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jueves, 12 de marzo de 2020

El paseo peripatético del ex argonauta


El paseo peripatético del ex argonauta

 Hemos dado un salto espectacular en el tiempo y dejado atrás el Mediterráneo, los barcos y los argonautas y sus peripecias, trabajos y aventuras. Ahora Tomás está en plena excursión al lado de la ría del Nervión. Comienza el recorrido en el embarcadero, en donde observa con especial atención las modernas lanchas de casco de acero de los prácticos y el cruce continuo del cauce de los gasolinos verdes, con los costados rotulados en grandes letras blancas, haciendo publicidad flotante de una tienda de calzado del pueblo. En horas punta, estas embarcaciones navegan rebosantes de personal. El paseante presta atención a las maniobras rutinarias del barquero, cuando éste abarloa la embarcación al muelle, suavemente, con habilidad: mantiene una mano apoyada sobre las pulidas cabillas de la rueda del timón, con la otra acaricia la bolita roja del morse, imprimiendo revoluciones disciplinadas al infatigable Perkins diésel marinizado; aunque, a veces, el barquero también se ayuda con atávicos, pero imprescindibles golpes de bichero, cual pica de Flandes rascando las vigas carcomidas de roble que protegen el atracadero. De esta forma, el botero facilita el desembarco de los navegantes habituales, con seguridad, sin contratiempos, y, de la misma manera, asegura el posterior embarque de los pasajeros que esperan su turno sobre las gradas de hormigón, las cuales se muestran tan húmedas como bruñidas.

Durante todo el periplo, el paseante dedica atención especial al trajín aguas abajo o, al revés, de los remolcadores modernos: “Galdames”, “Gatika”, “Getxo” y “Gernika”, dotados de tecnología novedosa, Voith Water Tractor, que fueron construidos por Astilleros Zamakona, en Santurtzi, al precio de 600 millones de Ptas. por unidad. El observador percibe desde el muelle el ronroneo profundo que se escapa de sus entrañas y, por ese rumor, deduce la gran potencia que les aportan sus dos motores diésel, de 1.930 BHP, que, acoplados a un sistema de tracción especial, Voith (sin la hélice convencional), remueven enérgicamente las glaucas aguas del Nervión con sus álabes largos, cóncavos, perpendiculares al casco, y dejan una estela de olas agitadas a su paso. Estas repentinas ondas chocan con alguno de los bateles, traineras y trainerillas que entrenan en la ría; pero sus muchachotes, esforzados, en absoluto se arredran y continúan impasibles su boga potente aguas arriba. En todo momento son constantemente jaleados desde popa por la voz enérgica de su pequeño patrón. Éste, aferrado, o mejor, fundido con la espaldilla, dispara a bocajarro a sus galeotes, cual inflexible cómitre, atronando con un vozarrón rasgado y cadencia isócrona: “Arribaaaaah..., vaaaaamoooos; arribaaaaah..., vaaaaamoooos; arribaaaaah..., vaaaaamoooos”, mientras la trainera singla rauda, arfando al cortar los rizos de la estela que provocó el anterior coloso de acero, acuchillando con su afilada tajamar las batidas aguas verduscas, fuertemente impulsada por las trece palas barnizadas.
El paseante también observa con el mismo interés los buques de diferentes nacionalidades que surcan el cauce y, de una manera especial, cuando cruzan por debajo de la estructura del Puente Colgante; sobre todo, si se encuentra iluminada por una serie de focos potentes, situados y orientados con estrategia deliberada sobre los perfiles metálicos beneméritos que, en su día, fueron ensamblados con roblones. Estos hierros aborígenes reverberan espectrales sobre la densa aureola lechosa que proyectaban dichos puntos de luz; ahora bien, la especial escena fotogénica resalta aún más, si a las instantáneas anteriores se les suman las maniobras habituales de la lancha del práctico, la cual evoluciona ágil e incansable, como si fuera una rémora tras su ballena gris, abarloándose por la banda de estribor a sus nodrizas enormes para desatracar a los pilotos que las llevaron de la mano con suma delicadeza durante unas pocas millas. Es decir, navegan juntos hasta el feliz momento en el que el práctico, atracado aguas arriba, se despide de algún presunto capitán griego barbudo, deseándole buen viaje en la manida lengua de Shakespeare, al mismo tiempo que la acerada proa de la motonave helénica entrevé el escueto horizonte, que, en aquellos momentos, se mostraba estructurado por un sinnúmero de estrato-cúmulos algodonosos, plenos de matices ambarinos, jalonando la muy solicitada puerta del Abra interior.
Tomás disfruta de lo lindo con la contemplación de estas escenas crepusculares, del más puro sabor marinero, y continúa el paseo, lánguido, a paso lento, cadencioso; tiene que hacer un esfuerzo tremendo para no volver la cabeza cuando se cruza con alguna mujer atractiva, admirado por su figura y aureola, a veces embriagado por el etéreo vestigio que despliega su cara fragancia. No obstante, le da un disimulado codazo a su colega –cuando va con él– para advertirle de la presencia y el aroma del bello sexo, cuya aparición engalana aún más estas anochecidas sosegadas, plenas de reflejos luminosos sobre las aguas cada vez más diáfanas de este histórico y activo cauce.

