La varita de los menestrales
Para la marquesa, del lobo estepario
En aquellos indelebles años de la segunda mitad de la década de los setenta, uno había terminado el bachillerato y, después de tirarme a la bartola durante un año sabático, casi sin darme cuenta, estaba ya inmerso de lleno en mi primera experiencia laboral, dándome cuenta ipso facto de la perra esclavitud del mundo del trabajo; sobre todo, cuando se labora en precario, en un panorama nada halagüeño de cara al futuro. Aún más, me hallaba realizando un tipo de tareas para las que no se me requería el dominio de ninguna especialidad y, en este caso, sin posibilidades de aprender los rudimentos de alguno de los oficios gremiales más demandados, y es que por aquellas fechas ésta todavía era una provincia fundamentalmente industrial; aunque ya se empezaban a avizorar malos tiempos para todo…, incluso para la lírica, como no muchos años después, ya en plena década de los ochenta, empezaron a proclamar con un morro y un desparpajo de lo más desparpajeante los chicos del grupo gallego Golpes Bajos, llevados de la mano de su estupendo vocalista Germán Coppini.
La inolvidable y cutre empresa donde fui a caer figuraba inscrita como Metales Ferrugíneos S. A. –la joyería, para mí– y estaba regentada por dos socios muy cicateros: Domingo y Javier, los cuales, cuando no se encontraban al pie del cañón, hostigando sin parar a sus hiperactivos operarios, se dedicaban a comprar los recortes de chapa aprovechables, sobrantes de todo tipo de industrias metálicas, especialmente los retales de todos los dinámicos astilleros de la ría: Euskalduna, del Cadagua, Ruiz de Velasco, Ardeag, Celaya, Marítima de Axpe, La Naval y Zamakona. Después, mediante el oxicorte realizado in situ, con los múltiples sopletes girando lentos sobre las correspondientes plantillas metálicas adosadas a las mesas electromagnéticas, y el subsiguiente torneado y taladrado final en diversos talleres mecánicos concertados por la singular usina, se convertían las decenas de toneladas de dichos fragmentos bermejos en miles y miles de bridas para unir tuberías de acero de diversos diámetros. Y así reiniciaban el circuito a la inversa, ya que, una vez manufacturadas, regresaban a los astilleros con los números y códigos de homologación estampados pacientemente, golpe a golpe, en sus cantos, mediante martillo y juego de marcadores: trabajo que normalmente realizaba uno mismo. Así que, no bien terminaba todo el lento proceso de marcaje anterior, ya sólo me quedaba, por fin, revestirlas de una fina capa de barniz anticorrosivo, antes de cargarlas al renqueante Pegaso de la empresa, o a un nuevo Avia de alquiler, si el anterior truck no estaba disponible, por avería, como sucedía la mayoría de las veces, o por estar efectuando otro servicio. Finalmente, las bridas eran porteadas por uno de estos dos vehículos a los repletos almacenes navales, en donde debidamente clasificadas y situadas al lado de válvulas de todo tipo, juntas, pernos y tornillos, pasaban a formar una parte esencial de los numerosos respetos que conformarán las heterogéneas redes hidráulicas demandadas por los cada vez más grandes y modernos navíos en construcción.
