Las cluecas gaviotas
A pesar de que Tomás ama la mar y
los barcos, esta actitud siempre le hace definirse como marino de tierra, más
que nada por los continuos avatares laborales e incesantes cambios de rumbo
inherentes a su profesión, en el gremio de montajes industriales; aunque,
cuando este sector acusó una fuerte caída en cuanto a demanda de trabajo, Tomás
hizo un receso y tuvo una ligera y remota experiencia como mecánico naval al
principio de la década de los ochenta. Resultó una inolvidable aventura laboral que le hace recordar
con nostalgia el Mare Nostrum, a Ulises, Penélope, Nausica e Ítaca, y todas las
míticas islas del Egeo y las bellísimas bahías, de inmenso azul celeste,
ocultas por los cabos numerosos de las recortadas costas griegas. Por tales
fechas algunas de estas ensenadas tan magnas no sólo proporcionaban un
fondeadero excepcional sino también un cementerio sosegado a grandes flotas de
petroleros vetustos y oxidados, que aparecían amarrados entre ellos por
docenas, y eran mecidos con molicie por la límpida brisa marina. Miles de
cluecas gaviotas, posadas sobre las amuras, barandillas, escotillones,
superestructuras, tuberías, elevados mástiles y demás, todos corroídos, de los
buques tanques, emitían constantemente agudos e infantiles gorjeos y, así, con
esta algarabía refocilante hacían notar su presencia, numerosa y alborotadora,
a los aguerridos hijos de Neptuno, como si éstas palmípedas quisieran
saludarlos durante la corta singladura que aquéllos realizaban.
Todos los candrays, que hogaño se mostraban desusados, antaño no dejaron de
ser esforzados navíos; aunque por aquellas fechas de la década de los ochenta
permanecían a su libre albedrío, a la espera de ser comprados por avispados
chatarreros hindúes para su próximo remolque hacia las playas de Alang, en la
India (el mayor vertedero del mundo) cruzando inmediatamente la faraónica obra
del canal de Suez. En esta última singladura, siempre cautivos y dóciles,
dejarán a popa primero el mar Egeo, el mar Rojo, y, después, parte del océano
Índico. Nada más arribar a los puertos de destino en la península indostánica,
serán desguazados sin miramientos por decenas de singulares huestes de
desarrapados que, aun jugándose sus miserables vidas en busca de las rupias
necesarias, apenas podrán subsistir en el interior de sus chabolas de hoja de
lata, a la espera de la siguiente jornada laboral, tan peligrosa y devastadora
como la del día anterior.
En aquel año lejano de la década
citada, Tomás tenía veintiocho primaveras y se encontraba recién enrolado en el
buque gasero “Gaz Chantel”, el cual enarbolaba pabellón de conveniencia
(bandera pirata) panameño y era propiedad de sagaces armadores griegos. Formaba
parte de una tripulación que, entre el Viejo (capitán), oficiales de puente 1º,
2º, 3º, radio telegrafista; el sacrificado y grasiento equipo de máquinas,
formado por un atrabiliario jefe de origen castellano, su trío de oficiales, el
joven mecánico y tres engrasadores; cocinero mayordomo, con su inseparable
marmitón e inherente personal de fonda, representado por dos camareros;
electricista, gasista, bombero; Policarpo, el simpático y no menos
experimentado contramaestre gallego –excelente compañero, tutor futuro e
indispensable del bisoño mecánico en sus alegres correrías por Pireos y Atenas– y su ágil marinería,
compuesta por cinco argonautas más, sumaba en total veintinueve tripulantes.
Tomás recuerda de forma indeleble
aquel día espléndido, de un azul índigo especial y un sol vespertino solemne,
en el que los marineros se afanaban arranchando pertrechos en cubierta. Cientos
de gaviotas grises, apoyadas y perfectamente alineadas a lo largo de más de
cien metros del borde de la cornisa del malecón, al socaire del noroeste,
presenciaban cluecas las labores estrictas de los lobos de mar, a distancia
escasa de la popa de crucero del navío, estilizada, pareciendo como si
estuvieran tristes al percibir la inminente partida de los marinos, después de
haber asistido cotidiana y puntualmente al dique durante más de mes y medio
para contemplar, inamovibles, los trajines laboriosos de los tripulantes desde
su privilegiada atalaya de costumbre. Pero no, no bien llegaron los
remolcadores, chillones, asustadas por el aullido desgarrador de sus sirenas y
los lamentos quejosos, metálicos, dimanantes de pistones, bielas, volantes, ejes
y contrapesos; y, molestas por el guirigay intempestivo de la mecánica y los
humos acres e irritantes expelidos por los diéseles renqueantes, se lanzaron al
cielo con volatería precipitada hacia el navío gasero –aún cautivo, amarrado de
popa, perpendicular al muelle–, batiendo las alas con energía renovada rumbo a
la bocana del puerto, perdiéndose raudas en la distancia, totalmente
mimetizadas con el añil impoluto del éter helénico.
