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martes, 2 de julio de 2024

El onanismo de los querubines


 

El onanismo de los querubines

 

Nos habían dado las cinco de la madrugada de un fresco sábado de primavera cuando Nati y yo abandonábamos Boga Boga, la disco más chic de Torremolinos en mitad de la década de los felices setenta, después del tremendo calentón que nos habíamos dado: bailando lento, muy pegados, mimetizados en la oscuridad de uno de los rincones más abstrusos del local, e inmersos en el exuberante y prometedor jardín del deseo de nuestros diez y nueve veranos; ese día ella había cumplido los suyos, ¡y bien que lo celebramos, jo! No bien salimos, al lado de la puerta del rumboso local, enlazados por la cintura, acaramelados como almendras garapiñadas, ella no dejaba de recordarme, con una pose tan pícara como capciosa y excitada, que mi mochila se hallaba aún en su apartamento. Así que nos dirigimos al ciento uno por ella; allí me dediqué a prepararla, dejándola lista para el duro viaje que me esperaba. Recogí el macuto del suelo y, cargándolo, pregunté a Nati si me acompañaba a mi apartamento. Ella asintió. Nada más cruzar el umbral del ciento cuatro la atraje hacía mí y, sentados sobre la bermeja colcha del lecho, le di otro buen repaso: la besé con desaforada pasión, trataba de llegar con mi lengua hacia lo más hondo de su glotis. En un arranque de pasión me levanté como un autómata y cerré por dentro la puerta de la morada; volví raudo para abrazarla de nuevo, comenzando a desnudarla, ahora tumbados en la cama. Mi miembro estaba en plena erección. Aunque ella ya lo conocía, se asustó al verlo en todo su esplendor. Le quité los zuecos, le bajé la cremallera del bluyín y se lo extraje, no sin cierta dificultad, pues lo llevaba muy embutido, a presión sobre sus torneados muslos y sobrias caderas; a continuación, hice lo mismo con la braguita, muy sugestiva: negra, de encaje. No me ponía pegas a nada. Mi lengua en todo momento jugaba con la suya, dentro de su paladar; después me ciñó el pene con la mano diestra, se lo llevó a la boca y empezó a mordérmelo, al mismo tiempo que me lo succionaba con torpeza. Comprobé con la palma de la mano que la vulva se le desbordaba: todo su pubis se me ofrecía especialmente empapado y resbaladizo, cual tenca recién capturada, ya en manos del paciente pescador. Me dije para mis adentros: “Ha llegado la hora de tu ansiado debut, vaquero”. En el instante que, separando con mis dedos la hirsuta melenita que le recubría los bordes de los labios mayores, enfoqué mi glande entre sus alitas menores, noté que Nati estaba aterrorizada, con la faz desencajada, muy tensa. Yo no hacía más que empujar y empujar con mi pubis hasta que noté que algo cedía, como si introdujese mi pulgar en un bloque de mantequilla templada, mientras mi sexo se hundía entero en la deliciosa y delicuescente fisura, al mismo tiempo que ella chillaba como una histérica, no sé si de dolor o de placer. No dejaba de moverme, estaba a punto de llegar al fondo del foso del castillo de irás y no volverás; pero interrumpí mis movimientos confricativos unos segundos porque notaba que me venía inexorablemente el orgasmo. Semiincorporado sobre la engurruñada sábana bajera, aún con mi miembro dentro la deliciosa espelunca de Nati, me fijé cómo unos reguerillos de sangre corrían graciosamente por sus torneados y radiantes muslos. Sentí que me corría, en cambio tuve que abandonar presto su ceñida vagina para vaciarme caudaloso y ubérrimo sobre sus senos y su boca, no fuera a ser que la liásemos, al mismo tiempo que contemplaba cómo Nati se relamía los labios al degustar mi opalescente esencia…