Aquella tarde los dos amigos habían coincidido en el paseo; el cielo en todo momento se les mostraba tenebroso y amenazante; aun así, las imágenes anteriores les resultaban de una belleza plástica incomparable, que les hacía gozar plenamente. Con esta actitud sosegada –a veces mímica, gesticulante, para dar más énfasis a la oratoria de a pie– circulaban hacia la glorieta que circunda el faro glauco, pisando sobre los adoquines vetustos y trillados del malecón, enlosados sobre el muy reforzado nivel inferior del último tramo que conforma el muelle de hierro decimonónico. Tras llegar a los aledaños del monolito verdirrojo, accedieron a su altura escalando estoicamente los peldaños elevados de la curva, angosta y empinada escalinata final; arriba, recorrieron la rotondilla de sur a sur, pasando primero por el oeste, orientándose con precisión al pisar sucesivamente sobre los índices cardinales de la Rosa de los Vientos, elaborada por sus artífices sobre el pavimento y ubicada correctamente con la ayuda indispensable de una brújula exacta. Con ese giro escueto de 360º, invirtieron el sentido del paseo peripatético para dirigirse, desandando el recorrido anterior, hacia la negra estructura de la que pendía la viajera, infatigable y moderna barquilla, la cual, en ese momento, aparecía situada con exactitud en la mitad del cauce de la ría. Sin embargo, ésta, después de los millones de conexiones efectuadas con ambas márgenes no ha logrado paliar la diferencia de clases que todavía se percibe entre ellas, tras el devenir de tantos años de intensos avatares políticos, reivindicaciones y luchas sociales.

En la otra margen –la de los ricos–, nueve campanadas sonaron súbitamente con aplomo resonante, e isócrona secuencia y nitidez; procedían de la parroquia monumental de Las Mercedes. Se trataba de unos sonidos sacrosantos conocidísimos que se entreveraron musicales, patéticos, en la tranquila noche. Con dichos sones, el clero nos recordó una vez más su recalcitrante presencia; pero no fueron óbice para que los golpes machacones de badajo percutidos sobre el bronce añadieran una nota de desolación al paseo rutinario, a pesar de estar cargado de contrastes ambarinos bellísimos y refulgentes. El acontecimiento sacro musical incitó a Tomás a volver la cabeza, al adivinar el origen de los sonidos beatos, dirigiéndola automáticamente hacia el lado izquierdo; en el acto adivinó en la oscuridad, aun en la distancia, las moles megalómanas que habían permanecido durante años toscamente acabadas en hormigón desnudo y, al mismo tiempo, se mostraron cruelmente laceradas por ferrallas oxidadas de tetracero, esperando los óbolos tan impuntuales como cicateros de los devotos católicos.
Tanto la desatinada torre de base prismática, coronada por una pirámide delimitada en su punto más alto por el más acérrimo símbolo de la cristiandad –que tantos años tardaron en culminar sus artífices–, como la cúpula negra, imponente, que aparecía rematada por un templete pequeño rodeado de lumbreras ovaladas, cerradas por vitrales emplomados, a su vez cubierto por otro diminuto casquete oscuro, le recordaron a Tomás aquellos juegos pueriles tan simples de arquitectura, en madera, pintados de colorines alegres que les regalaban los Reyes Magos en fechas significativas, cuando aún eran unos infantes revoltosos, y sólo se dedicaban a hacer innumerables picias.

