El ornitorrinco del titiritero[1]
A mi amigo Theo es a quien le sobrevienen los acontecimientos mientras camino cansino por los adoquines del muelle en dirección a La Punta del faro y, con los brazos cruzados sobre mi espalda, me demoro, acaso de una forma pura y mecánica, para observar el pórtico de un edificio de indiano, el flujo vaciante de la marea o (con disimulo torticuloso) una atractiva rubia que camina a mi lado. De Theo sé algo por el correo electrónico y, a veces, veo su nombre ora impreso en el folleto de alguna conferencia o acto cultural, ora me lo imagino googleando con cara de jugador de póker y tanta ansia pedagógica como controlada impasibilidad.
A mí me gustan los motores de explosión, los catalejos, los relojes en general, las brújulas, los barómetros, las cartas náuticas, los grandes veleros, las biografías de perdedores (incluida la del manco de Lepanto), las féminas con la cabeza bien amueblada, el sabor del ron anejo, la música clásica, los sonetos de Petrarca, los de nuestro inolvidable Quevedo y la obra literaria de Homero; de algún modo, Theo también participa de estas aficiones, sí, ahora, lo hace de un modo tan fatuo que sólo las transforma en particularidades de un titiritero. Así y todo, me resultará harto discrepante aseverar que nuestra dependencia es opuesta, porque ya no sé si me sobrevivo o me sobremuero: vivo, sencillamente me dejo vivir y dejo vivir a los demás, para que Theo sea capaz de pergeñar su filología y sólo ese lenguaje me justifica. Ahora bien, no me resulta difícil admitir que él ha conseguido elaborar y estructurar algunas páginas para dar a leer a otros amigos y que acaso resulten admitidas en algún blog de Internet; mas la atenta lectura de esas planillas no me salvará de mi incipiente debacle, quizás porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera de Theo, sino del vulgo, la locución o la mera rutina. Dicho esto, me siento predestinado a diluirme en el vacío, for ever and ever, y sólo algunos momentos de mi existencia, anodina, por ventura pudieran sobrevivir en Theo. Eso sí, lentamente, voy cediéndole todo; si bien, él jamás deja de hacerme asomo de su malévolo hábito de simular y exaltar lo inexaltable.
Tecleado lo anterior, de algún modo me doy por vencido pensando en la materia molecular de Theo, la cual (según Demócrito)[2] aspira a perdurar en su ente; y es que, así como el baobab, eternamente, no quiere ser otra cosa más que ser árbol, del mismo modo el ornitorrinco no desea más que ser ornitorrinco: un mamífero cuyas hembras ponen huevos. Si bien, a pesar de que me complace sobremanera ser amigo de Theo, señalo que no estoy conforme conmigo, no: de ser alguien; pero me reconozco, en cierta medida, más en los libros de Theo que en otros muchos tratados y escritos actuales y, aun menos, cuando percibo, absorto, el arrullador ronroneo y pertinaz giro isócrono de un motor de cuatro tiempos.
Con el paso de los años no sólo he intentado librarme de Theo y su influjo de fatamorgana celícola, sino que aun moví ficha y evolucioné de las mitologías griegas antiguas a elucubrar con los esparcimientos relativos a la materia, al tiempo sideral y a lo infinito del espacio, con permiso de Einstein[3]; sin embargo, en un pequeño ciclo temporal eché de ver que esos pasatiempos sólo le pertenecen a Theo y, entonces me vi obligado a pensar en otras vicisitudes más al alcance de mi pobre intelecto. Así, mi anónima existencia es una fuga tan constante como imparable: todo lo que forje, todo lo que consiga, en un momento lo habré perdido e ignoro si estas tesituras me atañen a mí o le pertenecen exclusivamente a Theo. Es más, en este instante no sé si es Theo o su amigo quien torpemente teclea este texto.
[1] Paráfrasis homenaje a J. L. Borges.
[2] Demócrito (460-370 a. C.), nacido en Abdera, Grecia, sostiene que toda la materia es sólo una mezcla de elementos originarios dotados de las cualidades de inmutabilidad y eternidad, concebidos como entidades infinitamente pequeñas: imperceptibles para los sentidos, a las que el filósofo griego llamó átomos.
[3] Albert Einstein (Ulm, Alemania, 1879-1955-Princeton, Nueva Jersey, USA): físico alemán de origen judío, nacionalizado después suizo, austriaco y estadounidense. Se le considera el científico más importante del siglo XX.
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