Ya estoy en ruta, tirando de pulgar. Dos monjas pasaron delante de mis morros a bordo de un doscaballos de color claro, a una velocidad de risa; calculé grosso modo que no circulaban a más de cincuenta por hora. Pensé que me paraban, dada la escasa marcha que traían, pero no, al poco tiempo desaparecieron en el delicuescente y caliginoso reverbero de la lejanía. Me quedé como un tonto pensando en las autopistas de un millón carriles en ambos sentidos que quizás surcasen el cielo desde que Adán y Eva, por no disponer de medios contraceptivos, y por supuesto pecando, engendraron a Caín, Abel, y, de rebote, a Set. Unas rutas espaciales que imaginaba repletas de conductores etéreos que, en su particular metempsicosis, las colmaban en forma de ángeles, santos, curas, obispos, papas y, especialmente, de monjitas. Me figuraba a san Pedro ejerciendo labores de mando como jefe de tráfico del segundo distrito, el más conflictivo y saturado de La Vía Láctea. También pensaba que, si estas hermanitas motorizadas de la caridad tuvieran o provocasen un accidente en el planeta telúrico, a lo mejor los implicados, en caso de fallecimiento, subirían de inmediato a los infinitos dominios del creador, ya que por influjo de ellas estarán todos en gracia divina y, allí, monjitas e implicados, volverán a gozar sin peligro de dichas aeroestructuras. Observé que entró en la gasolinera otro gran camión, de los que transportaban turismos nuevos, de vacío, y me encaminé hasta su verde cabina. Pregunté al chófer adónde se dirigía, me dijo que iba a Burgos, que no me preocupase que él me llevará; pero antes él tenía que comer, tarea que le ocupará una hora como mínimo. Mientras él almorzaba en el restaurante que me indicó, en la misma gasolinera, le advertí que continuaba haciendo dedo y si no me cogían le aguardaba a la hora convenida, sobre las dos y media. Ahora tenía un vehículo con que viajar hasta la ciudad del Cid, lo me suponía un avance de doscientos cuarenta kilómetros, lo cual significaba un gran salto. Antes de su entrada en el restaurante, el camionero me indicó el punto exacto por el que aparecerá luego con el camión, no bien él comiese. El vehículo se trataba de un trailer de fabricación nacional que tiraba de una góndola imponente de dos pisos, pintada del mismo color verde que la cabina; en los flancos de la góndola–remolque, rotulados en grandes letras amarillas, leí el nombre de la compañía: TRADISA. Presté atención cómo aparcaba al lado del sitio elegido para reponer fuerzas; entretanto, yo seguía tirando de pulgar, aunque en esos momentos, contento, pues si no me recogían, ya tenía apalabrado el viaje. Se acercaban las dos de la tarde, nadie me había parado, así que decidí volver al bar, y ahora sí, zamparme el bocata estuviese como estuviese el pan, ya que me había entrado un hambre canina, acrecentada por los efluvios gastronómicos, sugestivos, provenientes de los restaurantes ubicados en la gasolinera. Me acerqué al bar, pedí otra cerveza y me senté en una silla; apoyado en una mesa para descansar, con toda la tranquilidad del mundo, me fui engullendo el bocata, que viajaba conmigo desde Málaga, comprobando que no estaba del todo mal: “¡Qué estragos me hacía pasar el hambre!” Cuando acabé el frugal yantar apuré la Mahon y salí al exterior con la idea de acercarme a la puerta del restaurante donde comía el camionero, decidido a esperar que el transportista terminase de llenar la andorga, labor que realicé sentado sobre un muro enjalbegado por el que una hiedra pegajosa comenzaba a trepar. Eché una ojeada a mi fiel reloj japo, automático, de acero, el que compré con mis primeros sueldos no bien empecé a trabajar en montajes. Serían las dos y cuarto cuando lo vi salir del bar. El camionero me hizo una seña simpática con la cabeza, indicándome que partíamos; sentí una gran relajación al comprobar que, por fin, tenía el viaje seguro hasta Burgos. Al llegar a la majestuosa cabina abatible del Pegaso, él ascendió primero, me franqueó la puerta del copiloto, trepé por sus elevados peldaños, accedí al habitáculo e instalé el macuto delante de mí. Nada más que puso en marcha el poderoso propulsor se dejó oír el sonido de la turbina del turbocompresor, avisando que, entremezclados entre una maraña de válvulas, bielas y pistones estaban ocultos nada menos que trescientos caballazos de potencia real, los cuales tratará de domeñar la evolucionada caja de cambios por medio de sus fresados y cementados trenes de engranajes y, si acaso estas series no podían, todavía quedaba echar mano de la reductora, que desmultiplicará aún más las primeras relaciones del cambio: ¡Alguien da más? Entramos al instante en conversación. Me fue contando cosas del mundo del camión y del transporte, en especial del factor humano, representado por un sinnúmero de orondos señores sentados al volante de rugientes máquinas; de continuo atravesando provincias y países, robando muchas horas al sueño (entonces no existían los tacógrafos y sus discos de control), sin hacer caso al cansancio, lejos de sus entornos familiares; sin poder dedicar tiempo a sus vástagos, concebidos seguramente aprisa entre uno y otro viaje. El camionero me contaba que, antes de tirar de volante, había sido labrador y después soldador, a lo cual le dije que uno había elegido el oficio de calderero-trazador; es más, me añadió que dicho trabajo en su día le gustó, porque en el fondo no existe un solo soldador que no admire a un calderero, encomio que de ningún modo se da a la recíproca. En un momento dado, éste, cansado de los electrodos, la pinza, pantalla y el traje de cuero para evitar quemaduras en la piel, le dio por los camiones y, tras sacar los pertinentes permisos, ahí que le tenemos, rodando kilómetros y kilómetros. Me apuntó que ganaba bastante dinero, porque a veces realizaba rutas por diversos países de la vieja Europa: Francia, Alemania y Suiza. Me reveló con alegría que hoy se trasladaba a su pueblo para pasar el fin de semana con la familia, y, partir el lunes hacia Alemania en busca de una partida de turismos nuevos germanos. Cuando nos cruzábamos con algún camión de la misma compañía, veía cómo se saludaban los conductores: bien con las ráfagas de luces largas, el claxon o incluso extendiendo el velludo y torneado brazo fuera de la cabina. Al revelarle que venía del Sur, me dijo que los andaluces, en su mayoría, se trataba de una raza de falsos, embusteros y mentirosos, confidencia que me soltó convencido; pues, al haber viajado mucho por Andalucía, me precisó que tuvo tiempo de sobra para comprobarlo. Algunas veces me hacía reír, ya que siempre me contaba anécdotas bastante graciosas; otras veces resultaban más serias. Sobre todo, cuando me habló del cura de su pueblo, del cual me decía que a pesar de que éste fue un ladrón durante la guerra civil, un tío suyo, de Claudio, le ayudó del recalcitrante acoso de las hordas rojas, aun arriesgándose a perder la vida, logrando con su actuación que el sacerdote siempre estuviese a salvo. Con el devenir de los años, viendo que el tío del chófer se encontraba no sólo en unos lamentables sino también tristes apuros, el cicatero y desagradecido representante del clero pasó de él. Cuando Claudio me hablaba del cura recordé al asturiano que me había transportado desde Jaén a Torremolinos. El astur tenía bastante rabia a los de la sotana, de los que decía que encima de comer como curas, se tiraban a todas las tías, sobrinas y beatas que podían, no les faltaba nunca de nada y se empeñaban todavía en hacer comulgar a la gente con ruedas de molino. Al mismo tiempo me daba por pensar que favoreciendo la incultura, el oscurantismo...; y administrando una fe apócrifa llena de especulaciones, entelequias incomprensibles, milagros sin fundamento, absurdas profecías y demás sortilegios. Nada más que comenzamos a descender por el puerto de Somosierra, Claudio paró el camión al lado de un bar de carretera para tomarnos una cerveza; al acabar de trasegarla, eché la mano al bolso para pagar ambas consumiciones, mas noté que sólo tenía cinco duros. Me dijo que no me preocupase, que pagaba él; compré unos chicles, y partimos hacia el monstruo de acero. No bien arrancó, empecé a contarle algunas peripecias sobre mi aventura; me di cuenta de que a Claudio en absoluto le sorprendió la parte dinámica de ella, ya que estaba acostumbrado a ver gentes de todo tipo mimetizadas ora sobre el asfalto abrasador en el estío, ora de la misma manera, mas ateridas sobre la nieve de las cunetas en los duros inviernos, cuando él atravesaba las rutas, áridas y yermas, que entonces cruzaban y circundaban la península ibérica, vigiladas, gentes y rutas, por la negra silueta troquelada de un toro de hojalata del tamaño de un mamut que siempre mostraba con insolencia su testa, cola y testículos desde oteros desolados, destacando incólume sobre ellos, con sus astifinos pitones metálicos orientados al Polo Norte de la bóveda celeste (símbolo más representativo, antes y ahora, de la nueva indiosincracia borbónica, o bobónica, de un país de charanga y pandereta, de cerrado y sacristía, devoto de Frascuelo y de María, de espíritu burlón y de alma inquieta..., donde tras el óbito del sanguinario dictador gallego, por desgracia, todo había quedado atado y bien atado), recomendando a los españolitos el consumo sin tasa de los efluvios alcohólicos que desprende el brandy fabricado por una acaudalada familia afincada en la provincia de Cádiz. Claudio en todo momento se mostraba campechano, siempre con la sonrisa en la boca y el verbo fácil, dispuesto a contar cualquier historieta, que siempre me hacía reír. Con esa tónica nos acercábamos a Aranda del Duero, donde paró a repostar carburante; llenó el tanque, unos trescientos litros de gasóleo, y así lo dejó preparado para el día de su salida hacia las grandes rutas europeas; una vez que abonó su importe arrancó dispuesto a cubrir la última etapa para mí, que acabará en Burgos. Atravesamos el centro de Aranda, percibiendo cierto bullicio vernáculo en el ir y venir de sus habitantes, pueblo del que había oído hablar, famoso por sus asados; pero, sobre todo, por los caldos de la ribera del Duero. En un momento dado me comentó Claudio, al ver las numerosas matrículas de Bilbao rutando, que los conductores de estos vehículos eran, por lo general, los que más infringían el código de la circulación y, a su vez, más accidentes provocaban y sufrían: situación que no me extrañaba, dada la gran fanfarronería y delirios de grandeza que siempre habían adolecido una gran parte de los satisfechos pobladores del País Vasco. Otras veces me daba consejos sobre la conducción, tanto en seco como en mojado, al revelarle que hacía poco que yo había sacado el carné de conducir y sólo pensaba en adquirir un utilitario barato para soltarme poco a poco en la conducción.

