Sopletes y capachos de hule
Tomás aprendió a nadar en la rampa
grande del puerto pesquero, a
los trece años..., y en calzoncillos. Durante aquellos años tan afanosos,
situados en mitad de la década de los sesenta del siglo pasado, la bonita aldea de la canción era un
pueblo de tradición atávica: piscícola, muy sucio –hoy menos sucio, pero sigue
sucio– con muelles en las zonas marítimas de los aledaños del puerto pesquero
copados por cúmulos de bloques de chatarra procedentes del desguace de buques
enormes, a veces de parejas y más parejas de Libertys o Victorys,
veteranos navíos yanquis que entonces se mostraban aún con buen aspecto; cuyas
siglas bélicas aparecían pintadas en los costados, a pesar de que dichos
derrelictos habían tomado parte en el desembarco legendario de las tropas
aliadas sobre la arena de las playas de Normandía, en plena segunda guerra
mundial. Otras veces les tocaba el turno a petroleros vetustos, de los de
entrepuente; o paquebotes, como aquel navío imponente, el Savanah, tan admirado por la chavalería inquieta, del que incluso
circulaban postales preciosas en blanco y negro, sacadas de a bordo por los
operarios, sufridos, en los momentos anteriores al comienzo del desguace
verdadero, fase decisiva en la que se procedía al desalojo de los muebles,
maderas internas, diversos enseres y respetos de abordo. Se trataba de unas
estampitas muy bien cotizadas que los trabajadores repartían seguidamente a sus
familiares y cuadrillas de impresionados mozalbetes.
Decenas de sopleteros, aguerridos,
la mayoría desertores del arado,
despedazaban sin miramientos aquellos mastodontes espectrales, trabajando con
unas condiciones dudosas de seguridad en jornadas de diez horas –me imagino que
bien pagadas entonces– entre humaredas densas, negras, tóxicas y pegajosas
provocadas por los incendios fortuitos, cotidianos y aparatosos que surgían en
el desempeño de labores tan ingratas. Aquellas piras enormes se originaban al
arder restos cuantiosos de combustibles marinos, olvidados, de forma presunta,
en tanques laberínticos emponzoñados de limo y mal drenados.
Durante sus correrías habituales por
los lugares adyacentes a los muelles, las cuadrillas de arrapiezos errantes podían contemplar la faena
desgarradora de estos titanes. Se trataba de unos operarios decididos que
aparecían siempre armados del correspondiente soplete Harrys de propano,
de los de caña larga, dotado con boquillas especiales de corte –de las que los
más entendidos decían de siete caños–, conectado por mangueras largas a los
depósitos de los gases autógenos situados en el muelle, abigarrado; dichos sopleteros
siempre se mostraban provistos del encendedor a base de piedra de mechero,
aparecían forrados de trajes de cuero gruesos, aunque no siempre, y guarnecidos
con gafas especiales de protección. La contemplación de aquellas labores se
traducía en unos espectáculos laborales de lo más normales por dichas fechas;
ahora bien, si los viésemos hoy, nos resultarían tercermundistas, aun
reflejados en la caja que cada día es más
tonta, o también en los reportajes de los suplementos festivos editados por
los diarios habituales, en los cuales observamos estas mismas tareas inhumanas;
si bien, acometidas en lejanos puertos hindúes, y apreciamos su tamaña dureza a
través de unas fotos sobrecogedoras, protagonizadas por una hueste de
desarrapados interminable, a los que se les contempla desguazando petroleros
mastodónticos.
En la bonita aldea de la trillada canción, durante aquellas épocas de
fuerte inmigración doméstica, resultaban unas escenas muy habituales, ya que se
requería de continuo mano de obra abundante y sin ninguna cualificación
profesional.
Después del descuartizamiento
metódico de los colosos fatigados del mar, los camiones renqueantes: Leyland,
GMC, Pegaso o Barreiros, cargados con los bloques metálicos, pesados, amarrados
de cualquier manera con cables de acero endebles a sus bastidores, procedentes
de los desguaces portuarios, atravesaban el casco urbano por delante del
consistorio, de la estatua de Cristóbal de Murrieta y de la antigua gasolinera
del parque para conducirlos al depósito de chatarra: un lugar inmundo saturado
de porquería y muy poluto, situado junto al cementerio municipal. Dicha procesión terrestre resultaba un evento
interminable y peligroso para los peatones, ya que entonces aún no existían los
semáforos. Con el fin de iniciar y culminar dicho trayecto, después de
atravesar el parque al lado de la cripta del patrón: san Jorge, los conductores
de dichos convoyes se veían obligados a afrontar acto seguido la cuesta,
interminable, de Cabieces... Estos transportes, penosos a más no poder, eran
observados durante el comienzo del esfuerzo, ingente, por decenas de arrapiezos
desde la verja de las escuelas viejas.
