Orgía de pirañas
<<Caminando nuestra derrota y pasando todas
estas muertes y malas venturas en este río Marañón, tardamos hasta la boca de
él a La Mar del Norte más de diez meses y medio. Caminamos cien jornadas
justas. Anduvimos mil y quinientas leguas por río grande y temeroso. Tiene de
boca ochenta leguas de agua dulce y no, como dicen, por muchos brazos. Tiene
grandes bajíos, ochocientas leguas de desierto sin género de poblado, como tu
Majestad lo verá por una relación que hemos hecho bien verdadera. (…). En la
derrota que corrimos tiene más de seis mil islas. Sabe Dios cómo escapamos de
este lago temeroso.
Lope de Aguirre, el Peregrino>>[1]
Tomás, el mecánico de a bordo, junto al resto de los
argonautas, ya estaba remontando el Amazonas, no bien lo abordaron por uno de
los accesos de su inmenso delta, en el estuario de Pará, formado éste por la
desembocadura del río Tocantins, en donde fueron abordados por la ágil lancha
pintada de blanco de los pilotos cariocas.
Por la banda de estribor intuían la isla de Marajó,
entre la densa bruma tropical; por la de babor, aunque más lejana, se figuraban
la populosa ciudad de Belém. Surcaban el frondoso cauce en derrota a Manaus,
activo enclave industrial situado junto a la confluencia de la ribera del
Negro, uno de los innumerables grandes caudales que, después de recoger las
aguas de varios afluentes y subafluentes, se vaciaba generoso en la gran
arteria fluvial; pero nada menos que a 1.300 km aguas arriba, en la misma arteria
fluvial por la que singlaban durante aquel tórrido estío ecuatorial. Lo hacían
a las órdenes de un práctico experto, que llevaba el río en la sangre; al cabo de
la travesía el piloto se había hecho amigo de toda la tripulación; se trataba
de un pulcro mestizo de unos treinta y cinco años y un metro ochenta de alzada.
Se llamaba Jan Van der Meer y era hijo primogénito de una preciosa indígena
yanomani, de los seis mestizos que alumbraría de forma consecutiva, uno por
año. Esta exuberante belleza femenina era colegida por todos los miembros de la
tripulación al contemplar una antigua foto en blanco y negro color, en donde
aparecía la joven indígena con el futuro piloto en sus brazos, posando felizmente
en plena manigua, a la entrada de un bohío, junto a su barbudo compañero, el
investigador enamorado. Resultaba un emotivo retrato familiar, portado siempre por
el estirado navegante fluvial en un recóndito departamento de su astroso
billetero, que Jan mostró orgulloso a los curiosos argonautas hispanos, los
cuales, ávidos, arremolinados ante él, se lo iban pasando de mano en mano.
La exótica indígena tuvo su primer parto a los
catorce años. Todos sus indiecitos
fueron concebidos por el personaje homónimo del piloto: un incipiente
antropólogo holandés de veinticinco primaveras que, nada más terminar sus
estudios en la vieja Europa, llegó a la Amazonía en los años cincuenta, junto a
otro colega homólogo sueco, dos biólogos germanos y varias toneladas del mejor
y más moderno equipo del que se podía disponer en aquellos años. Aquél resultó
un proyecto tan dilatado como ambicioso, en el que el cuarteto citado realizará
un riguroso trabajo etnológico y antropológico, muy laborioso, y de una
envergadura inédita por aquellas fechas, sobre las pocas tribus que habían
sobrevivido al devastador progreso.
El holandés
errante –según echaban de ver los marinos ibéricos, tras escuchar
atentamente las palabras textuales de su hijo Jan, en perfecto castellano, muy
atento junto a la rueda del timón, con los prismáticos suspendidos sobre su
bronceado pecho– nada más llegar a la selva con su homólogo el escandinavo y
los sesudos colegas teutones, quedó prendado en el acto por la desbordante, monstruosa, feraz magnificencia bucólica
del tal paraíso terrenal y su flora y fauna intrínsecas. Jan padre, después de
la atónita contemplación de tal edén, sintió una catarsis tan profunda que
jamás quiso regresar a la inhumana civilización, perennemente representada por
la gran hipocresía, hiperbólico cinismo, exacerbada mezquindad y desmesurada usura mercantil que siempre
ha caracterizado a la inmensa mayoría
–por no mentar a toda la raza– del mayor demonio de todos los demonios: el
hombre blanco. Quizá ahora, haciendo un acto de reflexión, he recordado al
mefistofélico Maquiavelo y lo diminuto que se nos ha quedado el pobrecito, al compararlo con las
actuales referencias humanas, más sofisticadas en todos los campos, de las tan
efímeras como enjundiosas disciplinas
humanas; pero, así y todo, ilustremente representadas por las personalidades
aún más raras y nocivas que pueblan impunemente el planeta, muy bien arropadas,
blindadas por su exquisita educación,
sabiduría y genialidad, al lado de un sinnúmero de asesores y ejércitos de
pánfilos lacayunos maniqueos, jugando eternamente a buenos y malos con sus
demoledores artilugios letales.