 Adelantamos al doscaballos de las monjitas, que rutaba con su testudínea marcha. Le había comentado a Claudio que las había visto pasar cuando hacía dedo en la gasolinera de Alcobendas, mientras él comía, ya que me había quedado con el color y la matricula vitoriana del vehículo. Pensaba que, cuando la masa rodante de acero en la que viajábamos las rebasó, a lo mejor las hermanitas sintiesen un gran escalofrío y, aterrorizadas tras el rebufo del centauro, acaso se santiguasen con temor, pensando al mismo tiempo en estos broncos artefactos del demonio manejados por homínidos apresurados. Asimismo, lucubraba que quizás ellas sólo soñasen con las rutas divinas, acaso exentas de estas esperpénticas moles que, tentando tanto a la fuerza centrífuga como a la insaciable voracidad de Lucifer, surcaban a cien por hora las sinuosas rutas del Averno. Nos acercábamos a la ciudad del Cid, allí en el momento que entrase el veloz trailer, no me quedaba ya más remedio que despedirme de Claudio, mi simpático conductor, ya que él tiraba hacia Melgar de Fernamental, donde vivía con su familia. Y así fue. Nada más llegar, tras despedirme tuve que apearme; descendí con torpeza por los estriados peldaños metálicos, agarrado con firmeza al robusto asidero tubular de la cabina. Nada más pisar tierra cargué con mi inseparable y aligerada mochila y emprendí la marcha en plena simbiosis con ella, para atravesar con garbo renovado la ciudad castellana rumbo al noreste, en busca de la salida hacia la N–1. Tenía prisa por llegar al sitio elegido para ejercer la disciplina tenaz del pulgar de mi mano diestra; en poco menos de cuarenta minutos me planté en plena salida hacia Miranda y Vitoria, junto al polígono industrial, al lado del aeródromo burgalés. Me cansé pronto de hacer de estatua, aunque sólo había estado media hora de plantón; decidí acercarme hasta la última gasolinera, recorriendo todo el polígono en su busca, hasta rebasar sus límites, ya en plena carretera nacional. Una vez que llegase al surtidor preguntaré por los destinos de los conductores que entrasen a repostar. Llevaba quince minutos caminando con decisión por la derecha de la calzada cuando, a unos cincuenta metros, divisé un turismo que se me hacía muy conocido; estaba fuera del ancho arcén, cruzado, invadiendo necio el comienzo de la rastrojera. Dos siluetas negras con sus tocas ondeando y todo, impulsadas por una cálida brisilla solanera, fueron revelándome la situación, tanto más diáfana cuanto más me acercaba al lugar. Las monjitas no hacían más que dar vueltas y vueltas alrededor del coche, oteando de vez en vez hacia la impertérrita bóveda celeste, quizás implorando a san Cristóbal o al mismo jefe de tráfico del éter: san Pedro; pidiendo, bien a uno o al otro que bajasen rápido de las alturas... O, si no, en el caso de que éstos estuviesen muy ocupados en el cielo con las eventualidades del tráfico sideral y los triciclos y patinetes de los angelitos, les improvisasen un milagro oportuno desde las alturas, arreglándoles de forma instantánea el pinchazo, causante del percance mefistofélico que estuvo a punto de hacerles cruzar el rastrojo yermo tras de alguna liebre despistada, fatalidad hasta cierto punto normal en los viajes y las sufridas carreteras hispanas. Esta circunstancia sólo pude comprobarla en toda su dimensión cuando llegué al lado del vehículo, que se me apareció cruzado de manera ostensible entre el asfalto y el lindero de la cuneta, ofreciéndoseme como una fiera herida de mortal necesidad y mostrándome sus negras pezuñas delanteras de caucho apoyadas lánguidamente sobre el blando terreno.

