Los caniches de la marquesa
Un día de esta última semana otoñal, cuando Tomás
bajaba a dar su peripatético paseo por el muelle, al descender por la calle del
Ojillo se cruzó con una conocida cara femenina. Tras sostenerse ambos
fugazmente las miradas, se reconocieron; aunque, acaso, no se saludaron por
culpa del tiempo transcurrido, que, con su paso inexorable tiende a diluir los
recuerdos; si bien nunca lo consigue de forma, aun después de que han pasado ya
un número de años considerable desde que dos personas se conocieron; incluso después
de haber tenido una amistad, una relación, o también en el caso de haber
compartido aula, en tempranas edades de formación. Él continuó el paseo con su
languidez habitual, pero sin dejar de hacer trabajar a la memoria a un ritmo
endiablado y, por fin, en un fortuito cruce de neuronas consiguió recordar con
bastante nitidez de quién se trataba, a pesar del efímero y fotográfico cruce
de miradas; era Jone. De inmediato, el cerebro se le puso en alerta –yo diría
que de forma automática– y activó en el acto todas sus áreas sensitivas y
centros receptores con el fin de dar un salto cuantitativo a través del túnel
del tiempo. Ésta fue una de las primeras mujeres que pasaron por su existencia,
no bien abandonó la inocente, pero apacible edad de pavo y comenzó el duro
aprendizaje de la vida a base de pequeños tanteos y continuos escarceos.
Particularmente, en el sutil apartado que corresponde al sexo y en sus
interminables aspectos femeninos, entonces tan desconocidos como interesantes
para él; ahora bien, aún demasiado misteriosos e inextricables. Antes de
conocer a Jone, había tenido una experiencia más o menos larga, y de alguna
manera enriquecedora, con Fabiola, a la que conoció cuando juntos aprendían
mecanografía, dándole a las teclas de las destartaladas máquinas en la
destartalada academia ubicada en La Canilla. Aunque dicho debut o irrupción en el
complicado mundo femenino acabó como el rosario de la aurora, o mejor, casi
haciendo mutis por el foro la susodicha fémina, tras espetarle casi a bocajarro
la explícita frase: “Tomás, con las mujeres es mejor quedar por sinvergüenza
que por tonto”. Dicha extemporánea locución le sumió en un caótico océano de
dudas; mas a pesar de la inmensa mar de fondo y sus fuertes corrientes
submarinas, trató de surcarlo con inaudita decisión en navegaciones que partían
de todos los puntos posibles de la rosa de los vientos, sorteando tormentas,
escollos, pecios y derrelictos según se le acercaban; eso sí, tras profundas
reflexiones.
Tomás estaba pasándolo mal, no había superado aún el
inesperado trago de Fabiola; pero, una vez que rebasó el corto periodo
deliberativo, decidió que tenía que continuar en el empeño y más si pretendía
debutar de una vez por todas en el tan crucial acto del sexo. Me relató que
aquel sábado había quedado con Damy, su inseparable colega de bachillerato,
estudiante aún, y a veces estibador eventual, ya que entonces empollaba
Comercio; aunque si quería tener dinero para sus gastos, no le quedaba más
remedio que bajar asimismo a la puerta
del muelle, donde los dos atildados empleados de la OTP[1]
solicitaban abundante mano de obra cuando la plantilla habitual no podía
atender la desmesurada carga de trabajo.
Aquel día, éste iba a presentarle un amigo: Román, al
que, según comprobaría Tomás, todos conocidos y aun desconocidos apodaban Rollizo. Román era hijo primogénito de
un conocido ingeniero de Portu y a su vez hermano de otros cuatro machos y
cuatro hembras, de las cuales Cristina destacaba por su coqueta belleza, estilo
y altura. Ésta tenía a Ismael, otro colega al que días después conocería Tomás,
loquito por su esqueleto. En aquellos años de la década de los setenta el
afortunado Rollizo estudiaba
medicina, pero nunca consiguió pasar del primer curso; tenía novia desde hacía
un año, se llamaba Estefanía. Dicha fémina residía con sus padres en un pueblo
de la provincia de León, cercano a la capital, donde veraneaba Román con su
numerosa familia; así que si quería verla no le quedaba más remedio que tirar
muy a menudo de rápidos y expresos, convoyes de los que no sólo conocía todos
los horarios y sus variaciones aleatorias, sino también a los maquinistas,
revisores y guardafrenos.
