El paseo peripatético del ex
argonauta
Hemos dado un salto espectacular en
el tiempo y dejado atrás el Mediterráneo, los barcos y los argonautas y sus
peripecias, trabajos y aventuras. Ahora Tomás está en plena excursión al lado
de la ría del Nervión. Comienza el recorrido en el embarcadero, en donde
observa con especial atención las modernas lanchas de casco de acero de los
prácticos y el cruce continuo del cauce de los gasolinos verdes, con los
costados rotulados en grandes letras blancas, haciendo publicidad flotante de
una tienda de calzado del pueblo. En horas punta, estas embarcaciones navegan rebosantes de personal. El
paseante presta atención a las maniobras rutinarias del barquero, cuando éste
abarloa la embarcación al muelle, suavemente, con habilidad: mantiene una mano
apoyada sobre las pulidas cabillas de la rueda del timón, con la otra acaricia
la bolita roja del morse, imprimiendo revoluciones disciplinadas al infatigable
Perkins diésel marinizado; aunque, a veces, el barquero también se ayuda con
atávicos, pero imprescindibles golpes de bichero, cual pica de Flandes rascando
las vigas carcomidas de roble que protegen el atracadero. De esta forma, el
botero facilita el desembarco de los navegantes
habituales, con seguridad, sin contratiempos, y, de la misma manera, asegura el
posterior embarque de los pasajeros que esperan su turno sobre las gradas de
hormigón, las cuales se muestran tan húmedas como bruñidas.
Durante todo el periplo, el paseante
dedica atención especial al trajín aguas abajo o, al revés, de los remolcadores
modernos: “Galdames”, “Gatika”,
“Getxo” y “Gernika”,
dotados de tecnología novedosa, Voith
Water Tractor, que fueron
construidos por Astilleros Zamakona, en Santurtzi,
al precio de 600 millones de Ptas. por unidad. El observador percibe desde el
muelle el ronroneo profundo que se escapa de sus entrañas y, por ese rumor,
deduce la gran potencia que les aportan sus dos motores diésel, de 1.930 BHP,
que, acoplados a un sistema de tracción especial, Voith (sin la hélice convencional), remueven enérgicamente las
glaucas aguas del Nervión con sus álabes largos, cóncavos, perpendiculares al
casco, y dejan una estela de olas agitadas a su paso. Estas repentinas ondas
chocan con alguno de los bateles, traineras y trainerillas que entrenan en la
ría; pero sus muchachotes, esforzados, en absoluto se arredran y continúan
impasibles su boga potente aguas arriba. En todo momento son constantemente
jaleados desde popa por la voz enérgica de su pequeño patrón. Éste, aferrado, o
mejor, fundido con la espaldilla, dispara
a bocajarro a sus galeotes, cual inflexible cómitre, atronando con un vozarrón
rasgado y cadencia isócrona: “Arribaaaaah..., vaaaaamoooos; arribaaaaah...,
vaaaaamoooos; arribaaaaah..., vaaaaamoooos”, mientras la trainera singla rauda,
arfando al cortar los rizos de la estela que provocó el anterior coloso de
acero, acuchillando con su afilada tajamar las batidas aguas verduscas,
fuertemente impulsada por las trece palas barnizadas.
El paseante también observa con el
mismo interés los buques de diferentes nacionalidades que surcan el cauce y, de
una manera especial, cuando cruzan por debajo de la estructura del Puente
Colgante; sobre todo, si se encuentra iluminada por una serie de focos
potentes, situados y orientados con estrategia deliberada sobre los perfiles
metálicos beneméritos que, en su día, fueron ensamblados con roblones. Estos
hierros aborígenes reverberan espectrales sobre la densa aureola lechosa que
proyectaban dichos puntos de luz; ahora bien, la especial escena fotogénica
resalta aún más, si a las instantáneas anteriores se les suman las maniobras
habituales de la lancha del práctico, la cual evoluciona ágil e incansable,
como si fuera una rémora tras su ballena gris, abarloándose por la banda de
estribor a sus nodrizas enormes para desatracar a los pilotos que las llevaron
de la mano con suma delicadeza durante unas pocas millas. Es decir, navegan
juntos hasta el feliz momento en el que el práctico, atracado aguas arriba, se
despide de algún presunto capitán griego barbudo, deseándole buen viaje en la
manida lengua de Shakespeare, al mismo tiempo que la acerada proa de la
motonave helénica entrevé el escueto horizonte, que, en aquellos momentos, se
mostraba estructurado por un sinnúmero de estrato-cúmulos algodonosos, plenos
de matices ambarinos, jalonando la muy solicitada puerta del Abra interior.