Después de la digresión necesaria del párrafo
anterior no me queda más remedio, si quiero terminar de contar esta historia,
de ir a lo que iba:
Aquélla resultó una inolvidable singladura en la que
la estilizada nave dotada de popa de espejo se sintió gratamente propulsada de
forma cíclica durante 1.000 km, ayudada por la enorme fuerza creciente que
ejercían las mareas desde que dejaron el Atlántico. Navegaban en el moderno
navío maderero “Shadow of the ghost”, construido a principios de la década de
los ochenta en los astilleros Ruiz de Velasco de la baqueteada ría bilbaína.
Este buque, entonces, ya surcaba los siete mares con pabellón de conveniencia
liberiano; aunque, tanto dicho barco como toda la serie, habían sido elaborados
por encargo de armadores rusos. Estaba tripulado totalmente por españoles. Se
defendía como un titán en todos los mares y condiciones, al estar
excelentemente diseñado, y ensamblado con buen acero local, de espesores
convenientemente dimensionados, en especial en toda la obra viva del pique de
proa y la roda, muy robustecida, preparada para romper los gruesos témpanos del
Ártico helado. Estaba impulsado por un vigoroso motor muy evolucionado de la
firma Burmeister & Wain, que entregaba 10.000 BHP, turbosoplado, trabajaba
en el ciclo de dos tiempos a simple efecto y estaba dotado de cruceta; el
escultural artefacto fue facturado en Manises bajo patente danesa, aparecía
pintado de rojo, cromatismo que le hacía destacar gallardo en la comprimida espelunca
de la sala de máquinas; daba un giro incansable, siempre se mostraba solícito,
silencioso, perfecto en su tenaz redondeo, y respondía de inmediato en toda la
amplia gama de revoluciones disponibles.
En la escueta biblioteca del buque se encontraba un
desvencijado ejemplar de La aventura
equinoccial de Lope de Aguirre,
de Ramón J. Sender, al lado de otro titulado Los marañones, de José María Moreno Echevarría. De los veintiocho
tripulantes de la nave una media docena de ellos eran aficionados a la buena
literatura. Éstos, alertados por el siempre informado y versátil Policarpo,
contramaestre, nada más descubrir los libros –que aunque él los percibió un
tanto desangelados sobre un polvoriento anaquel, acaso pensó que así estarían
recibiendo calor literario por ósmosis directa de El lobo de mar, del entrañable Jack London y, por si fuera poco,
ayudados en dicho proceso por Benito
Cereno y Billy Budd, marinero, de
Melville; títulos que, junto con El viejo
y el mar, del monstruo suicida Hemingway, La perla, del incipiente socialista John Steinbeck; y varios más de
Joseph Conrad, entre ellos Lord Jim y
El corazón de las tinieblas, formaban
parte de la exigua colección– se los fueron pasando todos, ávidamente, de mano
en mano, previo riguroso turno, mas con un deleite especial.
Durante su aprovechada lectura los argonautas remontaban
la corriente dilapidando, en horas de asueto, cajas y cajas de buena cerveza
americana, que en aquella ocasión adquirieron a buen precio, según el mayordomo;
pero todos los marineros, expertos en todo tipo de pócimas, lavativas y demás elixires espirituosos,
coincidieron en que les resultaba algo floja al trasegarla a sus secos y
profundos gaznates. Así y todo, se hizo un importante acopio de ella en
Jacksonville; la bebían como si fuera líquido elemento, inmersos como estaban
en la sofocante calina; además, consumían toneladas de hielo para los
inagotables cubatas nocturnos, que también libaban con delirio.