–¡Ave María purísima, hermanitas!, ¿qué les ha pasado? –las interpelé, al mismo tiempo que flexionaba las rodillas en pose mayestática, ponía mis manos en ojiva y miraba al cielo sin quitarle el ojo a la hermanita más joven y guapa.

–Sin pecado concebida –me contestó la mayor, la conductora, asustada, pasando nerviosa las cuentas de su rosario, dejando de otear el cielo y dirigiendo la mirada a través de sus gruesas gafas de concha hacia el neumático trasero izquierdo, que se mostraba despanzurrado sobre el áspero rastrojo burgalés–, tú mismo lo puedes comprobar, amable joven. Lo más seguro es que el demonio pulula por estos andurriales sembrando de trampas el camino. Hemos pinchado. Ahora, ha faltado muy poco para que sor Verónica y una misma apareciésemos en medio de esta finca –continuaba, señalándome el terruño con su delicada mano derecha–. Menos mal que he podido controlar este diabólico artefacto. ¡Ay Dios mío!, ¡Jesús redentor!, qué susto, de repente parecía que el auto se me escurría entre las manos, quizás tentado por las fauces horrorosas de la serpiente negra que asimismo engaritó a Eva en el Génesis. Yo no pensaba ni en sierpes oscuras, ni en manzanitas, ni en pomares repletos...: me estaba planteando si las ayudaba o no, ya que pasaron por delante de mis pulgares y no se habían dignado ni a parar siquiera para preguntarme por mi destino. Al fin, ni corto ni perezoso, miré al cielo, y, acaso, por inspiración divina, como no se verificaba el milagro del doscaballos ni bajaban los querubines del cielo a cambiar la rueda, decidí echarles una mano. Con permiso de la monja de gafas –sor Natividad, me dijo que se llamaba–, me senté al volante del coche. Estaba familiarizado con los Citroën: mi tío Ceferino era un fanático de estos autos tan sencillos, y el autor de estos párrafos conocía de sobra su manejo. Lo puse en marcha tras un minuto de giro alternativo del motor de arranque, pues el motor estaba calado hasta el chasis; desembragué, metí la marcha atrás con aplomo, embragué y conseguí sacarlo del rastrojo a la primera intentona, maniobra que temí antes de intentarlo, porque las ruedas delanteras me retaban incrustadas más de veinte centímetros bajo los mantecosos terrones de la finca. Situé el vehículo en el arcén en correcto paralelismo con la pulida calzada, paré el motor, salí y me dediqué a buscar los útiles necesarios para el cambio de rueda: el gato y la llave de boca hexagonal. No bien introduje ésta en las tuercas de la rueda, tuve que emplearme a fondo con el pie para aflojarlas, parecía como si las tres roscas, herrumbrosas, estuvieran soldadas a la llanta; lo más seguro es que en la vida las habían soltado. Una vez flojas, no me quedó más que elevar el coche con el gato. Tanto una como otra hermanita no perdían detalle de mis movimientos y habilidades, levantando entrecortados grititos de admiración ante la fuerza desplegada por mis pies y brazos, las dos sumamente concentradas en mis evoluciones mecánicas, no dejando de repetirme la monja mayor:

–Que todo sea por la magnánima gracia e infinita gloria y sabiduría de Dios nuestro Señor, los serafines y la santísima virgen María.

–Amén Jesús, sor Natividad, sor Verónica –les contestaba, jocoso, interrumpiendo la faena, con las manos puestas en ojiva y mirando a la cegata autora de la plegaria; pero sin apartar los ojos de la joven, la cual me fue tendiendo, afanosa, una por una, las tres tuercas que previamente ella había recogido del suelo, alargándomelas con su divina e impoluta mano zurda, prendidas de sus largos dedos de pianista. De este modo mi diestra extremidad las enroscaba sin más preámbulos en su perno, considerándolas divinas tuercas benditas.

En cuestión de veinte minutos dejé el coche listo para emprender la marcha, comentándoles a las hermanitas que tenían que parar forzosamente en la gasolinera, a la que casualmente me dirigía, para que les reparasen el neumático perforado, en el cual apareció incrustado un estilete de unos ocho centímetros, afilado, que enseñé como un trofeo a las monjitas:

–Oh, fatal clavo de Satanás –exclamó al verlo, perpleja, la conductora religiosa.