Tomás disfruta de lo lindo con la
contemplación de estas escenas crepusculares, del más puro sabor marinero, y
continúa el paseo, lánguido, a paso lento, cadencioso; tiene que hacer un
esfuerzo tremendo para no volver la cabeza cuando se cruza con alguna mujer
atractiva, admirado por su figura y aureola, a veces embriagado por el etéreo
vestigio que despliega su cara fragancia. No obstante, le da un disimulado
codazo a su colega –cuando va con él– para advertirle de la presencia y el
aroma del bello sexo, cuya aparición engalana aún más estas anochecidas
sosegadas, plenas de reflejos luminosos sobre las aguas cada vez más diáfanas
de este histórico y activo cauce.
Aquella tarde los dos amigos habían
coincidido en el paseo; el cielo en todo momento se les mostraba tenebroso y
amenazante; aun así, las imágenes anteriores les resultaban de una belleza
plástica incomparable, que les hacía gozar plenamente. Con esta actitud
sosegada –a veces mímica, gesticulante, para dar más énfasis a la oratoria de a pie– circulaban hacia la
glorieta que circunda el faro glauco, pisando sobre los adoquines vetustos y
trillados del malecón, enlosados sobre el muy reforzado nivel inferior del
último tramo que conforma el muelle de hierro decimonónico. Tras llegar a los
aledaños del monolito verdirrojo, accedieron a su altura escalando estoicamente
los peldaños elevados de la curva, angosta y empinada escalinata final; arriba,
recorrieron la rotondilla de sur a sur, pasando primero por el oeste,
orientándose con precisión al pisar sucesivamente sobre los índices cardinales
de la Rosa de los Vientos, elaborada por sus artífices sobre el pavimento y
ubicada correctamente con la ayuda indispensable de una brújula exacta. Con ese
giro escueto de 360º, invirtieron el sentido del paseo peripatético para
dirigirse, desandando el recorrido anterior, hacia la negra estructura de la
que pendía la viajera, infatigable y moderna barquilla, la cual, en ese
momento, aparecía situada con exactitud en la mitad del cauce de la ría. Sin
embargo, ésta, después de los millones de conexiones efectuadas con ambas
márgenes no ha logrado paliar la diferencia de clases que todavía se percibe
entre ellas, tras el devenir de tantos años de intensos avatares políticos, reivindicaciones
y luchas sociales.
En la otra margen –la de los ricos–,
nueve campanadas sonaron súbitamente con aplomo resonante, e isócrona secuencia
y nitidez; procedían de la parroquia monumental de Las Mercedes. Se trataba de
unos sonidos sacrosantos conocidísimos que se entreveraron musicales,
patéticos, en la tranquila noche. Con dichos sones, el clero nos recordó una
vez más su recalcitrante presencia; pero no fueron óbice para que los golpes
machacones de badajo percutidos sobre el bronce añadieran una nota de
desolación al paseo rutinario, a pesar de estar cargado de contrastes ambarinos
bellísimos y refulgentes. El acontecimiento sacro musical incitó a Tomás a
volver la cabeza, al adivinar el origen de los sonidos beatos, dirigiéndola
automáticamente hacia el lado izquierdo; en el acto adivinó en la oscuridad,
aun en la distancia, las moles megalómanas que habían permanecido durante años
toscamente acabadas en hormigón desnudo y, al mismo tiempo, se mostraron
cruelmente laceradas por ferrallas oxidadas de tetracero, esperando los óbolos
tan impuntuales como cicateros de los devotos católicos.
Tanto la desatinada torre de base
prismática, coronada por una pirámide delimitada en su punto más alto por el
más acérrimo símbolo de la cristiandad –que tantos años tardaron en culminar
sus artífices–, como la cúpula negra, imponente, que aparecía rematada por un
templete pequeño rodeado de lumbreras ovaladas, cerradas por vitrales
emplomados, a su vez cubierto por otro diminuto casquete oscuro, le recordaron a
Tomás aquellos juegos pueriles tan simples de arquitectura, en madera, pintados
de colorines alegres que les regalaban los Reyes Magos en fechas
significativas, cuando aún eran unos infantes revoltosos, y sólo se dedicaban a
hacer innumerables picias.
Los paseantes hablaron de poesía, de
literatura... y filosofaron todo el
tiempo que les duró el paseo como sólo ellos sabían hacerlo. Sobre sus cabezas
sólo permaneció, imperturbable, la Osa Mayor, que levantó acta de las
disquisiciones humanas sobre lo divino y lo telúrico de los dos sofistas; asimismo testificaron Dhube y
Merak, las cuales, además, apechugaban con la tarea añadida de contener la
carga sideral detrás del carro: pequeña
tara para la vista, pero incalculable para millones y millones de cerebros
engreídos. Las cinco estrellas restantes tiraban de aquél con garbo inusitado
hacia Vega; mientras tanto, la Polar y Casiopea, titilantes, ecuánimes en su
lugar correspondiente, controlaban desde el infinito esta situación sempiterna
celeste.
