El viejo candray de la media luna
La nave otomana les ofreció, sumisa,
la perspectiva de su rechoncha popa
con los bidones de basura colgados
a babor y estribor, sobre las amuras.
El herrumbroso codaste, a pesar de
que en aquellos momentos emergía
evanescente medio metro por encima
del nivel de las glaucas aguas del Nervión,
aun después de lastrar el navío, siempre
lo hará perfectamente centrado sobre
el constante hervidero del vértice
de su divergente estela.
De nuevo, aún en la distancia,
el barco regaló a los oídos
de los dos paseantes otros dos
quejosos toques de sirena, como si
el oficial de guardia se hubiera dado
cuenta de la intensa expectación
que su corto pilotaje fluvial había
levantado en el ánimo de los peripatéticos
caminantes, y así quisiera recordárselo.
El M/S “Konstantino Kavafis” se dirigía
en lastre hacia la puerta del Abra interior,
que ya aparecía muy cercana;
avanzaba con sincrónico y pertinaz ronroneo,
envuelto en su humosa y densa aureola.
Todavía lo hacía asistido por el práctico
de turno, aunque por poco tiempo.
Los dos peripatéticos paseantes
contemplaron en la lejanía
cómo la funcional y ágil lancha
de casco azul inició la rutinaria
maniobra de abarloaje por la oxidada
banda de estribor del viejo tramp
para desatracar al piloto.
Desde el momento en que éste
se despidió del capitán, descendió
por la escala de gato y puso el pie
en la pequeña cubierta,
la desvencijada nave turca recobró
su arrebatada autonomía.
Sólo le quedaba rebasar las cadenciosas
señales, roja la del faro del contramuelle
de Arriluce, verde del rompeolas de Santurtzi,
y dejar a popa las últimas luces del superpuerto;
una vez superadas, el oficial de turno
pondrá el rumbo más idóneo para afrontar
esta enésima singladura en busca
de quién sabe qué puertos y qué cargas.
Ahora, los peripatéticos paseantes,
imaginaron que el viejo tramp
quizá navegaría hacia los lugares
más recónditos de este ubérrimo planeta.
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