Ese mismo sábado Damy comenzaba una especie de
cursillo de fotografía, que sería impartido por el negado estudiante de anatomía,
ciclo al que también se enganchó Tomás después de que hubo conocido al inquieto
aspirante a galeno, y caerse ambos muy bien.
El curso estaba dividido en tres apartados:
aprendizaje del manejo de la
Werlisa Color del monitor, para ello tirarían todas las fotos
que fuesen necesarias de cara a su completo dominio; revelado de negativos, y
posterior manejo de la ampliadora. Como cuarto oscuro emplearán el pequeño
cuarto de baño ubicado en la misma habitación del consumado fotógrafo. El
importe total del curso ascendía a veinte duros, que, de forma puntual,
abonarán al instructor.
Y, así, tras aceptar las condiciones de Rollizo dieron la primera clase, en la
que no dejaron de pasarse la cámara desde las torpes manos del uno hasta las no
demasiado hábiles del otro, muy atentos a las explicaciones de aquél acerca de
las características más sobresalientes del aparato óptico que iban a usar.
Prestaron mucha atención a sus correctos enfoques, aberturas del diafragma,
velocidades del obturador...
Después de dicha sesión, Damy y Tomás tenían pensado
ir a bailar a Talos y, si les cuadraba, intentar el ligue. Éste último, como ya
he dicho antes estaba un poco afectado por la anterior aventura, ya que en el
fondo, desde que vio a Fabiola, no bien apareció ella en clase de meca, siempre estuvo coladito por sus
huesos.
Hacia las ocho de la tarde, nada más que recibieron
la primera lección teórica de fotografía, se largaron de marcha.
Cuando los dos colegas llegaron a la puerta de la
disco, comprobaron que el ambiente estaba tremendo: abundaban en sus interior
todas las niñas y niños pijos habidos y por haber, tanto de Capi como de la otra margen, ya que
entonces era la boite más de moda. En
el interior, al lado de la barra, los dos exploradores degustaron la
consumición con tranquilidad; no bien agotaron sendos combinados, empezaron el
pertinaz safari en busca de sus
medias naranjas, pero el fértil naranjal cada vez se les mostraba no sólo más
inhóspito sino también más inaccesible. Las féminas se les revelaron esquivas
en su mayoría, distantes. Vuelta que te va, cigarrillo que te viene, ninguna
les dio baile, ni siquiera a lo suelto. Damy, por suerte, se enrolló al final
con la angelical Patricia, una de sus conocidas y, a su vez su amor platónico.
Desde ese momento Tomás se quedó abatido sobremanera; cuando empezó la música
lenta aun fue peor el remedio que la enfermedad, ya que el motorista, al
contemplar huraño tanto a su amigo, pegado como una lapa a su Patri, como a las
decenas de parejas girando acarameladas en la pista, vio acrecentado en gran
escala su triste desamparo. Casi desesperado, se dirigió a grandes zancadas
rumbo a la pista pequeña; allí una moza morena, algo llenita pero de melena y
cara muy agradables, embutida a presión en unos tejanos de etiqueta roja,
complementados con una camisa a juego, permanecía apoyada sobre una columna.
–¿Bailas? –le preguntó Tomás.
Ella le dijo, dirigiéndose a la pista:
–Por qué no.
Sonaba una melosa balada de Chicago, If you leave me now. Nada más salir a la
pista y ponerle los brazos sobre la cintura serrana, ciñendo con fuerza sus
caderas, se dio cuenta de que la exuberante zagala tiraba de lo lindo y no le ponía pegas a ninguna de las torpes
iniciativas que él tomó; así que el nervioso aprendiz de seductor no hizo más
que apretar y apretar.
–¿Cómo te llamas, preciosa? –le interpeló el galán.
–Jone –contestó, lacónica–. ¿Y, tú?
–Tomás –respondió él.
Después la conversación derivó al terreno práctico;
el seductor se olvidó de sus habituales florituras culturales, acicateado por
el expedito final de la anterior experiencia que, como todos sabemos, culminó
con la susodicha sentencia: “Tomás, con las mujeres es mejor...”