Los paseantes hablaron de poesía, de literatura... y filosofaron todo el tiempo que les duró el paseo como sólo ellos sabían hacerlo. Sobre sus cabezas sólo permaneció, imperturbable, la Osa Mayor, que levantó acta de las disquisiciones humanas sobre lo divino y lo telúrico de los dos sofistas; asimismo testificaron Dhube y Merak, las cuales, además, apechugaban con la tarea añadida de contener la carga sideral detrás del carro: pequeña tara para la vista, pero incalculable para millones y millones de cerebros engreídos. Las cinco estrellas restantes tiraban de aquél con garbo inusitado hacia Vega; mientras tanto, la Polar y Casiopea, titilantes, ecuánimes en su lugar correspondiente, controlaban desde el infinito esta situación sempiterna celeste.
De repente, la paz, muda, rutilante y sidérea de los satisfechos paseantes se vio truncada por el ulular desgarrado y estridente de una presunta motonave. Así fue. Desde el Mareómetro contemplaron su silueta, que asomaba tímidamente, delimitada por las luces de bitácora a babor y estribor, en los laterales del puente de mando. La nave se les apareció muy difusa no bien entró en escena, porque la distancia desde donde la divisaron, o más bien presintieron, era todavía muy grande, ya que apenas había rebasado la dársena de la Benedicta. Sin embargo, la secuencia se mostraba magníficamente decorada por el telón de fondo de la miniacería, el cual asomaba soberbio engalanado con orlas azules sobre fondo blanco y, a su vez, aparecía presidido a su izquierda por sus grandes siglas, ACB.
La nave se deslizaba de forma suave sobre el eje hipotético de la ría, mas se acercaba hacia ellos infalible, rasgando la lámina acuática con delicadeza; avanzaba con docilidad, impulsada por la hélice a pocas revoluciones, impuestas desde del puente de mando por orden del práctico y transmitidas por el oficial de guardia a través del manido telégrafo desde el puente de mando al maquinista, para que éste actuase sobre el regulador diésel. Tomás le narraba con suma paciencia a su acompañante que dicho mecanismo dosificador de combustible lo más seguro que estuviese ubicado en un costado del propulsor, que, a su vez, permanece sólidamente afirmado mediante pernos gruesos al doble fondo de la espelunca angosta de la jungla de mecanismos: válvulas; tuberías; conductos de ventilación; palancas de accionamiento; haces espesos de cableados eléctricos que parten del puesto de control situado al lado del taller mecánico de a bordo y recorren el buque en todas las direcciones; indicadores de presión, de temperatura, de sentido de flujos...; un sinnúmero de bombas centrífugas que emergen del piso resbaladizo de planchas estriadas, como setas en un día de lluvia, a su vez conectadas a cajas de fangos mediante tuberías, chupones y filtros tupidos, también a la caza y captura de sentinas oleosas e inmundas, o a las de las tomas de mar, de las cántaras de lastre, o rumbo a los tanques de combustible; calderines de aire comprimido para el arranque de los todos motores de combustión interna, incluido el principal; complejos aparatos mimetizados entre tanques, mamparos, baos y cuadernas dentro de la covacha ruidosa de sala de máquinas, un lugar siempre grasiento y caliginoso.
Cuando la nave se cruzó con los dos paseantes peripatéticos, a la altura del Mareómetro, ambos percibieron claramente el traqueteo estruendoso de su cansado propulsor, agravado por probables defectos en el último tramo de su sistema de exaustación de gases, ya que fluían libres a la atmósfera, posiblemente por anulación del spark arrestor: silencioso y antichispas.
Se trataba de un navío viejísimo y obsoleto, con unos cuarenta años de vida entre sus fatigadas cuadernas, que le recordó a Tomás a aquellos tramp steamer (volanderos) legendarios, tan bien descritos por Álvaro Mutis en Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero, donde muy acertadamente nos decía su autor que son cargueros de pequeño tonelaje no afiliados a las grandes líneas de navegación, los cuales viajan de puerto en puerto buscando carga ocasional para llevar hacia quién sabe dónde y, así, malviven arrastrando no sólo el casco lastimado sino también su silueta tétrica, para mostrarnos una vez más su situación precaria en todos los puertos del planeta por mucho más tiempo del que podamos predecir…