Como ellas habían presenciado al detalle mis manejos con el coche, la monja miope me dijo que, si no me importaba, les hiciera el favor de conducir el vehículo hasta el surtidor, dado que ella aún se sentía nerviosa por el percance sufrido; añadiéndome que viajaban hasta Vitoria, y, que aun uno podía seguir conduciendo el coche hasta mi punto de destino en la capital vitoriana. ¡No me lo podía creer, pero así fue! En menos de dos minutos llegamos a la estación de servicio, en donde descargué el neumático averiado, puse la presión idónea al que había cambiado, revisé el aire de los demás, que por cierto rodaban bajos, contingencia que advertí a las confiadas religiosas, y me fui a los aseos para lavarme las manos, ya que las tenía más tiznadas que el carbón. Las monjitas se mostraban como locas conmigo; sor Natividad, nada más que el joven empleado del taller reparó el pinchazo, abonó su importe, veinte duros, aun le dio cinco de propina, y por fin continuamos el viaje. Al poco de arrancar el motor, cuando ya estaba lanzado el coche a noventa kilómetros por hora rumbo al Norte, temiendo acaso sus labores de proselitismo, debido a sus plegarias anteriores, les espeté a boca jarro, a modo de globo sonda y acordándome del impío don Pío (Baroja): “Soy ateo, o cuanto menos agnóstico, gracias a Dios”, revelación que en absoluto las escandalizó, como me temía, quizás porque en estos momentos se hallaban más preocupadas por su seguridad, dada la altísima velocidad desarrollada en esos momentos por el turismo; albur que, dadas las leyes de la física, mantenía en vilo a las devotas, sobre todo a la mayor. Para distraerlas les iba preguntando cuestiones relacionadas con la virginidad de María y, si acaso, que me diesen alguna razón acerca de la pasiva y cándida actitud libidinosa de su consorte José, el carpintero; también todo lo relacionado con el misterio de La Santísima Trinidad; del milagro de los panes y los peces, y de la circuncisión del niño Jesusito. Ahora bien, en este último caso, haciéndoles hincapié acerca del lugar en donde ellas creían que se hallaba el santo prepucio del niño Dios. Con el paso rutinario de los kilómetros, las monjas cada vez se mostraban menos atemorizadas por la velocidad del Citroën, al ver mi soltura con el volante y el hábil manejo de la especial palanca del cambio de marchas. Pensaba que tal vez, en esos momentos puntuales, se hallaban más preocupadas no sólo por mi tan extemporánea como brutal revelación espiritual previa, sino también por los interrogantes hagiográficos posteriores. Las notaba como queriendo eludir las respuestas, espetándome, a veces, que entonces en qué creía yo; a lo que les contestaba, sobre todo dirigiéndome a la miope: “Creo en el sol, en el aire, en el agua, en el pensamiento y en La Vida, si tiene que serme imperativo tener fe en algo”. “¡Ay, Dios mío, hombres de poca fe, caeréis todos sin remedio en las llamas del Averno!”, me respondió parca la miope. En un momento dado la monja joven me dijo que estaba enormemente sorprendida por el buen rodar del vehículo; se notaba que los neumáticos rodaban redondos con la presión de aire idónea, y el coche no flaneaba. Hacía un buen rato que habíamos dejado atrás Miranda del Ebro y, a buena marcha, nos acercábamos a Vitoria. Sor Verónica no dejaba de hacerme preguntas acerca de mí, ya que cuando les conferí que las había visto pasar delante de mis hocicos no hacía aún ni dos horas, ésta casi me pidió disculpas por ello, aduciendo en voz baja –en un momento de distracción de su compañera– que la única razón de no haberme parado era la tremenda miopía padecida por sor Natividad, añadiéndome que ésta también era un poco sorda. La mística belleza alegó en mi favor que ella sí que me había visto; sin embargo, cuando su compañera quiso darse cuenta, ya me habían rebasado por espacio de trescientos metros, y no quiso parar. No le quitaba ojo; mirándola a través del retrovisor, realmente me convencí, al descubrir en su tez una leve y aterciopelada pelusilla de melocotón, que se trataba de una preciosa rubia de unos veinticinco años. Sor Verónica estaba como para hacerle un divino favor (no sin pecado concebido... o concebida, sino concebido como libidinoso pecado), aun delante de sor Natividad, mi copiloto, estoica, circunspecta; pero, aun así, qué duda me cabía ya que una cincuentona valiente. Al mismo tiempo yo no dejaba de preguntarme por la infinita fe que una persona normal pudo tener para tomar la decisión de abandonar las delicias voluptuosas de vida, la cual, aunque se torne a veces muy breve, también en algunas ocasiones se manifiesta placentera, y uno intenta bebérsela a grandes sorbos... Pero, en fin, qué le vamos a hacer si este país siempre ha sido considerado como la reserva espiritual de occidente, una unidad de destino en lo universal...

¡Qué buena estaba la seráfica monja!; su voz era dulce, melosa, cautivadora. A veces sentía unas tan esporádicas como prolongadas erecciones sólo al oírle su divino y acariciador susurro haciendo eco sobre mi occipucio enmarañado; tenía un cutis finísimo y unos ojos verdemar que, a veces, se clavaban en los tonos marrones de los míos, siempre fisgados a través del espejo retrovisor, ya que nunca me gustó distraerme al volante. Llegamos a Vitoria sobre las ocho y media, sin ningún contratiempo. Habíamos hecho el recorrido en un poco más de hora y tres cuartos, a pesar de que, ante los temores de sor Natividad, uno levantaba de vez en cuando el pie del acelerador, dada la cara de susto y la sensación de pánico que dejaban traslucir aquellos ojos negros, cautivos en las profundas concavidades de unos cristales de culo de vaso. No me extrañaba nada la velocidad que traían desde que las vi pasar, preguntándome cómo se atrevía la religiosa cegata a manejar el diabólico artefacto, como ella misma me dijo cuando me aproximé ante sus impolutas tocas para echarles una manita. Sólo quedaba apearme del coche y despedirme de las monjitas. Cuando paré el artefacto del demonio en Vitoria lo hice, eso sí; pero al bajar de él me notaba una erección de las mías: de las de dinosaurio, mientras las preladas también se apeaban del auto para volver a ocupar sus asientos de costumbre.

“¡No te jode la hermanita, cómo me puso!”..., “¿o me puse yo solo?”, no lo sé: “Todo sea por la inconmensurable gracia del Señor y sus coritos querubines”.

Uno siempre había pensado en el sexo de los ángeles, tratando de resolver infructuosamente dicho enigma, y, en ese momento, no sé el porqué, llegué a la conclusión de que eran muy machitos. Una vez que dejé a las monjas, contemplando cómo se alejaban a cuarenta por hora, pensé en íncubos y súcubos. Mas sobre todo no dejaba de lucubrar en el esperma de los querubines, si estaría bendito o no, en su composición y fluidez; si los arcángeles se harían palomitas en el cielo... Casi me dio por hacerme una, abrazado a uno de los chopos memos que deslindaban la cuneta, pensando en la dulzura impoluta, candidez y, aún más, en el color y textura del hipotético virgo de sor Verónica; de forma especial, cuando con virilidad eufórica me acordé al unísono del himen de Nati, membrana que había horadado, ¡por fin!, en Torremolinos, hacía veinte escasas horas. Ahora bien, las prisas por continuar el viaje me disuadieron del puntual onanismo e hicieron que, al momento, me olvidase de mozas, hímenes y monjitas. Entre monjitas, hímenes y mozas, y arcángeles y palomitas, y pitos y flautas, me habían dado ya las ocho y media, y aún estaba atravesando la llanada de la capital alavesa para dirigirme en busca de la salida hacia Bilbao. Caminaba pensando que tenía que arribar a casa de una vez; por fin llegué al sitio que consideré apto para tirar de pulgar y, por fortuna, al cuarto de hora de hacer de mimo, un destartalado minimil de color blanco se detuvo de forma intempestiva a mi lado, dejando los neumáticos grabados en el asfalto y un fuerte olor a goma quemada del frenazo que dio el piloto frustrado: un joven vestido de romano, con guerrera y todo. Éste me preguntó que adónde me dirigía; le dije que hacia Bilbao, él me contestó:

–¡Carape!, qué suerte tienes, mozo, voy a Sestao.

