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jueves, 6 de octubre de 2022

Rumbo al Rastro

Rumbo al Rastro

  

La sincrónica cantinela electrónica del telefonino, harto familiar para él, les avisó puntual acerca de la hora de inicio de las nuevas actividades, en un domingo que presentían también acentuado, tanto o más que las dos instructivas jornadas anteriores. Empero, este último día lo afrontaban quizás con un poco de pena ante la rapidez del tiempo consumido, aunque con el fehaciente consuelo de que aquél estuvo muy bien aprovechado. Ya bajan por las empinadas escaleras que les separaban de su anterior y eventual aposento del alto mostrador de recepción, adonde acudían cargados con los equipajes para dejarlos cerca del pequeño cubículo, como tenían previsto. Quedaron con la servicial señora en volver por ellos alrededor de las cinco de la tarde. Han dejado ya pagada la cuenta de esta pequeña estancia, ascendió a 114 €, con el estacionamiento del coche incluido, lo que considerando la equilibrada relación precio-calidad resultaba muy interesante, a tener en cuenta para otros futuros saltos a la capital; ahora, eso sí, acaso disponiendo de unos días más de los que disfrutaron en esta fugaz ocasión. Sin embargo, el Madrid deseado por ellos, ya lo habían sorbido con intensidad, a pesar de quedarles aún bastantes aspectos por descubrir. 

Salieron a la calle Ventura de la Vega y se encaminaron a la plaza de Santa Ana en busca de un buen desayuno; por suerte encontraron abierta la acogedora cafetería en donde anoche culminaron la intensa fecha anterior. Pidieron café, chocolate, zumos..., además de la típica bollería con mantequilla y mermelada. Se estaban reponiendo para comenzar un nuevo ciclo, el último de este interesante viaje, con la imperiosa y halagüeña perspectiva del Rastro, barrio al que se dirigieron nada más terminar de restaurar las fuerzas necesarias para su inminente asalto. Para ello se encauzaron hacia la plaza de Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura en 1922; aunque dicho galardón tenían que habérselo concedido a Unamuno, de no haber intercedido con tanta terquedad en su contra el frívolo monarca borbónico (o, mejor dicho, bobónico) de su tiempo.

Por Romanones llegaron a la plaza Tirso de Molina y, ruando por Duque de Alba, salieron a la calle de los Estudios. En muy breves minutos aparecieron en la plaza más castiza de la ciudad. Allí contemplaron la talla dedicada al famoso héroe pirómano madrileño: Eloy Gonzalo García, por su nombrada hazaña en Cascorro, provincia de Camagüey, en el año 1897, durante la guerra de Cuba. Fue una heroica gesta protagonizada por el Eloy. Con la ayuda de una lata de combustible, éste prendió fuego al lugar en el cual se parapetaban algunos de los insurgentes antillanos. Se trata de un monumento situado en el centro de su homónima rotonda, que usurpó la anterior nomenclatura de dicha plaza, dedicada en su día al insigne político Nicolás Salmerón.

 

Ya se encuentran en pleno descenso por la famosa Ribera de la Curtiembre, repleta de madrugadores cambalacheros, taimados chamarileros, vendedores de cueros, bisutería, ropa nueva, vaqueros... e invadida en todos sus rincones por los habituales artículos y trebejos, normales también en cualquier zoco de pueblo o pequeña capital: muebles, herramientas de todo género, enseres del hogar, quincallería; infinito número de cachivaches y objetos abandonados, desechados por sus anteriores dueños con agudizado y patético desprendimiento, pero sin duda alguna justificados por la mera necesidad; innumerables trastos, todos ellos revestidos por un indeleble matiz de antigüedad, a veces enterrado, bajo el sarcófago de una gruesa costra de roña.

La planta de esta zona es lo más parecido a un supuesto gran triángulo, en pronunciada pendiente, cuya base es la Ronda de Toledo, que discurre desde la glorieta de la Puerta de Toledo hasta la glorieta de Embajadores. Un lado del trígono, el derecho en sentido ascendente, lo forma la calle de Embajadores, que sube a partir de la glorieta del mismo nombre y finaliza en la plaza de Cascorro. El otro flanco de la figura geométrica lo forma la calle de Toledo. Del supuesto vértice, opuesto a su base, en la plaza del héroe, arranca en descenso la Ribera de Curtidores y divide en dos casi simétricas mitades este animado y multicolor polígono, que a su vez se encuentra poblado por todo tipo de gentes y personajes, desde infinidad de representantes de otras razas y países, sencillas y llanas del pueblo, de la clase media..., hasta personajes de la más rancia burguesía. De vez en cuando también se contempla, a pesar de estar camuflado entre las raleas anteriores, a algún despistado personaje de la licenciosa aristocracia madrileña.