El buque estaba provisto de cubierta de palos, en la que los dos amigos le adivinaron cuatro bodegas dotadas de escotillas abatibles; los paseantes pensaron –sobre todo Tomás– que la arboladura debía de funcionar con una maniobra manual tan anacrónica como peligrosa y complicada. Le calcularon unos setenta metros de eslora; navegaba con total aspecto descuidado, muy sucio. Lo más seguro es que habría sido construido en algún astillero ruso del mar Negro; eso sí, elaborado con buen acero soviético, ensamblado totalmente con soldadura eléctrica, dotado de proa lanzada y afilada, aunque sin bulbo. En popa, situado en crujía, apareció el mástil de pabellón nacional, coronado por el lienzo ondeante y sórdido de la bandera turca, casi indescifrable. Estaba registrado –¡qué grata casualidad!– con el nombre de Konstantino Kavafis (célebre poeta griego nacido en Alejandría en 1863, de educación inglesa), en el puerto de Estambul, sito en las riberas del Mármara, piélago sucio atrapado entre las aguas de sus hermanos mayores, los mares Negro y Egeo; pero, muy bien aliviado por los estrechos del Bósforo y Los Dardanelos. Apenas distinguieron la media luna blanca sobre el fondo rojo harapiento de la enseña nacional y, todavía menos, le adivinaron la estrella de cinco puntas de su centro, a causa de la cantidad de humos negros evacuados a la atmósfera por su chimenea, que de esta manera difuminaban la silueta blanca de la superestructura, denotando con ello la mala calidad o posible contaminación del combustible, lo más seguro que por la presunta desidia del reducido personal de máquinas, empeorada aún más por la tacañería supuesta de los armadores.
Una vez que el buque les rebasó en sentido contrario a su paseo, por un espacio de más de doscientos metros, aún percibieron –al respirar en el cálido ambiente de la tarde– los olores emitidos al exterior, tóxicos, picantes y pegadizos, por causa de la mala combustión del gasoil en el interior de los castigados cilindros del motor, al que los paseantes presentían harto vetusto y fatigado. A pesar de sus humos y ruidos –cuestiones que le hacían preguntarse a Tomás por la calidad de vida a bordo de su aguerrida tripulación, tras aguantar impasible estas y otras variadas contingencias a lo largo de muy duras e interminables singladuras, incluso muchas de ellas en situaciones extremas–, ésta fue una bonita estampa, muy marinera, que rompió por unos instantes la monotonía familiar de una apacible tarde otoñal. Quizás la escena será irrepetible por sus características especiales, aunque a los paseantes peripatéticos les encajó dentro de las que habitualmente solían presenciar con atención durante sus paseos vespertinos, puesto que decenas de buques de todo tipo y nacionalidades siguen surcando este activo cauce a lo largo del año; pero ésta revistió de una sensación grata de nostalgia a los imborrables recuerdos de Tomás, sobre todo cuando ambos paseantes contemplaron con emoción y la vista clavada sobre la popa de crucero del maltratado navío volandero, cómo se alejaba lento. Dicha panorámica recordó directamente al ex marino alguna bella escena marinera vivida por él en lejanos puertos del Mare Nostrum.
La nave otomana les ofreció, sumisa, la perspectiva de su popa rechoncha con los bidones de basura colgados a babor y estribor, sobre las amuras. El codaste, herrumbroso, a pesar de que en aquellos momentos emergía evanescente medio metro por encima del nivel de las glaucas aguas del Nervión, aun después de lastrar el navío, siempre lo hará perfectamente centrado sobre el hervidero constante del vértice de su estela divergente. De nuevo, aun en la distancia, el barco regaló a los oídos de los dos paseantes otros dos toques de sirena, quejosos, como si el oficial de guardia se hubiera dado cuenta de la expectación intensa que su corto pilotaje fluvial había levantado en el ánimo de los dos caminantes peripatéticos, y así quisiera recordárselo.
El m/s “Konstantino Kavafis” se dirigía en lastre hacia la puerta del Abra interior, cuya vista aparecía muy cercana; avanzaba con ronroneo sincrónico y pertinaz, envuelto en su aureola humosa y densa. Todavía lo hacía asistido por el práctico de turno, aunque por poco tiempo, ya que los dos paseantes peripatéticos contemplaron en la lejanía cómo la lancha de casco azul, ágil, inició la maniobra rutinaria de abarloaje por la oxidada banda de estribor del viejo tramp para desatracar al piloto. Desde el momento en que éste se despidió del capitán, descendió por la escala de gato y puso el pie en la pequeña cubierta, la nave turca recobró su anterior autonomía arrebatada. Sólo le quedaba rebasar las señales cadenciosas, roja la del faro del contramuelle de Arriluce, verde la del rompeolas de Santurtzi, y dejar a popa las luces postreras del superpuerto; una vez superadas, el oficial de turno pondrá el rumbo más idóneo para afrontar esta singladura enésima en busca de quién sabe qué puertos y qué cargas. Ahora, los paseantes, circunspectos, imaginaron que el vetusto candray[1] quizás navegaría hacia los lugares más recónditos de este planeta ubérrimo.


[1] Tomado del inglés: De can (lata) y dry (seco): buque oxidado y vetusto.


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