Desde luego, enseguida echó de ver que Jone no era el
tipo de mujer que en lo físico le agradase en pleno; pero con ella enseguida
vio posibilidades de debutar de una vez por todas y descubrir las mieles del
sexo, sobre todo porque ella en ningún momento dejó de mostrarse cariñosa.
Tomás, seguro de su aplomo y predominio retórico ante la llenita vaquera,
decidió lanzarse a tumba abierta, casi seguro de su éxito.
La empalmada de aquella tarde
resultó morrocotuda. Es más, cuando terminó el baile la acompañó a su casa; por
el camino, el ex bailarín comprobó que todavía tenía secuelas de tal turgencia,
e, irremediablemente, empezó a sentir el molesto dolor glandular. Dentro del
portal de Jone, y a pesar de la molestias citadas, el lote que se volvieron a
pegar se tornó monumental, y es que la zagala tenía un par de domingas descomunales; ahora bien, él no
tenía prisa por precipitar los acontecimientos, quería hacer las cosas sin
prisa pero sin pausa. Tras la efusiva despedida, quedaron en verse el jueves
siguiente en el interior de la discoteca Samarcanda de Barakaldo, suplicando ella
que por favor no le fallase. Parece ser que le habían dejado plantada en un par
de ocasiones, como después le reveló. Él le dijo que estuviese tranquila y le
esperase dentro de la sala; de esta manera él se ahorraba una entrada, ya que
entonces siempre pagaban los chicos, y el seductor mancebo no andaba muy
sobrado de fondos. Por aquellas fechas había pedido la cuenta en la joyería –como él llamaba al particular
almacén de chatarra y oxicorte donde principió a ganar el pan con el sudor de
su frente– y tenía que administrar los escuetos ahorrillos que le quedaban. Al
poco tiempo empezará a trabajar en montajes, y las economías le cambiarían a
mejor de una forma definitiva; ya que esta primera experiencia le llevó de
inmediato a aprender el difícil oficio de la diosa calderería y, en la práctica,
desde ese momento, no paró de luchar con los hierros hasta que la dura
profesión le pasó factura y le premió
con una seria lesión de discos intervertebrales.
Por fin llegó el ansiado jueves; por la tarde cogió
el autobús para dirigirse a la cita. Ella estaba esperándole dentro de la
disco, al lado del guardarropa, muy guapa, con su mejores galas, a su entera
disposición. Nada más verla y saludarla con un efusivo beso de tornillo y
lengua, se encaminaron hacia una de las mesas situadas en los aledaños de la
pequeña pista de baile superior, en la cual estuvieron muy a gusto,
acaramelados en todo momento, ya que no había un alma por los alrededores.
Tomás pidió un cubata de ron para él y otro de cuarentaitrés para Jone. Entre trago que te va, trago y cigarrillo
que te viene, sin parar ambos de hacer manitas y en permanente magreo, nada más
que empezaron a sonar las lentas baladas de entonces, sacó a la damisela al palenque.
El calentón que se dieron en la pista de baile fue
inmenso: la metió mano por todos los rincones; le soltó el sujetador, macerando
con mimo sus ubérrimos senos; ahora que, el nervioso ligón puso tanto énfasis
en ello que no pudo evitar venirse de una forma contundente. Por ello tuvo que
hacer un esfuerzo con el fin de que la lúbrica fémina no se lo notase. No le
quedó más remedio que dejar de bailar en el acto para encaminarse raudo a los
servicios y asearse de alguna manera. Sobre todo, trató de que la tan regalada
como ubérrima corrida no rebasase los escuetos márgenes de sus estampados
gallumbos. Ella se quedó un poco cortada ante su extemporánea huida, quizá
temiendo la espantada del bailarín. Sólo acertó a decirle que le esperaba en la
mesa. Al volver Tomás del aseo, fumaron un cigarrillo, apuraron los cubatas y
decidieron marchar a casa, puesto que ya eran más de las diez y media.
En el bus, de vuelta a casa, preguntó a la moza si
estudiaba o trabajaba, contestándole esto último; es más, le dijo el sitio: una
peluquería canina situada al final de la calle Las Mercedes, en Las Arenas.