Presentían los dos paseantes provincianos, cuando pensaban en los innumerables negocios e industriosos trapicheos del mítico, rico, estoico y frugal tío Carcoma, que el Rastro habría tenido muchos y mejores años, en unos tiempos más que animados, en los cuales, en muchas ocasiones, los hábiles artesanos, tan agobiados como los repentinos merchantes y los espurios anticuarios, montaban y desmontaban sus propias casas para ponerlas a la venta.

Aquel domingo, lo que ambos percibían no era más que un auténtico y desmedido comercio, exacerbado por la voraz sociedad de consumo de nuestros días, en la que también gastamos inapelablemente nuestra ajetreada y efímera existencia. La pareja pensaba en la posibilidad de encontrar verdaderas genialidades al mejor precio; pero con cierto temor, ante la gran oleada de robos y falsificaciones ejecutadas por verdaderos artífices del fraude y trapicheo, organizados a la perfección en sus clanes y mafias. Así y todo, concluyeron en que aquélla resultaba una maravillosa forma de pasar una mañana de cualquier domingo y disfrutar como niños grandes, inmersos en aquel ambiente tan castizo como mundano. Pararon en pleno descenso ante un puesto de libros, casi al final de la Ribera de Curtidores; abundaban en el stand los viejos australes, algunos no tan antiguos, al precio de 1,80 € por unidad. Tomás adquirió tres ejemplares a la pareja de comedidos y maduros libreros. Se trataba de Nueva York, de Paúl Morand, impenitente viajero y diplomático; La antesala del infierno, de Alfredo Marqueríe, y La sombra de Peter Wald, de Alberto Insúa, títulos todos ellos difíciles de encontrar, descubiertos hoy, por suerte, en esta gran colección compuesta por más de dos mil referencias y que es poseída al completo por Antonio Gala. Desconozco si éste la tendrá colocada más allá o más acá del jardín, al lado de la cocina, o en el cuarto de baño; ahora bien, tanto a Tomás como a mí nos gustaría tenerla si llegara la oportuna ocasión, aunque éste me dijo un cierto día que dispone de poco espacio en su pequeño piso, que precisamente, compró para ponérselo a sus libros.

Ya han llegado a la Ronda de Toledo; se detuvieron en el chaflán formado con Arniches, delante de un tenderete pleno de aparatos de todo tipo, y presenciaron, inalterables, con harto disimulo e íntima emoción (para no mostrar excesivo interés ante los avispados vendedores), el soñado teléfono tan deseado por la caprichosa morena. Se trata de un intercomunicador con caja metálica esmaltada de un blanco ebúrneo, ensamblado con algunas piezas de latón pulido, y, a su vez, una lograda réplica de los modelos Art Decó de los años veinte, fabricado por la mejor Telefónica de España. Bonito ejemplar; la pareja pensaba en su correcto funcionamiento al contemplarlo sobre la atestada batea. El aparato se mostraba decorado con un clásico esmalte de reminiscencias goyescas en el interior del disco numérico, y lo suponían listo para, nada más llegar a casa, conectarlo a la red. Ella preguntó el precio; le pedían noventa euros, contestó que lo pensará. Él se fijó en varias cámaras digitales, ya que, desde que entró en el complejo mundo de la informática, sintió un especial gusanillo por la posesión y manejo de uno de estos modernos y multifuncionales aparatos. Tomó la mejor del tablero y preguntó el precio a un bigotudo señor con pinta de perista, que se mostraba forrado con hermeticidad por una chupa basta de piel negra; éste le contestó que 500 €. Se trataba de una Canon del tamaño de un paquete de cigarrillos, que ofrecía un aspecto impecable; él pensó que por ese abultado importe acaso pudiese comprar una nueva en el comercio, con todas las garantías y manuales de instrucciones. El hipotético perista tenía otra cámara encima de la batea expositora: una HP, por la que le pidió 200 €; al final Tomás desechó las dos ofertas sin dar explicaciones. En realidad, si hallase un buen chollo se decidiría; pero como no conoce bien el asunto por tratarse de una cosa nueva para él, esperará otra mejor ocasión; si bien le gustó, a más no poder, la primera observada y palpada.