Durante aquel invierno inacabable y húmedo mis huesos salían de casa de noche en dirección al trabajo y volvían al redil en plena oscuridad. No bien me aseaba e irrumpía en la cocina, cenaba presto y agarraba la cama aún más veloz, ya que el estridente despertador sonaba con tenaz insistencia a la seis y quince de la madrugada, y, aunque las sábanas intentaban retenerme con su tibia calidez sobre el lecho desordenado, no me quedaba más remedio que vestirme en un santiamén para caminar medio sonámbulo hacia el aseo y espabilarme sobre la loza del lavabo realizando unas abluciones espartanas, en plan minino. Seguidamente, tras un frugal y rápido desayuno, echaba mano al sustancioso bocadillo que me había preparado mi madre por la noche, antes de acostarnos ambos, y, al cabo, salía de casa disparado como un cohete: bajaba las escaleras de dos en dos, y hasta de tres en tres, para no perder el tren de las siete menos veinte que me transportará –vengo por toda la orilla, igual que a las sardineras de la canción homónima– desde Santurce-Antiguo hasta Bilbao-La Naja, estación terminal a la que mi body llegaba medio dormido, a las siete y diez minutos, tras haber sido acunado sin descanso en el espartano asiento forrado de glauco escai –si había conseguido sentarme– a lo largo de una traqueteante media hora de recorrido, montado en aquellos vetustos convoyes eléctricos que avanzaban ruidosos, abarrotados de menestrales de todas las edades y profesiones. Todas estas piñas humanas, sin soltar de la mano diestra el envoltorio alimenticio, que asimismo viajaba liado en papel prensa, no dejaban de comentar las jugadas de los futbolistas, los fichajes de los equipos, o meterse con la madre que parió al señor de negro, mientras fumaban sin parar con la siniestra y eran vomitados sin compasión por el abarrotado monstruo mecánico nada más irrumpir escandaloso en las industriosas estaciones de La Iberia, Sestao-Urbinaga, Desierto-Barakaldo, Luchana, Zorroza, Olaveaga, Puente del Generalísimo y Bilbao-La Naja. Dichos trenes se desplazaban a lo largo de un entrañable recorrido ferroviario –ahora, al teclear estas líneas, si me empeño consigo recordarlo casi todo, pero dichas escenas únicamente se me presentan en blanco y negro– en el que horadaban tres lóbregos túneles. El primero de ellos resultaba el más largo, situado entre el apeadero de Peñota y la estación de Portugalete: primera y segunda parada del recorrido. Los trenes también cruzaban, con espectacular estruendo, dos sonoros puentes metálicos erigidos sobre los tan hediondos como encenagados cauces de los ríos Galindo y Cadagua. Desde La Iberia hasta casi Zorroza, circulaban al lado de un sinnúmero de densas redes de tuberías aéreas saturadas de gases deletéreos, colgadas de interminables y laberínticas estructuras de acero patinadas de arrobas y más arrobas de polvo industrial. Los convoyes, aún abarrotados de viajeros, dejaban atrás la dantesca y ruidosa siderurgia Altos Hornos de Vizcaya, funcionado con mucha prisa y sin ninguna pausa, accionada por miles y miles de anodinos motores de sangre, la mayoría inmigrantes vernáculos, envenenando aún más el espeluznante hábitat; rebasaban confluencias de ríos en las que se apreciaban viejos pecios de madera incrustados en el limo solidificado que recubría tan hediondas como emponzoñadas riberas, con sus costillares de roble emergiendo patéticos, acaso cual arcaicos esqueletos de antílope batidos por el simún. Los viajeros, madrugadores, con cara y torpes ademanes que delataban pocas horas de sueño y mucha televisión nocturna, contemplaban derrelictos añosos abandonados a su suerte, amarrados en las mugrientas y oxidadas boyas de las dársenas, que eran mecidos con grosera indiferencia por las fétidas crecientes y vaciantes del Nervión. Aparecían grasientos y fuliginosos desguaces de barcos, a veces en llamas, al hacer combustión restos de antiguos combustibles, seguramente olvidados en tanques abtrusos mal drenados, cuando habían entrado en contacto con las voraces llamas de los sopletes de propano; apestosas e insufribles factorías químicas; rimeros enormes de carbón al lado de cientos de toneladas de chatarra; amenazadoras y siniestras fábricas de explosivos; en Burceña aparecía una central térmica, asentada en la ribera izquierda del Cadagua, al lado de los astilleros, que hacía lo que podía con la enorme caldera B&W, quemando fuel oil al por mayor, así generaba vapor a espuertas, e incansable volteaba la turbina acoplada al alternador, ayudando a satisfacer la desmesurada demanda energética que entonces demandaba esta baqueteada provincia. A los viajeros también se nos mostraban mataderos industriales, mefíticos y de dudosas condiciones higiénico-sanitarias; y solicitados y muy activos astilleros que construían los más dispares navíos: desde grandes mercantes y superpetroleros, hasta esbeltos veleros de casco de acero y elaborada jarcia y buques escuela de guardiamarinas, destinados no sólo a armadores y clientes de diversos países sino también a algunas repúblicas bananeras del centro y cono sur americano.