Los lectores argonautas, voluptuosos, más que nada al
sentir los gélidos vasos bien trincados en una mano, bien surtidos de un añejo
ron cubano y bien adornados por una gran rodaja de limón, con la otra
extremidad tenían que luchar, con denuedo de malabaristas, contra mafias organizadas: oleadas tremendas de
mosquitos fieros; se trataba de unos bichos malditos y de buen tamaño, provistos
de un fino estilete, con que hacían extracciones de sangre gratuitas a los
tripulantes, para los que ningún remedio disuasorio era efectivo. A pesar del
recalcitrante ataque de aquellas negras nubes repletas de vampiros zumbadores, el saberse con todas las vacunas actualizadas,
les daba cierta tranquilidad a los libadores lobos de mar.
Sin ninguna duda, una vez que, bajo el mecenazgo y
las ordenanzas preceptivas literarias de Poli, este aplicado grupo de lectores
hubo leído el libro, extraordinario, del prolífico autor aragonés –que si bien
no le concedieron el Premio Nóbel, creo que sobradamente se lo mereció–, los
otrora aplicados tripulantes no hacían ya otra cosa que pensar, lucubrar, y,
evanescentes, soñar en la aventura portentosa que fueron vislumbrando al volver
ansiosos las páginas del primer libro que he citado.
El contramaestre era dueño de una vieja máquina de
escribir, mas perfectamente engrasada y a punto, que conservaba con harto mimo
en su ordenada cabina, para dar rienda suelta de vez en vez a sus inacabables
fantasías literarias. A los dos días de tan compulsivas e intensas lecturas,
llegó Poli a mediodía al comedor de maestranza con un pequeño mazo de folios sueltos,
tecleados de forma apresurada, que empezó a leer delante del mecánico, el
chispas y el bombero, tras la aquiescencia de dicho trío, cuyos componentes ya
habían terminado de comer, y, en ese momento, fumaban unos gruesos y humeantes
habanos aportados por el encargado de las bombas, mientras saboreaban un
excelente ron cubano añejo, una pócima servida por Tomás en vasos oblongos,
repletos a su vez de grandes témpanos de hielo picado a cincel y martillo; los
cuatro marineros, junto con dos engrasadores y uno de los camareros: el
servidor del condumio que deglutían en el comedor de la marinería, situado al
lado del de maestranza, se acercaron también a la escucha de lo que les pareció
una charla interesante, sin duda, narrada con gran énfasis por aquél, cuya mano
zurda resultaba alzada de forma sincopada, a modo de gran orador. El jefe de
los marineros, antes de comenzar la lectura inminente, se había servido un buen
vaso de ron con mucho hielo, al que dio un largo lingotazo; encendió un
cigarrillo del paquete de Tomás, que estaba mediado sobre la mesa, y al cabo,
ya sin más preámbulos, había comenzado la lectura de su epítome de la manera
siguiente:
–Como habéis podido comprobar los que devorasteis el
libro de Sender, aquél resultó un episodio sobremanera atribulado, de principio
a fin, realizado por los marañones hace más de cuatrocientos cincuenta años, a
mediados del siglo XVI, a bordo de dos bergantines, tres chatas y unas
doscientas balsas y canoas.
>>Se trataba (según los dos magníficos autores que
he consultado para vosotros) de una expedición formada por un contingente
abigarrado de medio millar de españoles (de ellos 300 soldados de espada y
rodela y 120 arcabuceros), 25 negros y 600 indios e indias para el servicio.
Todos ellos viajaban tras una de las quimeras más increíbles de toda la
historia de la humanidad: El Dorado; si bien, a partir de un momento dado, el
hidalgüelo caudillo de Oñate, Lope de Aguirre, consiguió desbaratar la tamaña utopía
del hipotético príncipe (que previamente se hacía embadurnar todo el cuerpo con
una sustancia untuosa por sus acólitos y después era espolvoreado asimismo con
una capa de oro molido para bañarse presto en una laguna), alienando a toda
esta bronca caterva de aventureros a su causa particular: la vuelta al Perú a
través de Panamá.