Entre ellos estaba Tomasín. Todos los infantes permanecían boquiabiertos,
asombrados, entre los vómitos y las toses que les provocaba la estela humosa,
contaminante y deletérea, que aquellos vehículos dejaban tras de sí en su
ascensión fatigosa; mas alegremente expelida a la atmósfera por los motores
diésel, tan desreglados como atronadores, con la indiferencia descarada de sus
intrépidos conductores. Al mismo tiempo, grandes regueros de fuel pringoso
caían de forma impune sobre el asfalto fatigado, desprendidos al unísono de los
restos cadavéricos de la morralla asquerosa e inmunda que transportaban.
En el Parque del Generalísimo, sobre
la fachada de La Casa Torre, sucia y oscura, se leía en letras blancas grandes
e impolutas: 25 AÑOS DE PAZ; por si fuera poco, a un lado se hallaban arropadas
por el yugo y las flechas de La Falange, uno de los símbolos más recalcitrantes
del fascismo vernáculo, y al otro por sus siglas: FET[1] y JONS[2].
Sin embargo, entonces, la bonita aldea sí que era un puerto
pesquero de cierta importancia, en donde amarraban una veintena de lanchas,
todas pintadas de diferente color. Los buques estrella que formaban la escuadra
pesquera, inolvidable, se denominaban: María
Concepción, Jhon F. Kennedy, Ignacio de la Cruz, Nuevo Monte Hermoso y Bahía de Santurce. Además de los barcos
grandes había otros, de eslora menor, pero igual de marineros, verbigracia: Aires de Santurce, Bello amanecer, Arcocha
Balenciaga, Santa Faustina, Virgen María, Padre Celestial, Nuevo Bracamonte,
Playa de Carraspio… Todos ellos siempre se hallaban vigilados con mucho
celo desde el extremo de la glorieta del muelle por la patrona, amatxo Carmen,
señora de mares y argonautas.
Al arribar dichas embarcaciones al
puerto con pesca abundante, sonaba una sirena potente en la concurrida lonja
del pescado. Antaño tañía una campana pequeña. Hoy aún, en pleno siglo XXI, con
el edificio de la cofradía de pescadores remodelado en su totalidad, se percibe
esta esquila en lo alto de la fachada, al lado de la fecha de su inauguración
(1916). Es más, la campanilla permanece allí desde los tiempos en que las
lanchas aún funcionaban con carbón, impulsadas por calderas de vapor, novedosas
y difíciles: unos artilugios
peligrosos que, en más de una ocasión, dieron algún disgusto serio a este
colectivo tan bregado de sufridos trabajadores de la mar, segando, estentóreas
y sin previo aviso, la vida de más de un pescador. En épocas aún más remotas
las traineras, toscas y pesadas, habían navegado a golpe de remo, ayudadas de
forma aleatoria por una vela pequeña. Entonces, antes del relleno posterior del
litoral santurzano, el puerto pesquero estaba ubicado en los bajos del pórtico
de la parroquia de San Jorge, el santo que mató al dragón, a su vez patrón de la bonita aldea.
Con el paso de los lustros se
sustituyó el tañido de la campanilla, bucólica, por una sirena eléctrica,
potente, y, en años más actuales, cuando sonaba, siempre era oída con cierta
antelación a la recalada inmediata de las lanchas de pesca. El ulular, agudo y
bisado, del cuerno avisaba del arribo
de las lanchas a multitud de paseantes y curiosos que rondaban por el puerto y
sus concurridos alrededores. Después éstos se agolpaban frente a las
embarcaciones, no bien amarraban en el muelle, para contemplar la pesca, casi
viva y coleando, junto a los arrantzales, satisfechos y aguerridos, los
cuales, acatando las órdenes emitidas por su patrón desde el puente de mando,
realizaban la descarga al muelle de las especies autóctonas, no sólo sabrosas
sino abundantes.