Una vez que el transporte articulado llegaba a la estación término y frenaba estrepitoso, no me quedaba más remedio que ahuecar el ala, o mejor, el culo: levantarme cansino del cálido asiento, salir al abarrotado andén y trepar con rutinaria agilidad las pinas escaleras de acceso al puente del Arenal. Luego caminaba un trecho por la calle Navarra, al lado de mis compañeros, si había viajado o coincidido con ellos a la salida de la estación, y juntos esperábamos al trolebús de dos pisos que paraba en la plaza de España, al lado del edificio de esqueleto metálico de la megalómana mole bancaria, a su vez forrado por toneladas y toneladas de espesos vidrios. Aquel entrañable artefacto colorado era un vehículo fabricado en la pérfida Albión que, a golpes de fluido eléctrico, reptaba testudíneo con destino a Torre Urízar. En él, uno ascendía todavía algo muermo, sonámbulo; pero constantemente acicateado por los bruscos tirones del motor eléctrico británico. Estos choques me acababan de despabilar de las profundas y amargas meditaciones matutinas en las que me veía inmerso después de los tremendos madrugones cotidianos; los espoleantes golpazos resultaban complementados de vez en cuando en su machacona labor por los sobrecogedores chispazos ambarinos y nebulosos fulgores añiles que, de forma fortuita, despedía el trole, a modo de fuegos de artificio, en su inherente pelea de mimetismo confricativo con la línea aérea, robándole con simbiótico descaro los miles de voltios y amperios: kilowatios necesarios para realizar su tenaz ascenso. Cuando el encarnado mastodonte, de diáfanas reminiscencias londinenses, culminaba la gran cuesta que, con cadencia de buey apaleado había iniciado en Zabálburu, uno, apesadumbrado, dirigía la vista al populoso barrio dormitorio de San Adrián con cierta pose de hierática aflicción. Allí estaba ubicado el centro de trabajo. Mis compañeros y yo descendíamos del rudo armatoste inglés y caminábamos durante unos escasos diez minutos.
Antes de empezar la dura jornada de diez horas, recalábamos en el Aires del Río de la Plata, tasca en la que nos echábamos al coleto un copazo de un particular orujo gallego que durante su corto trasiego me abrasaba el gaznate, raspándome sin conmiseración las cuerdas vocales y el esófago, en su volcánico descenso, como lo haría la lija más basta, o aun más que en el caso de que estos anatómicos recovecos me fueran explorados y auscultados por el espejito y el resto de los útiles de un otorrinolaringólogo recién titulado, ejerciendo su intrínseca función en busca de mis anginas inflamadas. Y todavía la intempestiva libación se tornaba peor cuando la corrosiva pócima elaborada quién sabe dónde con los hollejos de las uvas se me sedimentaba en el estómago vacío, al notar de forma automática que me revolvía con fuerza las entrañas, convirtiéndoseme en un insufrible ardor que me hacía olvidar por un momento los esfuerzos y penurias y pesadumbres y juramentos que me iba a deparar la dura jornada que ya se me venía encima de forma inexorable.
Mis aguerridos camaradas se llamaban Vicente y Antolín; éste era hermano del híspido y atrabiliario encargado general, Ricardo. Ambos me miraban con gestos compasivos y cierta altanería durante sus rápidos y expertos tragos; si bien, a veces, no dejaban de mostrarse asimismo un tanto burlescos conmigo desde la insalvable muralla de los doce años que les separaban de mis diecisiete verdes primaveras y de mi inherente bisoñez de joven peón. En cambio, yo siempre trataba de disimular estoicamente las ásperas sensaciones etílicas: sacando estólido el pecho, cual cosaco ebrio apeado intempestivamente de su montura en plena tundra helada; pero no me quedaba otra opción más que, enfático, encender un cigarrillo con mi plateado e inseparable Zippo de gasolina y fijar subrepticiamente mi hueca mirada ora en la variada botillería multicolor que