>>Todos ellos dejaron a sus espaldas una
secuela terrible y muy sangrienta de crímenes, que iban cometiendo a la par que
finalizaban sus maquinaciones cotidianas en el curso de su lento, pero continuo
avance hacia el delta. Resultaban unas muertes tan absurdas como
injustificadas, urdidas a la perfección por el adalid mentado: el loco Aguirre; aunque casi siempre
fueron materializadas por sus leales sicarios desde el inicio de su, no sólo
lánguido, sino estrambótico descenso por el río Huallaga, en Topesana (todavía
en el Perú) a las órdenes de su primer jefe de expedición: el navarro de
Arizcun, Pedro de Ursúa. Allí se habilitaron los particulares astilleros de ribera; tras la particular
construcción y la botadura infructuosa de ciertas naves (algunas de ellas se desencajaban como castillos de naipes
antes de llegar al agua), dio comienzo la epopeya sangrienta, descendiendo al
encuentro del cauce más caudaloso del mundo, a la búsqueda del mítico El
Dorado.
>>Al autor de los anteriores párrafos épicos,
si le fuera posible retrotraerse viajando a través de un quimérico túnel del
tiempo, como hacían los protagonistas de aquella antigua serie televisiva que,
cuando aún llevábamos pantalones cortos, contemplábamos atónitos en blanco y
negro, le gustaría presenciar al jefe de los marañones: conspirando,
instigando, amedrentando con sus arengas reivindicativas a sus barbudos
colaboradores. En tales catilinarias, estentóreas a rabiar, el vasco estaba
inspirado por la molicie que él suponía en la lejana corte del gotoso Felipe
II, acaso reacia, según las meditaciones febriles del propio caudillo marañón,
a reconocer sus múltiples trabajos y
sufrimientos. Como bien lo manifestó el
loco en una carta escrita al monarca, en la que dejó muy claro a su
soberano que desde ese momento se desnaturalizaba de él: renegando de la
corona. Y es que el líder vasco no sólo presentía vegetando a dicha nobleza,
sino encastillada en un inmenso cuartelón edificado en las estribaciones de una
sierra pastoril situada a miles de leguas hacia oriente de aquellos parajes
tenebrosos que recorrían los marañones, tanto más inhóspitos cuanto más
umbríos.
>>¿Quién podría ver al hijodalgo de Oñate,
tocado perennemente con el morrión, y la cota de malla calada hasta las cejas?,
con la mano derecha asentada con firmeza sobre la empuñadura de su bien afilada
espada, por si acaso; mientras, al lado de su secretario, el ecuánime Pedrarias
de Almesto, y sus fieros lugartenientes, tronaba estentóreo e incansable a sus
secuaces sanguinarios en presencia de su hija adolescente: la mestiza doña
Elvira, mocita que será aniquilada por él mismo, al final de dicho periplo, en
Barquisimeto, ya pisando tierras venezolanas, sin haber cumplido aún los quince
años, cuando ya irremediablemente fue prendido y ejecutado por sus
perseguidores más recalcitrantes: los soldados reales. A pesar de quererla con
locura, más que a las niñas de sus incisivos ojos, la apuñaló a golpes de daga
para que no fuera ultrajada por sus tenaces perseguidores, y menos aún que les
sirviese como barragana.
>>Y, aún más, quién sería el afortunado que
podría sorprender al orate Aguirre, el Peregrino, o el Traidor (según la
evolución de sus incomprendidos traumas personales) a lo largo del recorrido,
en plena arenga, en medio del fragor apabullante de la naturaleza feraz y
biológico espectáculo sobrecogedor de tales latitudes, ora en las riberas, ora
navegando; o en los calveros de la selva, durante el tenso transcurso de
filípicas tan terribles, servido únicamente por su impresionante vozarrón, que
paradójica e inexplicablemente conseguían exhalar unos pulmones quizás mal albergados
dentro del tórax del sanguinario cojo alfeñique. De esta manera catartizaba
solemnemente a sus soldados; asustaba
a miles de pirañas, boas constrictor, anacondas inacabables y otras alimañas feroces que, lo más seguro, huirían
aterrorizadas ante la sombra pertinaz y no menos amenazadora de la implacable guadaña ambulante. Y, más aún, al
presenciar un exterminio continuo de paisanos, entrematándose, llevado a cabo
por los ferros y dogales de un séquito de desarrapados feroces que, bien a
golpes de pagaya por intransitables esteros, a cada paso por trochas y poblados
desolados de tribus indígenas (que desaparecían despavoridas al notar la presencia