–Pues, mira –le contesté– viajo a Santurce, así que me vienes de perillas; si no te importa, espérame cinco segundos, por favor, que voy a orinar en la cuneta y enseguida subo al coche, ¿vale?

–Lo que me faltaba, hombre..., ¡ni vale ni hostias, no te jode! ¿Ahora tengo que esperar que mees? –me soltó–. He pensado que ahí te quedas, majo, tengo mucha prisa; le zumba el nabo con el imberbe, encima exigiendo.

–Arranca de una puta vez, pero no te detengas hasta Sestao... o como si no paras hasta a la enésima o..., me da igual, y que te zurzan, moreno –le espeté airado, levantando el brazo izquierdo a modo facha.

Y el tío arrancó. Me dejó con la mano en la portañuela de mi sufrido tejano vernáculo. Descargué la vejiga con languidez voluptuosa, previo descapullado del glande y todo, haciendo arabescos con la orina contra el batido césped de la cuneta como si se tratase de la regadera de un experto jardinero. No bien terminaba de subirme la cremallera, ¡ahí es nada!, que veo retornar al romano por el otro carril. Paró a cien metros de donde yo me hallaba, hizo un cambio de sentido prohibido, y lo volví a tener de nuevo delante de mis asombradas narices.

–Macho, perdóname por lo de antes, sube, hombre, mecagüen la mar; deja la mochila en el asiento trasero, al lado de mi asqueroso petate, y sube.

Todo esto me lo decía por la ventanilla, entretanto él accionaba nervioso la manecilla de apertura de la puerta del copiloto. Dudé un segundo mientras montaba; ya que el gachó, atrabiliario, casi me había mandado a tomar por el culo cinco minutos antes, al no estar dispuesto a esperar lo que dura una escueta micción, por muy lánguida y epicúrea que hubiera sido, como realmente lo fue. Ahora, al contemplar su sincera jeta de arrepentimiento, hice todo lo que me sugirió el militar iracundo y sin más accedí al interior del espartano vehículo. Enseguida volvió a la carga, reiterándome las disculpas más sinceras por su acrimonia anterior, añadiéndome:

–Ya me puedes perdonar, de verdad, no tengo nada en tu contra; mi actitud hacia ti sólo fue porque resulta que estoy hasta los mismísimos cojones del ejército: la puta mili y todos los cabos, sargentos, tenientes... generales de brigada... y su puta madre. Llevo más de tres meses en el CIR de Araca, y éste es el primer permiso que tengo, pues nada más llegar al campamento de instrucción de reclutas tuve una impresionante bronca con el hijoputa del sargento Romerales, de mi compañía, la octava, por llamarle fascista, gilipollas, rastacueros, cabrón y muerto de hambre. Por esta razón prácticamente estuve en el calabozo desde que me clavaron todas las asquerosas vacunas habidas y por haber, y me raparon el pelo casi al cero, con el corte castrense reglamentario. Aún más, la tirria que siento por la puta bandera monárquica me llega hasta el bálano –me reveló, alegándome que se había ciscado un millón de veces en ella, sintiendo pena por no haber podido limpiarse el culo con su tela, al menos una de las veces–. Y es que se trata de la insignia más representativa de la ignominia sangrienta de aquellos rebeldes que se cargaron la incipiente y esperanzadora 2ª República, sembraron de cadáveres los yermos campos del ruedo ibérico, y, a mayor abundamiento, como dicen los curas y procuradores –me dijo–, encima de que dejaron el país desolado, parece ser que tamaña ruina no les bastó porque, como todos sabemos, la represión posterior al exterminio añadió una secuela de crímenes y odios aun peor que la inherente a dicho conflicto. He pensado más de mil veces en desertar; pero claro, como he estado en todo momento en el oscuro y espartano calabozo, no pude ni siquiera intentar darme el piro. Ahora que estoy en la calle, lo más seguro que no vuelva al más inmundo de los más inmundos muladares humanos: al miserable lupanar del servicio militar obligatorio, con el cuantitativo y cualitativo valor añadido de haber sido impuesto por el gallego sanguinario de voz aflautada y todos sus adláteres, tan fascistas o más que él, únicamente al servicio de sus intereses. Me cisco en el dictador y sus actuales sucesores monárquicos en el gobierno. A pesar de mi nihilismo, si algún día tuviese que tomar partido político, actitud de la que cada vez dudo más, optaría, salvando las distancias, por una nueva República, como aquella; incluso con todos sus defectos, que los tenía, no lo voy a negar, según me ratificó mi padre. Él peleó alistado en las filas republicanas al lado de los gudaris, defendiendo Ochandiano, al lado del VI Batallón de Montaña de Garellano, a las órdenes del coronel Vidal cuando, posteriormente, el mismo lehendakari José Antonio Aguirre tomó el mando en abril del 37, una vez consumados los virulentos ataques aéreos de los Heinkel de La Legión Cóndor, en nombre la incipiente y vapuleada democracia; mas, ante todo, ofreciendo su vida por la libertad y dignidad del ser humano... Yo permanecía atónito escuchando al embalado Kepa, como me había dicho él que se llamaba, después de haberme pedido perdón por su preliminar comportamiento.