poblada los abarrotados anaqueles de la bodeguilla, ora en los tan más picudos cuanto más retadores senos, en plan mihura, de Anita Cupeiro: la hija, espigada y madrugadora, del bigotudo tasquero Edmundo Cupeiro. Esta vivaracha prenda tenía veinte años –se mostraba como para comérsela entre pan y pan de buena que estaba– y se había plantado sin dar muchas explicaciones en el segundo curso de Psicología y –“¡no te lo pierdas, Tomasín!”, me comentaba Vicente de soslayo– decía a todo dios que quería ser modelo; ahora bien, me daba cuenta de que dicha zagala no sólo se trataba de una díscola, caprichosa y descarada niñata, sino que, al mismo tiempo, hacía gala de un tremendo desparpajo y de un morro que casi se lo pisaba de largo que lo tenía. Edmundo, levantando su bermejo cuello desde la otra punta de la barra del bar, sin dejar de garrapatear con un cabo de lápiz de tinta sobre un papel de estraza, acaso intentando casar los incasables guarismos, me sorprendía obcecado en mis furtivas y fugaces miradas exploratorias, dirigidas sempiternamente a la incendiaria espetera de la nena, y me espetaba de vez en vez: “Que se te van a saltáaar los ojóoos carallo, chaaváaal”. Sin embargo, mis neuronas, aunque nunca comprendieron la caprichosa actitud de la seductora joven, la mayoría de las veces tal concentración de células cerebrales facilitaba que me quedase tremendamente cortado, sin saber qué contestar al inoportuno tabernero de Redondela. Este titán, con razón le llamaban Mundo sus familiares y clientes, fue un aventurero muy inteligente y decidido en su juventud. Uno de los numerosos emigrantes galaicos: buscavidas que se hicieron con una pequeña fortuna talando bosques en Paraguay, comerciando primero con aserraderos y luego con madereros mayoristas. Otros emigrantes, amparados por la Cruz del Sur, ejercieron de ganaderos al estilo gauchesco en la vastedad de la pampa argentina o trabajando de pastores, en solitario, junto a decenas de vascos, en los grandes ranchos de los Estados Unidos y el Canadá. En este caso, el oportuno caudal amasado por Mundo le fue más que suficiente en aquellos tiempos de mediados de la década de los sesenta; y es que, a su regreso, le permitió no sólo montar y regentar personalmente esta activa tasca, que siempre se hallaba repleta de numerosos rimeros de odres nuevos colmados de viejo vino peleón, sino también ser socio capitalista de dos buenos puticlubs, muy bien surtidos de carne de lupanar, situados en el denso barrio de Santuchu, nominados: Asunción y Montevideo.
Una de las costumbres que más me chocaron durante todo el periodo que me afané en la joyería, fue la imperiosa necesidad de sexo de que hacían gala mis compañeros de tren y faena; porque todos los jueves eran alegres días de braga para ellos y, por consiguiente, tenían que echar una varita, como me exponían con desparpajo circunspecto de expertos fornicadores. Algunas veces, bajo la insistencia de estos dos crápulas, nada más que salíamos los tres del trabajo, a las siete de la tarde, llegué a acompañarlos al conocido barrio de La Palanca, adonde bajábamos caminando en plena y animada cháchara y, no bien llegábamos, los dos oxicortadores, previa búsqueda de sus meretrices de costumbre, daban rienda suelta a su pertinaz libido por un poco menos de ochenta duros de entonces, con el catre incluido. Yo siempre me quedaba a verlas venir. En estas ocasiones, lógicamente, llegaba casi hora y media más tarde de lo normal a mi casa, en Santurce; por dicha demora tenía que dar una explicación convincente a mis circunspectos progenitores, a los que normalmente manifestaba que me había quedado a tomar unos vinos con mis compañeros de trabajo: razón por la cual ellos no me ponían pega alguna; estaba claro que, en cierto modo, uno ya era mayor, y más, habida cuenta de que los sábados a mediodía les traía el sobre con el jornal de la semana.