de los castellanos), o a cada legua del gran río que dejaban por la popa
singlando a bordo de las estrafalarias y abigarradas chatas, balsas, canoas y
extraños bergantines, teñían de rojo el limo las riberas, difuminando al
unísono el brillo glauco impoluto de la manigua inextricable con los fulgores
bermejos que desprendía la sangre reseca adherida a sus cuerpos, harapos, naves
y bastimentos. Estas pátinas opacas resultaban neutralizadas, a veces, por
resplandores incisivos e iridiscentes que el vengativo astro rey disparaba
implacable con reverbero extratelúrico, en protesta contra los intrusos
depredadores de cuerpos, almas, y, de todo lo que se les ponía por delante. Los
rayos solares descendían como saetas, aunque tamizados y refrenados por la
exuberante vegetación ecuatorial; aún así, parecía como si quisieran activar
por sí solos los funestos filos acerados de los yertos hierros letales, que
aparecían estólidos, prendidos de las armaduras orinadas que portaban tan
activos como horrendos espantajos de carne y hueso; o, de la misma manera,
acaso podrían incendiar por sí solos, omitiendo la mecha necesaria para tal
fin, la escasa y salitrosa pólvora, que fue retacada de forma nerviosa, a golpe
de baqueta, en el fondo del cañón de aquellos toscos arcabuces; quizás
abatiendo carne fresca de iguana para llenar con ansia las andorgas de cinc, demasiado
hambrientas, de tales locos individuos, acostumbrados a deglutir los más exquisitos manjares con saña famélica.
>>Aquellos pesados artefactos consistían en unas
lentas, burdas; pero mortales armas de fuego que fueron fabricadas no muy lejos
del pueblo que vio nacer al cruento enclenque. Rengo éste precisamente a causa
de dos arcabuzazos que recibió en la pierna derecha, en Chuquinga, en plenos
Andes peruanos, cuando, al lado de Alonso de Alvarado, acosaban a Hernández
Girón, provocador en 1554 de la última guerra civil en el Perú, tratando de
reducirle.
>>Dichos armatostes broncos, percutidos de
forma perentoria, apoyados en una horquilla metálica clavada en tierra, o sin
apoyar, y, disparados a bocajarro, rompían con estruendo sordo el equilibrio
natural de la espesura, levantando así en vuelo
a todas las especies de inocentes catarrinos y platirrinos: primates
danzarines, y multicolor volatería gemidora. Se trataba de la misma fauna que venía
poblando confiada la selva durante siglos y más siglos, colgada sobre los
ramajes y bejucos más achaparrados, o trepando ágil hasta las copas más altas
de los maderámenes más recios y gruesos: unas impasibles moles de materia que ejercían
de testigos silenciosos y continuaban anclados fuertemente en su milenario
hábitat; mas, con el devenir de los años, también irán cayendo progresivamente,
como los marañones, abatidos de forma indefectible por la hacha demoledora del
progreso y su inherente, imparable e insaciable fiebre de lucro y consumo.>>
No bien terminó de leer Poli el último folio, los
marineros, todos paisanos de éste, prorrumpieron en una generosa salva de
aplausos, que aun atrajo al primer oficial de puente y al segundo de máquinas,
los cuales a su vez se encontraban en su respectivo comedor apurando la
pitanza; si bien los oficiales, al presenciar el final de la atenta cátedra en
el pequeño cubículo de maestranza, atestado de una espesa bruma humosa, apenas
le dieron importancia, volviéndose a su comedor sin más ni más, acaso con un
ademán de presunta superioridad sobre el resto de la tripulación.
Tomás, asombrado tras la atenta escucha del metódico
relato del gallego, mando superior de los marineros, quiso poner su apostilla
y, con una circunspección especial, previo buen trago de ron, se dirigió a sus
compañeros:
–Es cierto, compañeros, nadie me lo había contado con
más elegancia y precisión que nuestro aplicado nostramo, a lo que tengo que
añadiros que nuestra civilización nunca dudó ni tuvo escrúpulos ante tal
desolación, tan tremenda e inhumana, que indefectiblemente dejaba a su paso, ni
de las numerosas tribus que al unísono desaparecían exterminadas por la
codiciosa voracidad de multinacionales, garimpeiros,
buhoneros y ambiciosos reyezuelos vernáculos, todos ellos con patente de corso
para dar rienda suelta a su único proyecto humanitario: el de esquilmar no sólo
con mala saña sino también con denuedo frenético la ubérrima Amazonía.
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