De repente, la paz, muda, rutilante
y sidérea de los satisfechos paseantes se vio truncada por el ulular desgarrado
y estridente de una presunta motonave. Así fue. Desde el Mareómetro
contemplaron su silueta, que asomaba tímidamente, delimitada por las luces de
bitácora a babor y estribor, en los laterales del puente de mando. La nave se
les apareció muy difusa no bien entró en escena, porque la distancia desde
donde la divisaron, o más bien presintieron, era todavía muy grande, ya que
apenas había rebasado la dársena de la Benedicta. Sin embargo, la secuencia se
mostraba magníficamente decorada por el telón de fondo de la miniacería, el
cual asomaba soberbio engalanado con orlas azules sobre fondo blanco y, a su
vez, aparecía presidido a su izquierda por sus grandes siglas, ACB.
La nave se deslizaba de forma suave
sobre el eje hipotético de la ría, mas se acercaba hacia ellos infalible,
rasgando la lámina acuática con delicadeza; avanzaba con docilidad, impulsada
por la hélice a pocas revoluciones, impuestas desde del puente de mando por
orden del práctico y transmitidas por el oficial de guardia a través del manido
telégrafo desde el puente de mando al maquinista, para que éste actuase sobre
el regulador diésel. Tomás le narraba con suma paciencia a su acompañante que
dicho mecanismo dosificador de combustible lo más seguro que estuviese ubicado
en un costado del propulsor, que, a su vez, permanece sólidamente afirmado
mediante pernos gruesos al doble fondo de la espelunca angosta de la jungla de
mecanismos: válvulas; tuberías; conductos de ventilación; palancas de
accionamiento; haces espesos de cableados eléctricos que parten del puesto de
control situado al lado del taller mecánico de a bordo y recorren el buque en
todas las direcciones; indicadores de presión, de temperatura, de sentido de
flujos...; un sinnúmero de bombas centrífugas que emergen del piso resbaladizo
de planchas estriadas, como setas en un día de lluvia, a su vez conectadas a
cajas de fangos mediante tuberías, chupones y filtros tupidos, también a la
caza y captura de sentinas oleosas e inmundas, o a las de las tomas de mar, de
las cántaras de lastre, o rumbo a los tanques de combustible; calderines de
aire comprimido para el arranque de los todos motores de combustión interna,
incluido el principal; complejos aparatos mimetizados entre tanques, mamparos,
baos y cuadernas dentro de la covacha ruidosa de sala de máquinas, un lugar
siempre grasiento y caliginoso.
Cuando la nave se cruzó con los dos
paseantes peripatéticos, a la altura del Mareómetro, ambos percibieron
claramente el traqueteo estruendoso de su cansado propulsor, agravado por
probables defectos en el último tramo de su sistema de exaustación de gases, ya
que fluían libres a la atmósfera, posiblemente por anulación del spark
arrestor: silencioso y
antichispas.
Se trataba de un navío viejísimo y
obsoleto, con unos cuarenta años de vida entre sus fatigadas cuadernas, que le
recordó a Tomás a aquellos tramp steamer (volanderos) legendarios, tan
bien descritos por Álvaro Mutis en Empresas
y tribulaciones de Maqroll el Gaviero, donde muy acertadamente nos decía su
autor que son cargueros de pequeño tonelaje no afiliados a las grandes líneas
de navegación, los cuales viajan de puerto en puerto buscando carga ocasional
para llevar hacia quién sabe dónde y, así, malviven arrastrando no sólo el
casco lastimado sino también su silueta tétrica, para mostrarnos una vez más su
situación precaria en todos los puertos del planeta por mucho más tiempo del
que podamos predecir…
El buque estaba provisto de cubierta
de palos, en la que los dos amigos le adivinaron cuatro bodegas dotadas de
escotillas abatibles; los paseantes pensaron –sobre todo Tomás– que la
arboladura debía de funcionar con una maniobra manual tan anacrónica como
peligrosa y complicada. Le calcularon unos setenta metros de eslora; navegaba
con total aspecto descuidado, muy sucio. Lo más seguro es que habría sido
construido en algún astillero ruso del mar Negro; eso sí, elaborado con buen
acero soviético, ensamblado totalmente con soldadura eléctrica, dotado de proa
lanzada y afilada, aunque sin bulbo. En popa, situado en crujía, apareció el
mástil de pabellón nacional, coronado por el lienzo ondeante y sórdido de la
bandera turca, casi indescifrable. Estaba registrado –¡qué grata casualidad!–
con el nombre de Konstantino Kavafis (célebre poeta griego nacido en Alejandría
en 1863, de educación inglesa), en el puerto de Estambul, sito en las riberas
del Mármara, piélago sucio atrapado entre las aguas de sus hermanos mayores,
los mares Negro y Egeo; pero, muy bien aliviado por los estrechos del Bósforo y
Los Dardanelos. Apenas distinguieron la media luna blanca sobre el fondo rojo
harapiento de la enseña nacional y, todavía menos, le adivinaron la estrella de
cinco puntas de su centro, a causa de la cantidad de humos negros evacuados a
la atmósfera por su chimenea, que de esta manera difuminaban la silueta blanca
de la superestructura, denotando con ello la mala calidad o posible
contaminación del combustible, lo más seguro que por la presunta desidia del
reducido personal de máquinas, empeorada aún más por la tacañería supuesta de
los armadores.