Para que él no tuviera dudas, aun le proporcionó una tarjeta de visita donde
campeaba un soberbio doberman a modo de mascota del establecimiento, bajo las
siglas de Tula (Peluquería canina y tratamientos antiparásitos). Tomás quedó en
hacerle una visita el jueves, aunque ella le dijo que mejor el martes, ya que
esa jornada tenía menos trabajo.
Aquel día la situación quedó así. No obstante,
después de la correspondiente sesión de fotografía del sábado siguiente,
volvieron a verse en Talos; allí, bailando, repitieron el lote del anterior fin
de semana. Después volvió a acompañarla a su casa, y ella, mirándole a los
ojos, imperativa, le recordó la cita del martes. En un momento dado, Tomás
pensó que por fin debutaría; mas para ello, inexcusablemente, habría de comprar
condones, no fuera a ser que, por no disponer de ellos, le volviese a suceder
lo de Fabiola.
Al día siguiente sacó la motito del garaje y se
dirigió a Bilbao, en busca de uno de los cutres dispensarios de Las Cortes,
donde adquirió una docena de preservativos.
Las clases de fotografía continuaban a su ritmo
sabatino. En concreto aquel día les tocaba revelar negativos. Damy ya estaba en
casa de Rollizo cuando llegó Tomás.
Aquél, nada más ver la cara de circunstancias que traía su amigo, le preguntó
por la llenita morena vaquera, a la
que fue presentado por el motorista el anterior sábado, al final de la sesión de baile:
–¿Qué tal te fue con Jone?
Tomás se mostraba abatido, hierático, y no conseguía
concentrarse en las puntuales explicaciones sobre la concentración de los
líquidos de revelado que, con paciencia infinita, les iba desgranando Rollizo. Quizá Damy –habida cuenta de su
sobrada experiencia: pues, cuando sólo contaba con quince años, se lo hacía con
la chacha que prestaba asistencia en su domicilio– le notó demasiado taciturno
en su desánimo; aun así volvió a la carga y le volvió a interpelar:
–¿Por fin has conseguido debutar, o qué?
Tomás, reticente, no arrancaba. Damy sospechaba que,
dado el actual estado emotivo del motorista, algo gordo le había tenido que
suceder. Por fin éste se decidió, respondiéndole:
–Lo tengo claro, me atrevería decir que iluminado,
Damy. Me parece que como siga así tengo para rato con Onán; a veces pienso que
me voy a quedar ciego de tantas palomitas como me casco.
–Pero..., no me habías dicho que el martes pasado te
estrenabas.
–Así lo pensé; sin embargo, creo que de ahora en
adelante voy a dejar de ver todo en forma de preservativo, como cuando
apremiado por el furor uterino de Fabiola, ésta, por culpa de mi renuencia a
tales adminículos, terminó conmigo, dándome rápido pasaporte hacia mis
habituales reinos de Gallolandia;
ahora bien, en este caso, voy a contemplar la mayoría de las cosas troqueladas
en forma de fiero can...
–¡Por los clavos de Cristo!, tú desbarras o qué.
Desde luego, no me extraña que en clase te llamásemos El Tenaz Hablador, porque veo que sigues siendo pura literatura... Venga, hombre,
desembucha de una vez –le apremió sereno el colega, aunque ya algo impaciente.