–... Antes de acudir al servicio militar impuesto por los fascistas agoté todas las prórrogas habidas y por haber; así, a trancas y barrancas, terminé Filosofía y Letras y, es más, ya me habían ofrecido una plaza de profesor adjunto en el Colegio San Agustín, de Las Arenas. Mi padre, viejo gudari, como ya sabes, me aconsejó, prudente, a pesar de todo, que hiciese la mili; recalcándome que, de no hacerla, siempre sería un prófugo para la justicia militar, casposa pero severa, y sus consejos de guerra al uso, la cual no dudará en perseguirme a tumba abierta; añadiéndome, finalmente, que para evitarla sólo podía fugarme al extranjero, ya que no está contemplada la objeción de conciencia. Así que ya lo ves, majo, a pesar de sus ideas, él me recomendó, sabiamente, que aguantase como pudiese el periodo militar, y después uno ya podía estar tranquilo para trabajar a gusto en la instructiva y no menos complicada carrera que había elegido; si bien, orgullo para él: un trabajador de Altos Hornos de Vizcaya que aún se estaba dejando la piel a diario, en continuo desafío con la boca, tan fuliginosa como comprometida, del monstruo insaciable de acero y refractario: el horno Mariángeles. Ahora bien, yo me daba cuenta de que su empeño era desertar. Conducía con una mala hostia que me daba pánico; bajábamos a casi noventa por hora, zigzagueando por las rampas más peligrosas del sinuoso puerto de Barazar. Uno tenía puestos los cataplines de corbata en todo momento; aunque, a pesar de todo, lo veía seguro al volante. De vez en cuando Kepa giraba el cuello para echarme una ojeada compasiva y capciosa:

–No te preocupes que el coche está a punto y frena bien –me tranquilizaba él–, gracias a mi hermano que es mecánico. Aunque el auto te parezca destartalado siempre lo tengo a punto; ahora que, antes de salir de Vitoria tuve que ponerle una batería nueva, ya que la anterior cascó con los fríos persistentes del duro invierno anterior, al estar el cochecito parado desde que llegué al campamento alavés.

–¡Joder, macho!, sí... ya..., pero, coño, cálmate, que nos vamos a matar –le decía yo, atemorizado–. Ahora lo más importante es que lleguemos sanos y salvos a casa para que le puedas contar a tu padre todas tus peripecias con el cabrón del sargento Romerales. Ya verás lo bien que se lo va a pasar cuando te escuche.

–Lo cojonudo del caso es que tienes razón, colega; ¡me estás cayendo de puta madre!, a veces me pareces un pequeño filósofo –me concedió, jovial.

–Mira, Kepa: también tengo que ir a la puta mili el año que viene, podía haber alegado el problema que tengo en los oídos cuando entré en quintas, porque sé que tal contingencia significa la exclusión total. En cambio, con todo lo que te he oído, me parece que en cuanto llegue al campamento que me toque en el sorteo, lo más seguro será que lo manifieste y me escabulla lo más rápido que pueda. Si había pensado en hacer el servicio militar era con el convencimiento de que iba a aprender algo. Mas ya veo, según lo que me vas contando, que aquello es un putiferio, una fábrica de vagos y sirvengüenzas todo el rato a golpe de corneta, que funcionan como títeres, desmontando y limpiando el Cetme asesino, y en los ratos libres se matan a pajas: ya que se les empinan los nabos con facilidad, no quedándoles más remedio que pelársela como monos sintiendo el chirriante vaivén de las literas impertérritas, cuando se la machacan dentro de la compañía, matando los chinches, pulgas y demás familia con las proyecciones compulsivas de la lechada; sobre todo los reclutas que, por su especial naturaleza, no sienten los efectos del bismuto, el bromuro o el permanganato…, ¡o qué hostias sé cómo se llama el puto veneno ese que me has dicho que los cocineros echan subrepticiamente en el agua o aun en la asquerosa perola del rancho! Toda esta particular escatología, claro está, es realizada con apremiante fruición viril; bajo la atenta mirada catatónica del retrato del rey bobónico, del cruento dictador y, por si fuera poco, el INRI clavado en la inseparable cruz de madera estofada o sin estofar, situada en crujía del rancio edificio de la compañía. Y, cuando no se la están pelando, todos los reclutas de todas las provincias más dispares de la piel de toro, vestidos de romano, pululan fuera del campamento, o por sus alrededores, trasegando botellas y más botellas de a litro de cuba libre o yéndose de putas por la villa más cercana. ¡Pobres hetairas! Pero te aconsejo, Kepa, que por favor no seas capullo y, menos aún, que se te ocurra desertar, porque así te vas a buscar un problema muy serio. Te entiendo, veo que quieres empezar a trabajar para ayudar a tu padre, al que veo que le quieres de verdad, no sólo por sus ideas sino porque con su enorme sacrificio te ha facilitado estudios y un porvenir inherente a ellos. Te sugiero, desde el prisma de mis bisoños diecinueve años, que no lo tires todo por la borda: tienes toda una vida por delante para olvidarte de la puta mili y sus esperpentos estaférmicos de carne y hueso. Ahora, lo que tienes que hacer cuando vuelvas, porque en el fondo pienso que vas a regresar al campamento, es pasar tanto del hijoputa de Romerales como de toda la plana mayor del ejército fascista; agachar las orejas, comerte todo ese orgullo que percibo en ti y no desperdiciar con esa gentuza ni un ápice de tu ingente sabiduría. Y, ante todo, que trates de pasar lo mejor que puedas el más de un año que aún te queda de mili, ¿vale? No te digo más, porque te considero una persona sensata, con mucha cultura y carácter.