Una vez que el buque les rebasó en
sentido contrario a su paseo, por un espacio de más de doscientos metros, aún
percibieron –al respirar en el cálido ambiente de la tarde– los olores emitidos
al exterior, tóxicos, picantes y pegadizos, por causa de la mala combustión del
gasoil en el interior de los castigados cilindros del motor, al que los
paseantes presentían harto vetusto y fatigado. A pesar de sus humos y ruidos
–cuestiones que le hacían preguntarse a Tomás por la calidad de vida a bordo de
su aguerrida tripulación, tras aguantar impasible estas y otras variadas
contingencias a lo largo de muy duras e interminables singladuras, incluso
muchas de ellas en situaciones extremas–, ésta fue una bonita estampa, muy
marinera, que rompió por unos instantes la monotonía familiar de una apacible
tarde otoñal. Quizás la escena será irrepetible por sus características
especiales, aunque a los paseantes peripatéticos les encajó dentro de las que
habitualmente solían presenciar con atención durante sus paseos vespertinos,
puesto que decenas de buques de todo tipo y nacionalidades siguen surcando este
activo cauce a lo largo del año; pero ésta revistió de una sensación grata de
nostalgia a los imborrables recuerdos de Tomás, sobre todo cuando ambos
paseantes contemplaron con emoción y la vista clavada sobre la popa de crucero
del maltratado navío volandero, cómo se alejaba lento. Dicha panorámica recordó
directamente al ex marino alguna bella escena marinera vivida por él en lejanos
puertos del Mare Nostrum.
La nave otomana les ofreció, sumisa,
la perspectiva de su popa rechoncha con los bidones de basura colgados a babor
y estribor, sobre las amuras. El codaste, herrumbroso, a pesar de que en
aquellos momentos emergía evanescente medio metro por encima del nivel de las
glaucas aguas del Nervión, aun después de lastrar el navío, siempre lo hará
perfectamente centrado sobre el hervidero constante del vértice de su estela divergente.
De nuevo, aun en la distancia, el barco regaló a los oídos de los dos paseantes
otros dos toques de sirena, quejosos, como si el oficial de guardia se hubiera
dado cuenta de la expectación intensa que su corto pilotaje fluvial había
levantado en el ánimo de los dos caminantes peripatéticos, y así quisiera
recordárselo.
El m/s “Konstantino Kavafis” se
dirigía en lastre hacia la puerta del Abra interior, cuya vista aparecía muy
cercana; avanzaba con ronroneo sincrónico y pertinaz, envuelto en su aureola
humosa y densa. Todavía lo hacía asistido por el práctico de turno, aunque por
poco tiempo, ya que los dos paseantes peripatéticos contemplaron en la lejanía
cómo la lancha de casco azul, ágil, inició la maniobra rutinaria de abarloaje
por la oxidada banda de estribor del viejo tramp para desatracar al
piloto. Desde el momento en que éste se despidió del capitán, descendió por la
escala de gato y puso el pie en la pequeña cubierta, la nave turca recobró su
anterior autonomía arrebatada. Sólo le quedaba rebasar las señales cadenciosas,
roja la del faro del contramuelle de Arriluce, verde la del rompeolas de Santurtzi, y dejar a popa las luces postreras del
superpuerto; una vez superadas, el oficial de turno pondrá el rumbo más
idóneo para afrontar esta singladura enésima en busca de quién sabe qué puertos
y qué cargas. Ahora, los paseantes, circunspectos, imaginaron que el vetusto candray[1]
quizás navegaría hacia los lugares más recónditos de este planeta ubérrimo.
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