–... ya que la escena es tan histriónica que me
parece que aún estoy soñándola –comenzó a decir Tomás–. De todas las maneras
intentaré relatárosla, allá voy: Al final me armé de valor, previa compra de
los malditos chubasqueros, y el dichoso
martes pasado me encaminé hacia Las Arenas. Debo decirte, maestro, que caminaba
un poco nervioso; pero decidido, porque sabía que por fin iba a debutar. Pasé
la ría en el bote, con la vista fija en la negra estructura del puente
trasbordador, dejándome acariciar voluptuosamente por la fresca brisa del
norte; nada más desembarcar, dirigí mis pasos en busca de la peluquería canina,
parando en los escaparates de todas las librerías que encontraba a mi paso. Es
más, mirad que tarjeta más chula me dio la moza. No bien llegué a la puerta del
negocio, vi a Jone a través del pequeño escaparate, afanada con dos vivarachos lamecoños albinos. En ese momento me
notaba aún más alterado que al comienzo de la aventura y, abatido, rumiando mi
derrota, no me atreví a entrar; sin más ni más me marché a deambular por el
embarcadero, al lado de mi frustrada comezón, donde contemplé con cierta
hosquedad los mástiles, jarcia y tremolantes gallardetes de los suntuarios
yates. En un arrebato de ira, Damy, me pregunté: “¿Pero cómo puedes ser tan
capullo, tú eres un hombre o qué coño pretendes ser así?” ¡Aaamigos!, éste ha
sido el revulsivo necesario para que me encaminase de nuevo, con remozada
decisión, a la peluquería; en cuanto llegué ya no pude escapar, porque me
adivinó Jone desde el interior y, con una sonrisa de oreja a oreja, me invitó a
entrar. Ella calzaba unos sonoros zuecos muy ergonómicos y se mostraba risueña,
feliz, abroquelada, segura tras su bata blanca, como de médico, con las siglas
del negocio: (TULA), y la cabeza del conocido monstruo de la tarjeta de visita
bordadas con hilatura de tono verde mar sobre el bolsillo superior. En aquellos
momentos estaba afanada bañando a un impresionante pastor alemán. Varios
ejemplares, entre ellos dos vivarachos caniches, un sedado buldog y un
imponente doberman negro con cara de pocos amigos, esperaban su turno amarrados
en la bruñida barra destinada para tal fin. Nada más entrar le dije: “Hola
Jone, qué tal estás... Vaya, vaya, así que éste es tu trabajo. Deben gustarte
mucho estos animalejos, ya que de otro modo deduzco que hay que valer un montón
para desempeñar esta generosa labor”.
“Es un trabajo como otro cualquiera, Tomás; sin embargo, mira por dónde, tú
mismo lo has adivinado: me gustan mucho los animales”, me respondió ella. Tengo
que reconocer, Damy, que el ambiente en el interior del local no era muy
agradable, y más aún por el persistente olor perruno que desprendían los
chuchos cautivos: un pegajoso tufillo que se entreveraba entre las embriagadoras fragancias de los
desinfectantes, champúes antiparásitos y el resto de la abundante parafernalia
empleada para dichos menesteres. Eso sí, ella se mostraba demasiado atractiva.
Tenía la larga melena castaña recogida mediante una cinta elástica morada, con
el fin de que el pelo no entorpeciese su meticulosa labor cuando, agachada
sobre el lavatorio, procedía a enjabonar con mimo a los asombrados e inquietos
canes. Entre la espaciada abotonadura de la bata le adiviné un incitador
conjunto negro de braga y sujetador. Yo notaba muy resabiado al imponente
doberman, de unos sesenta kilos, que no paraba de gruñir; al mismo tiempo que
me miraba con fiera agresividad y no dejaba en paz a su homóloga: una tan más
pacífica cuanto más horrenda buldog hembra. A veces, aquel monstruoso can me
infligía muchos recelos; pero, aun así, desde el momento que observé el
delicioso conjunto de ropa interior que portaba Jone, ya estaba empalmado, mas
bastante nervioso, al imaginar mi incipiente debut. La peluquería estaba
constituida por dos departamentos. En uno de ellos lavaba y enjabonaba a mano a
los canes de forma metódica dentro de una especie de gran bañera, pero sin
hacer mención especial en cuanto a la categoría de sus razas, cruces y
pedigríes; y en el otro los adecentaba y maquillaba.