Aparte de los paseantes, algunos
atildados y ufanos; y los mirones, tan inoportunos como perseverantes, también
se aproximaban a las lanchas de pesca pandillas de mancebos escupiendo los
tacos más soberbios e ilustrados, con el cigarrillo, fuliginoso, trincado en la
boca, enfundados en pantalones cortos, sucios y remendados, cubriéndoles por
encima de sus rodillas, que se mostraban no sólo muy ennegrecidas, sino también
tremendamente magulladas. Asimismo, hacían acto de presencia gentes de edad
mediana, sin ocupación aparente, a pesar de que en aquellos tiempos el que
quería trabajar lo hacía de una forma o de otra en la estiba y desestiba del
puerto, en la imparable construcción, industria, etcétera. Ancianas enlutadas y
devotas aparecían sobre los muelles en zapatillas de andar por casa, provistas
de bolsos ajados de hule para mendigar a los esforzados argonautas pequeños
lotes de pescado, con permiso de sus astutos patrones: ya fuesen sardinas,
anchoas, chicharros o berdeles. Para dicho fin, las señoras arrojaban sin más
preámbulos los capachos mugrientos desde el muelle hacia cubierta de las
embarcaciones, repleta de pescado. Si el patrón de la lancha se mostraba
aquiescente y de buen humor en el puente de gobierno, con la boina calada a la
vasca y el cigarrillo de hebra, humeante, prendido sobre sus labios curtidos de
lobo de mar, los pescadores, esforzados, tras la contemplación fugaz del ademán
altruista de su superior, se los llenaban gratis, con generosidad alegre. Las
mujeres, gesticulantes, les agradecían enseguida el gesto caritativo no sólo de
forma automática sino sobremanera encarecida. Así transcurría un día tras otro,
y ellas completaban la dieta alimenticia, escasa, de sus famélicas proles.
Se trataba de unos períodos no muy
lejanos, sin los problemas actuales inherentes a este sector que, definitiva y
definitoriamente, han acabado con la pesca, con sus barcos y con sus hombres. A
pesar de todo, aún se presencian, atracados entre las boyas del puerto, media
docena de buques pesqueros modernos que siguen faenando con cierta normalidad.
Durante muchos años esta otrora
activa lonja del pescado, ya fuese por culpa de unas u otras instituciones,
bien locales, autonómicas o estatales, resultaba un muladar vergonzoso,
asqueroso y pestilente. Un motivo de vergüenza para cualquier verdadero
santurzano cuando paseaba sobre los adoquines de este muelle antiguo, y, en sus
días, laborioso.
Se da la casualidad, paradójica, de
que junto al veterano puerto pesquero se construyen unos buques de pesca
dotados de tecnología de última generación, para diferentes países europeos y
del resto del mundo. Se trata de unos buques muy modernos que asemejan a yates
de lujo. Hogaño el astillero, artesanal y prolífico, está a punto de hacer
entrega de dos de estos pesqueros, destinados a sendos armadores británicos de
los puertos septentrionales de Fraserburg y Gardenstown: el Ocean Ouest y Ocean Venture. Se trata de dos navíos gemelos de casco muy bello y
marinero, pintados de azul cobalto, de blanco las superestructuras; en ellas
destacaba, de entre las demás, la antena, bulbosa, del centro de
telecomunicaciones por satélite. Antes de su botadura, Tomás observó la hélice
principal, de paso variable, bruñida y brillante, embutida en la tobera fija,
además del moderno timón aleta. Aún se hallaban en construcción, sobre el carro
varadero. También, una vez los dos a flote, apreció la hélice suplementaria de
maniobra, emplazada en la proa, por debajo del bulbo y la línea de flotación.
Las hélices de popa no las percibió por estar los dos pesqueros algo
desnivelados. Ambos buques se encontraban en las últimas fases de las labores
de armamento y terminación, e inmediatamente efectuar las pruebas de mar,
pertinentes y categóricas, en presencia de los armadores. Entonces ya serán
nivelados de forma definitiva al aprovisionarles, tanto de gasoil como de agua
dulce, aparte de dotarlos de todos los bastimentos y pertrechos necesarios para
ejercer su labor, fruiciosa y depredadora, en cualquier situación marítima de
este bello planeta telúrico (que poco a poco vamos destruyendo con nuestra codicia
y estupidez, con crecimiento y desarrollo sostenible o sin él); además de
esquilmar sobremanera los mares con estas factorías flotantes, muy
sofisticadas, sí, pero funestas en exceso.
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