de sus trabajos esforzados. Está claro que dejando a un lado intransigencias, fanatismos y todo tipo de ideologías conflictivas..., a la larga perjudiciales para todos; pero especialmente para los intereses más preclaros de todos estos gremios y comunidades de gentes laboriosas, cuyos fines estuvieron y siguen estando basados no sólo en ideales de supervivencia humanos y muy nobles, sino también en un bienestar congénito para ellos y sus necesitadas familias.
Ahora que, por desgracia, en estos tiempos compulsivos y estresados que vivimos, lo hacemos en una comunidad revuelta que indefectiblemente camina –y, además, muy rápidamente– hacia el enfrentamiento y la fractura social subsiguientes, por cuenta de la toma ambigua de posiciones sociales y políticas del partido que intenta gobernar en esta pequeña parcela del Ruedo Ibérico –su principal ente facilitador– a lo que es preciso sumarle los planteamientos, tan demagogos como egoístas, de caciques multimillonarios al mando de escasas empresas punteras financiadas por el gobierno autóctono (es decir por los contribuyentes): altivos y legos personajillos; o también los mismos argumentos de los altos funcionarios autonómicos que se sólo mueven montados en coche blindado oficial, con cuatro guardaespaldas, profesor de eusquera particular y nóminas vergonzosamente astronómicas; y cómo no vamos a adicionar a todo lo anterior las ambiciones sin tasa de reyezuelos y politicastros de otros partidos con parcelas amplias de mando. Todos ellos defienden, además, causas añadidas, tanto en cuanto que éstas siempre giran en torno a sus cínicos intereses, cuyos únicos motivos están fundamentados en la búsqueda pertinaz de un intento de conquista de poder continuo y desmesurado. Para ello, con el fin conseguirlo, no dudan nunca en reptar aun por alcantarillas nauseabundas infestadas de ratas con bubas (en política todo vale, según ellos y sus queridas insaciables, además de sus memas mantenidas o entretenidas). Inexorablemente, y a medio plazo, todos seremos testigos del inminente crack cívico que se avecina, presenciándolo en primerísima línea. Llegado a este punto, sólo me queda manifestar que, tanto la peor lacra de todas las lacras, como unos y otros atildados representantes del pueblo, someramente descritos en párrafos anteriores, son los grandes culpables de la gran ruina histórica, cultural, económica y moral de Vizcaya.
Unamuno expresó en una ocasión: “¡Me duele España!” Ahora digo: Me duele la Margen Izquierda, me duelen todos sus pueblos y villas, me duele Bilbao, me duele VizcayaBizkaia como decimos ahora–; pero procuro no derramar ni una sola lágrima, aunque a veces me las trague de puro sentimiento de rabia e impotencia ante la triste realidad de los acontecimientos porque, quiera o no, a pesar de todo, lo más importante es la existencia: trayectoria vital que, además de endurecernos curtiéndonos constantemente, se va a encargar de poner el punto final a todas estas escenas para dar paso a futuras generaciones. Espero que estas jóvenes progenies no cometan los mismos errores que las actuales, si bien la historia y la vida siempre me demostraron lo contrario.

A pesar de todo lo dicho no dejo de tener una puerta abierta a la esperanza, porque sin duda es el único fin que nos motiva a los humanos. A esta perspectiva simplemente hay que sumarle el amor inalterable que le tengo a la Margen Izquierda del Nervión y a todos sus pueblos; a su increíble ría, a pesar de que Maura le llamara cloaca navegable; a Bilbao. Esta villa, materialmente clavada en un bocho, fue la gran ciudad de mi infancia y de mis devaneos adolescentes por sus animados barrios altos, a la que respeto sus iconos y tradiciones; pero nunca me casé, ni me he casado, ni me casaré con la estulticia, arrogancia, clasismo y doble moral “católica” de su rancia burguesía, siempre tan distante del pueblo menestral, o de ese otro –pueblo también– que subsistía en promiscuidad absoluta en chabolas de hoja de lata aun peores que las favelas brasileiras de Río. Siempre se trató de una clase social opulenta y muy satisfecha que se mantuvo, a perpetuidad, enormemente alejada de los problemas infinitos de las clases más desfavorecidas, mostrándose tan conservadora como reaccionaria, tan oronda en sus pisos de lujo en plena villa o en sus pretenciosas mansiones y casas de veraneo situadas a escasos quince kilómetros de la Plaza de Moyúa. Una mesocracia totalmente varada en el tiempo y atascada entre las páginas más manidas de sus dos únicos libros de cabecera (Mayor y Diario). Y, sobre todo, por el cariño desmesurado que profeso a este verde, bucólico y ex industrial País Vasco que me vio crecer y forjar, tanto como trabajador en una dura profesión –siendo testigo en primera línea de algunas escenas, muy similares a las relatadas en alguno de estos sencillos párrafos– cuanto persona, en la dura disciplina de la Vida.

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