Para estos postreros fines tenía instalada una gran camilla tipo clínica en
este último cubículo. Mientras ella terminaba con uno de los caniches en el
lavatorio, me acerqué y sin más ni más le metí mano por detrás,
desabroquelándole la bata hasta la cintura y acariciándole el pubis por debajo
de la diminuta braga, notándole ya muy excitada. “Tomás no seas tan impulsivo,
hombre, déjame acabar con esta bestiecilla”, me espetó, Rollizo. Pero, yo qué le voy a dejar terminar: la agarré por
detrás, rodeándole la cintura, y sin dejar de besarla en el cuello fui
llevándomela adonde estaba la camilla; la alcé a pulso, espernancándola sobre
ella y empecé a desabrocharle la bata y el precioso sujetador negro sin
tirantes, libidinosa prenda que, por cierto, me vuelve loco. Esta vez nadie me
preguntó si tenía o no tenía preservativos, como en el caso de la putilla de
Fabiola: única razón por la cual no llegué a debutar con ella, maestro –dijo
Tomás dirigiéndose a Damy–, ¡malditos chubasqueros!; ni sonaba aquella perenne
cantinela en forma de voz en off en
mi interior..., ni por ninguno de los alrededores. Así que cuando la peluquera,
habilidosa, me soltó el cinturón y con sincera admiración me tanteó la minga,
extraje con ansia uno de ellos del bolso trasero de mi inseparable pantalón vaquero
y me lo enfundé presto para entrar por fin a matar. Pero, ¡caramba!, ¡qué puta
casualidad!, chicos, en ese crítico momento sonó el estridente timbre del
negocio. Menos mal que ella, al llevármela hacia la camilla como si fuésemos
dos hermanos siameses marcha atrás en un tándem, se había acordado de trancar
la puerta principal del negocio. Atravesando el cristal del escaparate, ambos
oíamos una meliflua voz que clamaba: “Jone, Jone, Joneeeé, soy yo, abre por
favor”. “¡Cáscaras!: es la marquesa de Gobelas, que vuelve a recoger los dos
caniches que me trajo su doncella por la mañana, y todavía no los he
terminado”, exclamó la interpelada con cara de susto, paralizada. “Tomás, por
favor cierra la puerta cuando yo salga y espérame aquí entretanto abro a la
señora marquesa y le convenzo para que vuelva dentro de media hora...”, me
dijo, añadiendo: “Joer, qué mal: casi me da más de propina que lo que vale el
trabajo en sí”. No me quedó más remedio que aguardarla dentro del cuchitril,
donde en todo momento traté de mantener de cualquier manera la esplendorosa;
pero, aun así, cercenada erección, sin dejar de contemplar atontado el
infatigable ozonizador, mientras escuchaba a través de la puerta las puntuales
excusas que aducía Jone a la otoñal aristócrata. Por fin, nada más que la
peluquera terminó con su cliente favorita, volvió al lugar en donde habíamos
empezado la ardorosa sesión. Tras desabrocharle de nuevo los botones de la
bata, gracias a mis anteriores trabajos de mantenimiento, ya estaba otra vez
bien empalmado, no te lo pierdas, Damy, ¡pero con una tiesura de las de
dinosaurio! Le bajé las braguitas, se las extraje rápido de sus torneadas
piernas y le quité de nuevo el sujetador, sin despojarle de la bata, no fuera a
ser que tuviera que salir otra vez de forma intempestiva. Ahora veía cada vez
más cercano mi soñado debut. Ella me dijo: “Venga, Tomás, ponte la funda y
clávamelo de una vez, mi vida; estoy deseándolo desde el mismo instante que te
vi llegar y marchar; entonces creí que acaso, no sé por qué razón, no
volverías. No vaya a ser que vuelva la marquesa antes de tiempo y todavía
estemos como al principio”. ¡No me lo podía creer!, Rollizo, pensaba que ella no me había visto la primera vez, cuando
llegué al negocio; pero, así y todo, estaba seguro de que por fin me
estrenaría. Ella permanecía todo el rato sentada en la camilla, muy abierta de
piernas, retándome con su oscuro y enmarañado pubis, lúbrica, con cara de
vicio, mirándome a los ojos sin ningún tipo de tabúes ni complejos. Rompí la
funda del preservativo con decisión y me lo enfundé a la primera, como había
hecho con el anterior. Os confiero, colegas, que por si acaso, para coger
práctica y no fallar en el momento crucial, un indeterminado día después del
rocambolesco affaire de Fabiola, me
instalé uno y me hice una palomita. Y allá que te voy, campeones. Me aguanté el
túrgido miembro con una mano, sujeté la gomita con la otra y enfoqué el glande