Continuaron el pintoresco y entretenido itinerario para llegar a la plaza del Campillo; recorrían los puestos con la esperanza puesta en el objeto deseado, que esperaban les encontrase a ellos, como sucedió con el teléfono de su inquieta acompañante. Miraban de forma ligera los libros amontonados sobre el copado suelo, según aparecían ante sus cansados ojos, delicados órganos, muy cansados ya; mas no dejaban de percibir las diferentes escenas para transmitirlas al cerebro, transformándolas en el acto en innumerables e íntimas sensaciones; además de las múltiples escenas que emergían dotadas de un colorido y de una belleza plástica inconmensurable, por la colosal vitalidad que a primera vista desprendían, que la pareja asimilaba de inmediato tras su atenta contemplación. Reparaban en cantidad de relojes de pared, la mayoría de ellos deteriorados, cansados de medir el infalible tiempo que poco a poco nos va anulando; aunque hayamos tenido la brillante idea de medirlo con estos tan vetustos como ingeniosos artilugios de sencilla mecánica, a partir del feliz momento en que Galileo descubriese, entre otras maravillas, las leyes del péndulo, y el físico y relojero holandés Chistian Huygens las materializase, aplicándolas acto seguido con el fin de regular la irregular marcha de estos maravillosos aparatos. ¡Con el paso de los siglos se logró colocar todos esos enrevesados engranajes en un reloj de pulsera! Ahora la mayoría de estos increíbles artefactos funciona con la energía eléctrica absorbida de diminutas pilas alcalinas, e incluso, los de pulsera, cuentan el tiempo accionados con pilas de botón de muy bajos voltajes, causantes del movimiento electrónico a cuarzo; ahora bien, con una exactitud anual de escasos segundos. ¿Qué te parece, Galilei?

 

Subían por Carlos Arniches, entrando con arrojo en casi todas las almonedas y anticuarios, comprobando que cuantos más establecimientos veían, más aparecían; eso sí, en todos ellos inhalaban un olor característico a humedad, mugre y miseria, lo que nunca resultaba óbice para que estos cuchitriles apareciesen saturados de los más inverosímiles artilugios y chirimbolos que unas veces aparecían cubiertos de polvo en su totalidad, y, otras, bien conservados y presentados. Todos estos dispares objetos y curiosidades representaban de modo fehaciente las tendencias, modas y atrevidos diseños desde los lejanos tiempos en que reinó Carolo hasta nuestros agitados días. Las librerías de viejo, por no decir casi inmundas traperías vetustas, húmedas, sustentadas por viejas vigas de roble entre los vanos de sus carcomidas paredes –opinaba Tomás–, aparecían repletas de papel: tapizadas hasta el techo por miles de ejemplares. Esta contingencia no sólo desanimaba a Tomás sino que también le disuadía de castigarse la vista en tan más ardua tarea cuanto más desligada garantía de encontrar algo de su agrado, dentro de su habitual línea literaria. Aun así, a veces preguntaba por los aleatorios autores favoritos, que siempre llevaba en la mente. Aunque, bien mirado, este gesto, en apariencia normal, podía ser un excelente motivo para que luego los sagaces y avisados comerciantes sobrevalorasen sus existencias a causa del pertinaz empeño demostrado por el potencial cliente sobre los escritores solicitados.