Vicente siempre se lo hacía de primeras con Claudia: La salmantina, le apodaban. Se trataba de una treintañera preciosa, morenaza, de mediana estatura, con la que él estaba listo al cabo de una media hora; después del precipitado fornicio, éste aparecía sudoroso y con la cara desencajada ante nosotros, sus prudentes compañeros de espera. En algunas ocasiones el poderoso semental leonés de veintiocho años no quedaba satisfecho y tenía que repetir, así que buscaba una nueva concubina en otro de los abigarrados tugurios; ahora bien, a ser posible sin que se enterase la charra. Antolín era abulense y le gustaban las rubias con locura, aunque de forma esporádica, al entrar a matar, según manifestaba risueño con mucha gracia, se encontraba con que algunas de ellas tenían el coño poblado de una tupida mata de pelo negro, castaño, pelirrojo..., y aun, a veces, se lo topaba glabro; pero, así y todo, él las elegía no demasiado esbeltas. Casi siempre, por no decir todos los jueves y algún que otro sábado, optaba por una trabajadora social –como él decía– de su altura. El de Ávila no gozaba de una talla que pudiéramos decir normal, era más bien pequeño; si bien, se mostraba siempre revoltoso en exceso, a pesar del complejo que arrastraba tanto más por su limitada altura cuanto por su parla gangosa. Sin embargo, el enano no se avergonzaba de su cimbel, como llamaba Vicente a la monumental porra que gastaba el de Arévalo; y es que se trataba de un juguetón instrumento que no guardaba las proporciones de la escueta alzada de éste: “Hombre grande: rabo grande; hombre pequeño: todo rabo”, le soltaba con sorna el de León al de Ávila. Mas a Antolín nunca le estorbaba tal atributo, se sentía orgulloso de él, incluso cuando llegaba empalmado al trabajo después de la cotidiana y madrugadora visita al bar de Mundo, y, en el vestuario, mientras se enfundaba la ropa de faena, se tanteaba la porra al peso, tan hierático como orgulloso (pensando en Anita y su dulce coñito), comprobando al unísono su esplendor y dureza de macho cabrío. Aun el cabrón de él me decía que si yo quería comprobar tal esplendor fálico podía realizarlo con mis propias manos, previa interposición de un papel de seda entre su miembro y mis callosidades digitales. ¡Qué elemento! Si bien, él, anteriormente, en la fase del orujo y aún en presencia de la perturbadora primogénita del próspero tasquero, siempre disimulaba, empalmado ya, y, astuto, llevaba de inmediato la conversación al tema futbolístico, en especial a sus estatuarios e intocables ídolos del Real Madrid. Habitualmente, éste acababa follando con Rosaura: La bilbilitana, por ser la trabajadora con la que más idóneamente se acoplaba y que mejor le seguía la corriente al cachondo pitufo. Se trataba de una aguerrida hembra de la misma alzada que él, de unos treinta y cinco otoños; con el valor añadido de estar excelentemente proporcionada: dotada de un culo prieto, mollar, soberbio, y unas tetas firmes, duras, de lo más tentadoras, para las que ni siquiera le hacía falta sujetador. Es más, raras veces portaba ella tal prenda y, cuando la llevaba, era más como bella arma de seducción que de soporte glandular. Normalmente la maña gastaba una lencería de cierta calidad, poblada de blondas, encajes y vaporosas transparencias. Según nos decía el pequeño gran hombre, esta hetaira resultaba una consumada máquina de fornicar: muy bien articulada, profusamente lubricada y de alta precisión; a la cual él comparaba con el aparato francés de oxicorte Movitome que manejaba en la joyería. Este gañán, una vez que descendía presuroso del meublé, no dejaba de revelarnos que la profesional zaragozana siempre se corría: una orgásmica cuestión que mi inmaduro cerebro y mi estólida bisoñez se tragaban conformes; pero no resultaba así con Vicente, que espetaba con retruécano al enano: “Sí..., sí, ya ya..., rabito de oro, y la Rosa no te canta una jota porque la dejas tan destrozada que hasta se le atrofian las cuerdas vocales del gusto que le das..., no te jode”. Sutileza a la que el pequeño colega jamás le replicaba, habida cuenta del gran respeto y veneración que él tenía por su altivo compañero leonés. La mayoría de las veces Antolín se quedaba muy satisfecho con la hetaira, hasta nueva orden. Ahora bien, los dos maromos resultaban tan folladores y putañeros que si, en un momento dado, después de la primera descarga seminal, les apremiaba la imperiosa necesidad de efectuar otra purga, y así drenar y aliviarse la intempestiva turgencia que el insaciable trépano les transmitía de forma inmisericorde a sus arrugados escrotos, nunca eran capaces de aguantar hasta el próximo jueves y, en consecuencia, repetían esa misma tarde; sobre todo en el caso de Vicente, como ya he reflejado anteriormente. Por el contrario, si ambos decidían aguantarse, dicha circunstancia tampoco se les tornaba óbice para que, sin haber pasado aún cuarenta y ocho horas del habitual coito de entresemana, se saltaran a la torera el reglamento tácito de folleteo que tenían preestablecido, dándose otra vuelta pasado mañana, no dejando transcurrir las siete lentas lunas que mediaban hasta al próximo día de putas; es decir, que retomaban el fornicio el mismo sábado sabadete de la semana en curso. Estas visitas tan recalcitrantes a sus idolatradas Claudia y Rosaura no dejaban de suponerles un buen pellizco a sus ajustados estipendios semanales.