Tomás ayudó como si fuese un
marinero más en la maniobra de desamarre, desatraque y salida del muelle de
reparaciones de Trapichona, aún en El Pireo, largando o tirando de chicotes; si
bien, él no tenía por qué hacerlo, ya que el mecánico de a bordo está
totalmente exento de practicar estas manipulaciones engorrosas con los cabos de
acero o estachas robustas, trefiladas con fibras sintéticas, de extraordinaria
resistencia. Estas labores arduas siempre eran desempeñadas por los sufridos
marineros, a las órdenes de su contramaestre, las cuales, aun así, a pesar de
la gran experiencia y habilidad de estos titanes, dichas tareas resultaban muy
complicadas y no exentas de riesgos.
El punto de atraque del gasero
estaba situado a medio camino de un malecón atiborrado y largo que, en aquellas
fechas, tendía la mano a un sinnúmero
de navíos de todas las naciones del planeta; éstos permanecían amarrados
reciamente a los bolardos, oxidados, por circunstancias técnicas similares a
las del buque que tripulaba Tomás. En dicho malecón culminaron sin excesivas
complicaciones, pero con mucho trabajo, todo el proceso de reacondicionado
mecánico y un variado elenco de rigurosas labores relacionadas con la
reparación completa y puesta a punto posterior del motor principal: corazón muy
sobrio, robusto; si bien tremendamente fatigado, construido en Alemania en la
década de los sesenta, según rezaba la placa imperativa de características
técnicas remachada en el costado de babor de la mole glauca. Las reparaciones
finalizaron con el cierre y posterior apriete a su par, con llaves hidráulicas,
de los pernos de las ocho culatas, después del cambio inapelable de varias
camisas y pistones; todo ello fue realizado al final de un proceso riguroso de
trabajo. Estos pesados componentes mecánicos, tras su desmembramiento, fatigoso
y complicado –no exento de peligro–, inspección y medición, denotaban los
grandes desgastes acusados por los cientos, miles de horas de movimiento rudo y
monótono.
En cubierta se procedió, previo
desmontaje, a la sustitución de circuitos completos de tuberías; aunque más
bien fue un raudo desguace con el soplete oxiacetilénico, sin contemplaciones,
evitando así la gran pérdida de tiempo desatornillando infinidad de bridas y de
soportes corroídos. Estas redes, sus válvulas correspondientes y el resto de
los elementos formaron parte de la meticulosa instalación en el astillero
noruego de origen; durante muchos años cumplieron de sobra la misión que les
había sido encomendada por los ingenieros navales del país escandinavo, mas las
tuberías aparecieron con espesores milimétricos, comidas materialmente tanto por efecto de la activa corrosión
marina, como a causa de los cáusticos fluidos internos, y, sobre todo, por su
continuo pero dilatado ciclo de funcionamiento.
El buque, un tanque LPG (liquid petrol gas) de construcción
nórdica: esmerada y robusta, tras despedirse a golpes de sirena de las fieles
aves palmípedas a la salida del Pireo –en realidad no sabe Tomás quién despidió
a quién–, se dirigía lento hacia Elefsis, arrastrado por dos remolcadores cansinos,
renqueantes, de eslora contenida y gran manga (los causantes de la huida de las
cluecas gaviotas), con la proa apuntando al oeste de la gran bahía que
surcaban. A escasos metros del bajo litoral, al lado del punto de destino –que
ya observaban los argonautas difusamente en lontananza–, se encontraba ubicado
el dique flotante. Dicho lugar era el punto final de la corta singladura, allí
entrarán y vararán al día siguiente para proceder a la inspección, limpieza y
pintado del casco, que se mostraba bastante descuidado después ser acariciado y
acaso lamido con cariño amniótico por la salobre lámina acuática en un sinfín
de singladuras. Llevaban dos horas navegando sujetos de la mano férrea y tensa
que les había tendido el aún caballero lozano “Zephir”, siendo escoltados a
popa por la extremidad, lánguida, de acero trefilado que les unía al renqueante
y humoso “Stavros”. De esta forma tan plácida se desplazaban los argonautas
hacia el dique; cada vez estaban más cerca del artilugio semisumergible,
sintiéndose cautivos en el añil esplendente de la bellísima bahía helénica.
Sólo les quedaba una semana más,
ahora de trabajos rutinarios, cosméticos: de adecentamiento y maquillaje, que serán realizados en la nave ya
inmovilizada sobre el armatoste flotante. Probablemente estos días se les harán
largos a la tripulación, sedienta de respirar las brisas translúcidas e
impolutas de alta mar. Después emprenderán la singladura por el Egeo rumbo al
canal de Suez, atravesarán la obra colosal del ingeniero Fernando de Lesseps,
surcarán el volátil mar Rojo y arribarán al Golfo de Omán. Tras franquear el
estrecho de Ormuz, fondearán finalmente en el Pérsico –en aquellas fechas este
piélago se encontraba en pleno conflicto bélico irano-irakí–, donde el barco
realizaba labores aburridas de aljibe pontonero. Una vez que arribaban en el
citado mar conflictivo, singlaban muy poco, en jornadas de pequeño cabotaje,
según fueran recibiendo las órdenes preceptivas de los fletadores y, en
consecuencia, depositando la carga que habían recibido de otros navíos en los
puertos más cercanos a su posición de fondeo.
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