En una de estas librerías le atendió una admirable fémina del más puro estilo de estos barrios madrileños. Vestía un acertado conjunto de tono oscuro formado por una escueta falda de piel que dejaba adivinar, de forma muy clara, sus bien torneados y monumentales muslos, y su soberbia cadera de matrona; portaba un suéter fino y ajustado que textualmente informaba de su seno, generoso y turgente; una chaqueta de punto fino, a juego con las medias; y unos zapatos charolados de medio tacón del mismo tono antracita que todo lo anterior, pero sujetos al sobrio empeine por una gran hebilla dorada. Exhibía una cara sugestiva, de mirada profunda, inteligente, de la que emanaba una plasticidad que a Tomás le hacía evocar la conocida efigie de la mujer morena del disoluto Romero de Torres. Estaba dotada de una melena espléndida, suelta, poblada por un cabello negro tizón, brillante, enmarcando un perfecto ovalo facial entre sus crenchas. Lucía una boca agraciada, que se mostraba pulcra, impecable, adornada, además, por una dentadura excelente, ¡blanquísima!, cuyas piezas dentales le recordaban a Tomás la dentición mostrada por Concha Velasco antes de besar a José Sacristán en una bella escena de cama de La Colmena: una película excepcional llevada al cine por Mario Camus. Cuando el paseante se dirigió a la librera para indagar e interpelarle acerca de los autores buscados, ésta permanecía estatuaria, cual esfinge de Gizeh en su estratégico puesto de observación, situado a un metro de la angosta puerta de acceso. Ella le contestó regalando con un halagador timbre de voz a los oídos del interpelante, e impregnado de un acento tan delicado como seductor, de lo más cañí... A la librera le sonaban los novelistas citados por Tomás; ahora bien, en cuanto a la posibilidad de formar parte de las abundantes existencias del variopinto fondo editorial de dicho tabuco, los resultados se le tornaban negativos al presunto buscador de tesoros. No obstante, el bibliófilo le dio las gracias mientras se encaminaba al exterior, un tanto desilusionado; pero siempre acompañado por su dulce Anita, como llamaba con afecto Tomás a Míriam cuando, ésta, con su carita de no haber roto nunca un plato, le recordaba a la efigie de la Belén. Él contraste nacarado de las de tres filas de perlas del collar que circundaba, lujoso, el cuello, moreno, de la responsable del negocio, haciendo base sobre su excepcional espetera; la arquitectura perfecta, y la deslumbrante nitidez de su dentadura, resplandeciente, le habían impactado al buscador de tesoros; pero, sobre todo, la voz de la librera de fortuna le dejó maravillado hasta el éxtasis. Y es que éste, en un momento, dado había oído en la parte más interna del local: “¿Tenemos Mobidí, Hortensia? –precioso nombre para Tomás–, ¿Mobidí, Mobidí... Hortensia? ¿Dónde está Mobidí?” Esta cantinela hacía alusión, sin ninguna duda, a la conocida ballena blanca de Melville, y era expelida, de forma tan repetitiva como cantarina, por una voz que, a su vez, salía a borbotones de las tensas cuerdas vocales de una especie de ayudante vivaracho, desdentado y cobrizo: un rapaz de unos doce años, al que contestó presurosa la supuesta dueña: “Alberto, lo tienes en la primera estantería del fondo a la derecha, si no lo alcanzas voy yo, cielín”...

Tomás pensó hasta el crítico momento en que escuchó su nombre, ampuloso y botánico..., que podía haber denominado a Hortensia, sin ningún tipo de dudas, la más bella mujer de negro que jamás presenció en Carlos Arniches...

 

Mira el Río Alta, Bastero, Mira el Río Baja, Callejón Mellizo, Maldonadas, calle del Carnero...: callejones repetidos y abigarrados en donde se atinaba de todo..., o todo les encontraba a ellos. En alguna de las almonedas, numerosas y abarrotadas, de las travesías anteriores, volvieron a ver el mismo teléfono: el aparato culpable del delirio femíneo de Míriam. Preguntaron el precio, este último resultó más caro que el que habían visto en el primer puesto situado en plena calle. Sin más, ella decidió adquirir el primero, pensando en pagar sobre los 85 €. No les quedó más remedio que volver aprisa al tenderete ubicado al principio de la Ronda de Toledo; pero ahora con la incertidumbre de la posible venta del aparato. Conque descendieron de forma apresurada por Carlos Arniches, driblaron con habilidad al personal ascendente y enseguida estuvieron de nuevo ante el puesto inicial. Por fortuna, al llegar a la meta, seguía contemplándoles airoso, desafiante, el soñado artilugio inventado por Bell. Ella preguntó el precio; ¡le pedían 100 €!, es decir, diez euros más que la primera vez. Al cabo, Míriam, ayudada por Tomás, mediante un pequeño forcejeo con los dos jóvenes chamarileros, lo consiguió en 85 €, cifra ofrecida a priori por mi colega. La cámara más cara se había mercado, pero quedaba aún la HP, que no dudaron de su venta por el ladino perista, dado el actual auge que estaba tomando la fotografía digital. Ella había quedado contenta con su reciente adquisición y transportaba con celo inaudito su capricho añorado dentro una bolsa blanca de plástico; asimismo, él se mostraba risueño, por ver satisfecha a su compañera. De esta guisa, volvieron a subir por Arniches.