En aquellas incursiones semanales, mis experimentados colegas intentaron un sinnúmero de veces que yo me desvirgara de una vez por todas con alguna de aquellas lumias tan aguerridas; pero, aún así, a pesar de la repetitiva insistencia de éstos, nunca fui capaz de intentar estrenarme en ninguno de aquellos antros tan cutres. Uno siempre desistía vencido por el miedo, timidez e inexperiencia: insalvable triunvirato que se me convertía de forma inexorable en un espinoso manojo de nervios en la boca del estómago, impidiéndome demostrar a mis colegas que yo también era un hombre. Por lo tanto, no me quedaba más remedio que contenerme y aguardar pacientemente a que los dos sátiros terminaran su aplicada labor, y, por supuesto, seguir condenado al vicio solitario. Este estoico intervalo de espera lo llevaba a cabo tomándome una Rumba Cola con resignada languidez en alguno de los sórdidos bares de la calle La Laguna o de la Plaza de la Cantera. Ahora bien, por dicho piscolabis me soplaban unos buenos ocho duretes del ala. Eso sí, de alguna forma o de otra yo los sacaba partido porque, desde mi estratégico puesto de observación, cómodamente sentado en un alto taburete y acodado en un extremo del elevado mostrador del antro en cuestión, controlaba todo el material de prostíbulo que me era posible controlar, y tampoco me importaba ser objeto de las miradas escrutadoras de todas las ávidas legiones de meretrices, las cuales, desde sus puestos de combate demandaban gesticulantes a los posibles clientes, ya sería apoyadas en la barra o en las paredes del putiferio, o haciendo corro todas ellas junto a la incansable máquina de discos. Algunas putas me abordaban sin miramientos retándome de palabra, y... de hecho, ya que las más atrevidas se me acercaban para tomarme la temperatura del paquete por encima de la portañuela de mi pantalón vaquero; otras meretrices, acaso menos osadas, pero igual de decididas que las anteriores, se restregaban los senos contra mi pecho, que asomaba lampiño bajo mi inseparable camisa vaquera, meneando al mismo tiempo sus experimentados pubis sobre mis fatigados muslos y rodillas, imitando la danza del vientre de las odaliscas turcas, sin la presencia extemporánea de docenas de eunucos; pero todas ellas intuyendo la cercana presencia de sus tan enjoyados como vividores macarras. A veces, calenturiento, me dejaba llevar por mi propia fantasía, pensando si me decidía o no lanzarme al coito a tumba abierta, cavilando cómo sería tal evento. En consecuencia, entre unas reflexiones y otras y las constantes manipulaciones y cucamonas a que me sometían de forma incesante las incitantes gachís del oficio más viejo del mundo, acababa terriblemente empalmado; por ello siempre llegaba a casa con dolor testicular. Sin embargo, nunca me decidí a subir al meublé con alguna de aquellas pegajosas hetairas. Así y todo, ellas nunca cejaban en su empeño y me pedían que les invitase a un refresco o me mendigaban con descaro unas monedas de a duro para ir poniendo discos de Cecilia y Nino Bravo en la moderna gramola automática; óbolos que, asimismo, les denegaba pensando en mis escuetas economías de bolsillo y en los ocho duretes que me habían soplado por la puta Rumba Cola. O, sin más, llegaba un momento en que las lumias desistían –¡qué triunfo el mío, jo!– hartas, no sólo porque sus cariñosos arrumacos habían topado con una roca basáltica, sino también porque sus tan hábiles como calenturientas provocaciones les resultaron asimismo totalmente inefectivas avec moi. La puta más atrevida, en un momento de descuido, cuando yo apuraba hierático mi Rumba Cola, aun me había metido la mano hasta los cataplines, sacándola asustada, con rapidez, como si hubiera palpado una ascua de leña ardiendo, proclamando a los cuatro vientos y dirigiéndose a sus impávidas compañeras: “Vaya, vaya, vaya con el niño, tan modosito tan modosito como aparenta y parece que se le va a quemar la minga”. Ante tal situación, ya no me quedaba más remedio que abandonar raudo el lupanar o sucesivos lupanares, si se repetía en ellos la misma actitud, muy tieso pero vencido, en busca de alguno de mis ocupados compañeros, calculando que tanto el uno como el otro ya habrían efectuado la correspondiente descarga seminífera.