–Sí; tienes toda la razón, eres un portento, chaval –me otorgó–; sin embargo, una cosa es estar allí, en la puta cuadra aquella y otra es contarlo. Tengo ganas de llegar a casa para propinar un fuerte abrazo a mi padre, ya que él, al tener constancia de mi situación nada más que arribé al campamento, cuando leía sus puntuales misivas sentado en el catre, le notaba preocupado por mí, y está deseando que llegue a casa. También te reitero que tienes razón en todo lo que me has aconsejado, creo que eso mismo es lo que me escribía él en sus cartas. Lo que te aconsejo, ya que cuando te tallaron no alegaste nada, es que, no bien llegues al campamento donde te destinen, nada más atravesar la barrera, lo hagas –matizándome varias veces que no fuese tonto y lo hiciese, que allí no se aprendía nada–. Si el estado español –continuaba– quiere un ejército, que lo forme con sicarios profesionales de la muerte y los forme a su puta imagen y semejanza; porque al cabo este ejército es una putísima mierda, a pesar de que arranca un presupuesto enorme al erario público de esta pobre nación de envidiosos, vagos y parados. Creo, eso sí, que toda esta tropa de gandules marciales, llegado el caso, únicamente servirá para disolver una pacífica manifestación obrera o estudiantil. Se trata de una institución rancia y anacrónica con costumbres heredadas de los gloriosos tercios de Flandes, aún dentro del imperio fastuoso del sol perenne de Carlos V; el mismo imperio que heredó el gotoso de su hijo Felipe: con su armada vencible, su acendrado misticismo, sus trajes negros, su honra, con o sin sus putos barcos, y su cabrona impasibilidad de burócrata eunuco ante los graves acontecimientos históricos que asolaron y empobrecieron la nación. Menos mal a las remesas continuas, aunque en la práctica sólo sirvieron para matar el hambre de la corona, el clero y el ejército, con el fin exclusivo de seguir guerreando estúpidamente, que inyectaban los toscos galeones americanos, ¡cuando conseguían llegar a Sevilla cargados de lingotes de oro y plata, si habían podido librarse de naufragios y piratas ingleses con patente de corso!... Cualquier país, aun el más pequeño del planeta, pero dotado de unos soldados profesionales y unos medios bélicos puestos al día, nos barría de la faz de la tierra, Tomás, en menos de veinticuatro horas. Es más, creo que puede hacerlo el mismísimo Marruecos, uno de nuestros antagonistas más cercanos. Si no me crees, no tienes más que echar mano de los libros de historia; y ponernos juntos a recordar el desastre de Cavite, Santiago de Cuba..., o de la terrible masacre de Annual, protagonizada por Abd-el Krim al frente de las aguerridas cábilas rifeñas, que dejaron el Barranco del Lobo y sus alrededores sembrados nada menos que de doce mil cadáveres. Pero, claro, Tomás, ¡no te lo pierdas!, que éstos fueron los tristes pingajos de los hijos de los campesinos pobres de la desértica península ibérica: los que bebían sus propios orines para intentar sobrevivir en el desierto abrasador africano; ya que los ricos pagaban un montón de miles de duros de plata de entonces para que sus vástagos, delicados y viciosos, eludieran las sacas obligatorias y no murieran posteriormente bajo las balas certeras de los beduinos y beréberes, y, a continuación, estos salvajes tirasen de cimitarra y les sacasen las entrañas: primero para alimentar su sádico regocijo..., después para pasto de buitres y hienas. Yo estaba perplejo ante el speech histórico tan bien elaborado que me había largado el presunto desertor; mas pensaba que Kepa tenía razón en todo lo que me comunicó. Lo veía muy fuerte en Historia. Al final comprendí que no le faltaban motivos para dar rienda suelta al sublime rebote que el pequeño y ruidoso bólido albino se encargaba de transportar con alegre estoicismo.

Así dejamos atrás Basurto, Zorroza y Baracaldo. Ya divisábamos Sestao; entramos por Urbínaga. Nada más que cruzamos la meta quimérica, ubicada bajo sus redes de tuberías aéreas, nos recibió un cielo metalúrgico tan refulgente como dantesco, al mismo tiempo que abordábamos la famosa calle Rivas, que apareció totalmente recubierta por una inmensa humareda blanca, cuyos componentes deletéreos se nos agarraron con fuerza a nuestras gargantas, nos hicieron carraspear, e inmediatamente empezamos a toser como si estuviésemos tísicos. De todas las maneras, mimetizados con ella, con la nube, aunque de alguna manera aislados por la castigada carrocería pintada de blanco del pequeño Morris, conseguimos llegar a La Venta del Gallo. Allí, en la esquina de la rampa final, la que desciende hacía el gran crisol de la siderurgia, no me quedó más remedio que apearme del auto; ya que el romano tenía que trepar aún la larga cuesta de La Iberia rumbo al casco urbano, donde me dijo que su madre regentaba, incansable, una tasca pequeña. Me facilitó incluso el nombre del bar: El Encuentro, al lado del consistorio; añadiéndome que me pasase mañana domingo para tomar un cafelito, una copita de solisombra, o de lo que me apeteciese, y un Farias. Que, por supuesto, me invitaba a dichos manjares; además, me presentaba a su hermano Raúl, el mecánico; a su hermana Estefanía, una morena de veinte años que estudiaba periodismo, y a su padre, el antiguo gudari. Le dije que sí, que iré –más que nada cuando le oí lo de su hermana, que, según sus datos, era muy guapa–, que tal vez me pasase, pero no le prometí nada; él, tentador, me añadió que si me acercaba a la tasca tendría en su persona un amigo en Sestao para toda la vida. Creo que me dijo todo esto muy agradecido por los consejos serenos que le di cuando abordamos el tema espinoso de su deserción: felonía chusca para la que le veía sobradamente capaz. Es más, me aseguró que otro día podíamos hablar de Literatura y Filosofía; y es que, en un momento dado del pequeño periplo, le había comentado que me gustaban mucho estas disciplinas, especialmente la primera, de la que era un lector empedernido, y que en breve iba a comenzar a escribir las peripecias de esa aventura. Al oírle esto último, sumado a lo de la belleza presunta de su hermana, le concedí que no se preocupase, que acudiré a visitarle. No obstante, anoté el número de teléfono y el nombre del bar como pude con un cabo de lápiz que, oportuno, apareció en una de las bolsas del cutre tapizado de escai negro que aún recubría con cierta prestancia el interior de las puertas del desvencijado, pero rápido y siempre a punto Mini. Por fin me despedí efusivamente dándole la mano al rebotado aspirante a desertor, acaso convencido de que no se fugará. ¡Por la cuenta que le tenía! No sólo por la sana felicidad de su esforzado padre, sino asimismo por su futuro prometedor como pedagogo. Cargué mi inseparable mochila y, piano piano, crucé Azeta contemplando la entrañable dársena de La Benedicta, que se hallaba repleta de navíos fondeados. Llegué a Portugalete, rebasé la plaza del Cristo y, General Castaños arriba, al cabo de media hora de haberme despedido del presunto fugitivo, trepaba las escaleras rumbo al cuarto piso de mi domicilio. Cuando llegué a casa ya habían dado las diez y media de la noche.

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