 

Una pareja representante de alguna de las nutridas ramificaciones eclesiásticas actuales, no sabían si del día antes o del posterior; si de los testigos, mártires, protestantes, calvinistas, cuáqueros, mormones, metodistas o adventistas se abría camino, trepando con paso decidido hacia la plaza avistada. Ella era una rubia trigueña; llevaba la melena lisa, se le apreciaban unos grandes ojos azules y, además, destacaba la hermosura de su cuerpo. Aunque caminaba con una discreta cojera, su silueta sobresalía entre el variopinto gentío, por su impoluto atuendo; y es que su singular ropaje consistía en una dalmática blanca, amplia, con la cual avanzaba sin complejos, mirando, hierática, al personal –según Tomás–, dado su afán imperioso de proselitismo. En la mano diestra exhibía en alto un grueso tomo o presunta Biblia. Su compañero, alto, enjuto, cetrino, avanzaba a su izquierda; vestía traje oscuro y suéter gris marengo de cuello vuelto, calzaba sonoros botines; llevaba el rostro protegido por unas grandes gafas ahumadas, y el labio superior, leporino, aparecía poblado por un gran bigote castrense. De esta forma, con su pretendida y fecunda pilosidad, trataba de disimular la indisimulable cisura. A golpe de megáfono voceaba sin complejos: Él es Dios, en él está la solución..., Él es Dios, en él está la solución..., Él es Dios, en él está la solución... Con una cadencia de voz isócrona, metálica, ambos santones culminaron el fuerte declive para terminar desapareciendo mezclados, absorbidos y disueltos por la vorágine comercial del heterogéneo gentío que poblaba la animada plaza del General Vara del Rey.

También ellos coronaron la cuesta a su paso de nuevos, curiosos y muy asombrados visitantes al concurrido lugar, referencia insustituible en la visita al Rastro. Decidieron hacer un alto en el camino y entraron en el café de la plaza oblonga; se trataba de una gran tasca, de su animado interior emanaban apetitosos olores de freiduría. Los calamares a la romana, deliciosos, recién atrapados del aceite de la freidora se tornaban como protagonistas y culpables de tales efluvios. Pidieron dos vermús de grifo, en plan de prueba, con la correspondiente tapa; a los cinco minutos les sirvieron el solicitado plato de dorados y anillados cefalópodos fritos, humeantes y tiernos; fue un aperitivo sabroso que hizo las delicias de sus ávidos paladares. Apuraron las ricas frituras, regadas con los aperitivos añejados de manera artificial, para ir sentando base en los estómagos, ya necesitados, a lo largo de tres horas de intenso andar, ver y gozar por todos los rincones de este barrio tan auténtico e insustituible. Tras abonar este pequeño, pero muy reparador tentempié, salieron de la repleta taberna. Husmeaban en relajada actitud de bureo buscando el imaginario tenderete de ropa vaquera; sin embargo, no lograron localizarlo; mas esta contingencia no les importó, porque siguieron gozando de lo lindo con la vista clavada en la multitud de los más dispares objetos que de continuo les brindaban los atildados responsables de los tenderetes, los que pagaban puntual y religiosamente la licencia municipal... y también los numerosos y oscuros espontáneos que extraían la mercancía del fondo abisal de los bolsillos de sus gabardinas, sobadas, y les ofrecían, desde cajas de condones de todos los tamaños, texturas, sabores y colores, mecheros, gafas de sol, paquetes de tabaco de etiqueta azul, lotes de pilas alcalinas y de botón, hasta nutridas piñas de rutilantes Omegas, Tag Heuer y Rolex (Troles) espurios. Al final descartaron el proyecto anterior de las prendas carismáticas tejanas; mas esta renuncia no les fue obstáculo para que siguiesen deambulando con denodada insistencia durante un buen rato, demorando al máximo el momento de pasar a otra fase; eso sí, sin abandonar aún la atiborrada plaza del barrio más castizo de la villa matritense, que ya inspiró en su día a todos los poetas y escritores de la generación del 98, desde Gómez de la Serna... a Pío Baroja.