con gran empaque entre sus jugosos labios menores. Estaba ya muy excitado, casi
al borde del orgasmo; pero, ¡rediós!, en el momento de practicar el primer
impulso para entrar en el paraíso terrenal por la puerta grande, me quedé
totalmente paralizado: aterrorizado, al sentir algo punzante sobre mi espalda
que aun me rascaba con desagradable intensidad sobre el dorso y los hombros
desnudos; al mismo tiempo percibía unos tan más frenéticos cuanto más rítmicos
golpes mollares sobre mis estólidos glúteos. Cortado, atónito, volví el cuello
para identificar con precisión la causa de mi desaforado terror y casi me
desmayo del tremendo susto: el imponente doberman estaba de manos sobre mis
omoplatos, mostrándoseme con el horroroso falo descapullado y a su vez
tembloroso. Su erección era similar a la mía, mas la bestia se mostraba
babeando y gruñendo con una excitación que me daba pánico. Me quedé sin
respiración. No me dio tiempo ni a desprenderme como fuera del recién enfundado
preservativo que, unas horas después, al acostarme, apareció hecho un reseco
rebujo entre la ropa interior; vamos que no me dio tiempo para nada. Sin más me
subí los gallumbos y los pantalones como pude: todo a la vez; cogí el resto de
la ropa de cualquier manera y salí disparado. Menos mal que ella, tan
imperturbable como insatisfecha, aunque con cara de funeral, sujetó al negro
monstruo con su recia correa y lo amarró de nuevo a la barra, porque si no el
cabrón de perro me da por el culo allí mismo. Ahora bien, una cosa es
experimentarlo y otra contarlo, Damy, Rollizo.
Si hubierais visto y oído a aquel monstruo hijo de puta, de híbridos orígenes
dieciochescos teutones, respingando apoyado en mi desnuda espalda, creo que en
vuestro caso también habríais perdido el resuello. ¡Vamos!, que salí de aquel
lugar como un turborreactor volando a Mach-2, piernándome las tiemblas sin parar. De esta guisa, vestido como
pude durante el camino, llegué al embarcadero; cogí el bote y crucé la ría más
pálido que el libro blanco de Petete.
Sin embargo, lo peor del caso fue que todo el tiempo caminaba rumbo a mi casa
pensando que iba a continuar siendo socio de Onán a perpetuidad.
No bien terminó Tomás el histriónico relato, tanto a Rollizo como a Damy les entró un
despampanante ataque de risa que degeneró en pleno paroxismo. Tuvieron que ir
los dos al cuarto de baño, ya que se estaban meando de risa sobre la sufrida
alfombra del cuarto del consumado fotógrafo y –con permiso de Hipócrates–
aspirante a galeno. Aun la seductora hermana mayor de Román se acercó a la
habitación donde estaban ellos para comprobar qué les sucedía. Tras dar unos
discretos golpes en la puerta con los nudillos de una de sus largas y
estilizadas manos de consumada melómana y pianista y ser franqueada por su
hermano, apareció Cristina –con pose muy coqueta sin dejar de atusarse su
luenga cabellera rubia– y les preguntó con cara de susto:
–¡Repámpanos! ¿Qué os pasa, mozos?, me estáis
desconcentrando. ¿Estáis de guateque o qué?
–No pasa nada, Cris, preciosa –dijo tranquilo el
barbudo fotógrafo mientras contenía las extemporáneas carcajadas llevándose las
manos a la barriga–. Sólo que Tomás nos contaba al detalle el infinito amor que
siente por los canes.
Una vez que ella regresó al amplio salón y se sentó
de nuevo junto al piano para continuar sus estudios de música delante de la
partitura correspondiente: La marcha
fúnebre de Chopin, el protagonista estelar de esta bufa historia reinició
la entretenida cháchara con el fin de dejar los cabos atados y bien atados.
–Es más, mira, Damy –continuaba Tomás–, no vuelvo a
esa disco tan pija. Lo más seguro es que hoy me esté esperando Jone para
retomar y zanjar de una vez la cercenada cuestión canina del martes pasado. Si
te parece empezamos a ir a Samarcanda de Barakaldo; creo que está mucho mejor
que Talos. Así evito verla.
A lo que le contestó Damián, pragmático:
–Me parece una idea estupenda, follarín. Hace tiempo que quería proponértelo; pero como siempre te
vi tan acaramelado tanto con Fabiola como con la simpática gordita de ojos
verdes y, por lo que hemos oído aquí el colega y yo, cachonda peluquera de los
canes de la marquesa, esperaba que algún día fueras tú el que me lo planteases
y..., mira por dónde.
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