Con el paso de los meses, me arriesgaría a ejecutar una de las primeras decisiones importantes de mi vida, habida cuenta de mis profundas reflexiones y amargas conclusiones existenciales. Dicha disposición nada tenía que ver con la materialización de mis pedagógicos devaneos de los días de sexo junto a mis veteranos compañeros, no. Tras unos escasos siete meses de trabajo en aquella especie de joyería, me vi obligado a pedir la liquidación; más que nada porque los diamantes, rubíes y demás metales preciosos brillaban, pero únicamente refulgían por su ausencia; ya que, al fin y al cabo, aquella empresa sólo se trataba de una sórdida chatarrería, o más bien un inmundo cuchitril donde me reventaba diariamente. La mayor parte de la jornada ejercía perennemente de burro de carga: acarreando constantemente chapas a las hambrientas mesas de oxicorte y cargando botellas de oxígeno y de propano al hombro para sustituir con premura las que se iban consumiendo, acopladas a los seis u ocho voraces sopletes encendidos. ¡Qué forma de trabajar tan a lo tonto! ¿Cómo pude aguantar tanto tiempo en dicho matadero? Aun llegué a tener un accidente. Una pesada plancha de caprichosa forma elíptica: parecía un pez grande y tenía unos buenos treinta milímetros de espesor, me cayó encima del dedo gordo del pie derecho, mientras intentaba manipularla haciendo palanca con una barra de acero, y me arrancó de cuajo la uña del dedo gordo del pie derecho. Se conoce que las dichosas leyes físicas del Arquímedes y sus aplicados compadres me fallaron estrepitosamente; empero, no las astronómicas, ya que el inmenso dolor que sentí, aún con la plancha encima del pie, me hizo volver el cuello hacia la tan magnificente como infinita bóveda celeste para ver de forma simultánea todos los planetas y alguna de las estrellas más abstrusas. Este percance me mantuvo veinte días de baja. Por otra parte, el fortuito accidente habría sido evitable de haber calzado botas de seguridad. Pude haber demandado por ello a la compañía, ya que era obligatorio el uso de dicho calzado. Pero no, no lo hice: bien por miedo a las posibles represalias que con respecto a mí pudiera tomar la cutre empresa en el futuro, bien por simple cobardía..., o mejor, por inexperiencia. No obstante, después del accidente todo el personal comenzó a usar las putas botas de marras: eterna relación causa-efecto con la que se demostraba por enésima vez que ésta seguía siendo la tónica tercermundista que para todo tipo de actividades industriales y, tras las más tristes, funestas y aun macabras consecuencias, ha dominado siempre en este atrasado país de charanga y pandereta; por no decir de improvisación, chanchullo, chapuza y la machacona constante cantinela: “Eso déjalo, no lo toques más que ya vale así; total para lo que nos pagan”. De esta manera nos ha lucido, nos luce y nos seguirá luciendo el pelo, por los siglos de los siglos.
Aquel día, a pesar de todo, llegué a casa con los simbólicos emolumentos correspondientes a mi voluntario finiquito, que escuetamente correspondían a la semana en curso, ya que casi tuve que dar dinero a la empresa tras la lectura de un farragoso e ininteligible papelorio urdido por un contable engreído y chapucero, en clara represalia por la repentina marcha del joven burro de carga. Caí en la cuenta de que resultaba obvio para la empresa que el joven peón de diecisiete años, como yo rezaba en nómina, se dejaba todos los días la piel en el tajo.
A la vuelta del trabajo, nada más entrar en la cocina de mi casa, di cuenta al circunspecto consejo familiar de la decisión que había tomado y ejecutado. Por ello tuve que soportar la correspondiente arenga de mi abuela paterna (la que, antes de que uno empezase a trabajar, me tildaba constantemente de vago mientras su hijo –mi progenitor–, se reventaba); pero no hice ni puñetero caso a la gruñona anciana, al intuir que en breve comenzaría a trabajar en montajes industriales con una de las más nombradas empresas de entonces.
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