 

Un cartel clavado entre las coyunturas desvencijadas de un muro recio de mampuesto, paredaño al de la vistosa fachada del bar en donde tomaron el reparador y rico aperitivo, anuncia: libros de Pío Baroja a 10 € unidad. Con la rapidez de un resorte se acercó Tomás para verlos de cerca. Hizo la pertinente inspección agachado, en cuclillas, una postura nada favorable para su machacada espalda; si bien, la ocasión lo merecía por tratarse de una vieja colección editada en 1919 por Caro Raggio, cuñado del impío don Pío y padre del antropólogo Julio Caro Baroja. Esta particular remesa estaba compuesta por una veintena de títulos, muchos de ellos, o bien mi colega los tenía colocados en sus artesanales estanterías, o ya los había leído. No obstante, tomó algunos en sus manos para echarlos una ojeada; en el acto notó su deplorable estado, con incontables orificios en sus páginas, causados por la carcoma y el resto de los parásitos xilófagos típicos: devoradores de la madera, harto golosos e insaciables con la pasta celulósica. Fueron elaborados con una muy buena encuadernación para su tiempo, destacaban con tradicional elegancia los significativos y célebres títulos barojianos, incrustados en letra dorada sobre los bellos tejuelos encarnados; en su interior aparecía ese conocido y desigual papiro de épocas remotas, cuando aún no existían factorías papeleras como las actuales y, entonces, los prolíficos traperos estaban en constante auge recolector y acarreador de toda clase de despojos textiles con los que, previo reciclado, se fabricaba –no sé cómo–, el material tan necesario para la difusión normal de la cultura.

El responsable de los libros se le aproximó cauto a Tomás, aunque con la portañuela del pantalón abierta en su totalidad, acaso por deterioro de la cremallera, más que por presunta omisión, abertura por la que aparecieron los cuadros añiles de su ajada camisa. En aquellos momentos el paseante bibliófilo no pudo evitar la risa, al recordar el invento que había patentado Míriam para asegurar de forma conveniente el homólogo mecanismo de sus gastados tejanos. Una vez que el singular marchante llegó a la altura de Tomás, le contó alguna anécdota sobre la presunta adquisición de los libros a un vasco residente en Buenos Aires... ¡o de vaya usted a saber su procedencia! Al mismo tiempo, para dar fe de ello, éste abrió uno de los ejemplares encarnados y le mostró, satisfecho, la firma a lápiz del supuesto propietario antiguo: Ángel Zuricalday. Tomás adquirió La caverna del humorismo de Baroja y otro libro que estaba un poco más apartado de los anteriores, titulado Teoría de Andalucía y otros ensayos, de nuestro gran Ortega, por idéntico importe al tomo del desconfiado y gruñón vasco universal. Se los abonó en el acto al tétrico, cenceño y oscuro personaje, al que ambos paseantes notaron ganas de conversación; ahora bien, éste no les inspiró ningún tipo de confianza, ante el sucio y desaliñado aspecto de ex convicto que dimanaba de una faz poblada por una barba rala, de varios días, y una facha nada recomendable para dejarse ganar por su simpatía, impostada. Sin embargo, se despidieron con amabilidad de este individuo tan extraño para continuar peinando la plaza oblonga, al encuentro del objeto que sin duda alguna les buscaba a ellos.

 

Trataron de localizar, con ágiles movimientos, el puesto de ropa vaquera de segunda mano; pero no consiguieron dar con él. Tomás llevaba tiempo pensando en comprar una cazadora tejana, la clásica de la famosa marca de California, y le hubiera gustado hallarla en este pintoresco sitio, por supuesto siendo una prenda merecedora de su aprecio, con relación a su estado, y más por el valor sentimental que adquiriese con el paso de los años, que por el mero hecho de comprarla nueva en cualquier comercio.

Por la calle Amazonas iban saliendo siempre en sentido ascendente de la populosa y desigual zona, rumbo a la Ribera de Curtidores; entraron en otra de las clásicas tascas, ahora en la esquina con Maldonadas, al lado de la talla de Cascorro, el famoso héroe. Pidieron de nuevo dos vermús de grifo, ya que les había gustado ese sabor rancio, sin ninguna duda añejado por medio de la química; aun así, de paladar excelente. Les pusieron de tapa un platillo repleto de anchoas fritas, que devoró Míriam en parte; además, pidieron una ración de patatas bravas; éstas, con su respectiva salsa al alioli, les entraban bien, mas no las terminaron, tanto por ser excesivas como por no quitar toda el hambre, ya que pensaban almorzar un buen menú.

Pasaba hora y media del mediodía; el ambiente estaba en plena ebullición, manifestándose en un continuo e invariable hormigueo humano, cuyo runrún se acrecentaba por la presencia, momentánea y afluente, de centenares de creyentes, a la salida de misa mayor, en una ciudad repleta de templos cristianos.

Muy satisfechos..., contentos de la visita al populoso y castizo barrio del Rastro, ahora vigilados de continuo por el fiel Cascorro, se encauzaron una vez más hacia la Puerta del Sol.

 


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