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domingo, 30 de octubre de 2022

Un hombre que no quiso ser rey

 

Un hombre que no quiso ser rey

 

 

Un hombre que no quiso seguir siendo rey en un país donde reinaba el caos y la anarquía, situaciones inspiradas y estimuladas por las grandes desigualdades existentes en una sociedad que salía de una férrea dictadura indefectiblemente abocada al desconcierto, en medio de profundos desórdenes en todos los estamentos civiles. Eran los prolegómenos sociales del ya inminente triunfo de la idea o advenimiento de la deseada Segunda República. Esperado y multitudinario triunfo de la gran sed de igualdad, justicia y democracia de todo un pueblo: muy atrasado, analfabeto en su mayoría, pobre y hambriento; pero con mucha ilusión de libertad y futuro, al mirar con intensidad hacia las modernas democracias europeas. Ahora bien, una vez instaurada la Segunda República, la eterna presión de los atávicos y siempre insatisfechos poderes fácticos (iglesia y ejército), aliados perennemente con el todopoderoso gran capital, haciendo gala estos estamentos de un desprecio secular hacia sus antagonistas ideológicos y políticos, sumado a una interminable pléyade de fecundos y clarividentes intelectuales del bando contrario, lacerando aún más a las débiles clases inferiores y proletarias: facilitarían de forma irremisible, en un corto espacio de tiempo, que la infeliz nación se enfrentase a sí misma en una de las más cruentas y devastadoras guerras inciviles de todos los tiempos, la nuestra: La Gran Cruzada Católica en la llamada Reserva Espiritual de Occidente.

Antes y después de la brutal contienda, como contenido teórico y a veces colofón a sus tan uniformes como soporíferos discursos de aflautada voz, siempre repetiría el victorioso dictador el famoso párrafo acerca del Ruedo Ibérico...: “De ser muy susceptible la nación –¡pobre España!– a ser manipulada por peligrosos contubernios judeo masones”.

Como consecuencia de la maldita guerra entre hermanos, además del incontable número de víctimas que pagaron con su sangre y su preciosa e insustituible vida la total falta de entendimiento de las fuerzas políticas, la piel del toro, con la colaboración bélica de hordas de famélicos violadores moros, delincuentes legionarios sin escrúpulos, requetés vernáculos, brigadas de facciosos ítalos colaborando con expertos y experimentadores aviadores teutones, quedó completamente arrasada. Permanecerá, per saecula saeculorum, en manos de una caterva de astutos secuaces a lado de los triunfadores militares fascistas, que serán a su lado y en el inmediato futuro, los dueños y directores absolutos de la devastada y antigua Hispania romana. Posteriormente, durante la inacabable y hambrienta posguerra, todos estos funestos clanes citados actuaron en la más completa e impune libertad de acción, haciendo la vida prácticamente imposible en los pueblos y ciudades a los escasos y valientes disidentes que subsistieron a la masacre. Aun fuera de estos ámbitos urbanos, continuaron los vencedores de la cruzada con una hostigante y tenaz persecución tras decenas de luchadores armados que, a pesar de ser derrotados en la incivil contienda, después –en vez de huir fuera de las vigiladas fronteras ibéricas–, armados se refugiaron en los montes. Eran los llamados maquis, constantemente perseguidos y acosados por la Guardia Civil. Cuando estos intrépidos caían irremediablemente en sus redes, procedía la benemérita sin contemplaciones ontológicas, ni de ningún tipo, descargando a bocajarro certeras ráfagas de fusilería sobre este puñado de valientes. De esta forma, los rebeldes impusieron un régimen de terror y fuerte represión, para establecer –con más sangre aún–: el nuevo orden; continuamente firmando sus sádicos prebostes centenas de sentencias de muerte sin ningún temblor ológrafo en sus fofas manos y actuando como hambrientas alimañas sanguinarias, sin la más mínima consideración humana con los miles de desgraciados que caían en sus asesinas garras. Estos implacables sicarios abarrotaron las muy abarrotadas y lúgubres cárceles con miles de espectros de seres humanos, en deplorable condición de cadáveres con vida, aunque, milagrosamente, de esta forma tan inhumana, quizás algunos de ellos se salvasen de una muerte anunciada. La vida en la calle se caracterizaba por una total falta de libertad de expresión, e incluso en algunos casos de acción, impidiendo los rutinarios y necesarios movimientos de la población civil, en busca de los medios necesarios para su subsistencia. Un modo de vida totalmente sórdido siempre controlado por la tenaz, férrea vigilancia ejercida cotidianamente en la calle por el severo: inflexible, eficaz in extremis, y muy pegajoso control policial. Reprimía la DGS (dirección general de seguridad) cualquier tipo de reivindicación o protesta social con total aspereza, sin miramientos ni contemplaciones, aplicando con inhumana saña el reglamento fascista de los rebeldes militares vencedores, no escatimando los medios más contundentes y necesarios para ello. Por el desmesurado empleo de estos modos, siempre consideraron propios y extraños, que fue un régimen extremadamente fuerte por el uso indiscriminado de los medios represivos; pero ideológicamente de escasa cohesión: es decir muy endeble, al basar exclusivamente su poder en la descomunal fuerza ejercida por los cuerpos represivos.

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